Cada tarde, cuando los últimos rayos del sol perdían su fuerza abrasiva, la chiquillada salíamos de nuestras casas a idear toda suerte de juegos. Las calles eran nuestras y la imaginación creaba espacios infinitos de encuentros y uno que otro desencuentro que no pasaba, este último, de una protesta por algo que nos llegaba a disgustar del otro, con o sin razón. Pequeños enfados que al final se diluían entre los estallidos de los entusiastas gritos y risas.
Y entonces le veíamos venir. Le conocíamos. Pertenecía a una familia económicamente desahogada y oriunda del pueblo también. Trabajaba su propio rancho familiar, ubicado por la salida o entrada del pueblo, según se vea. Pasaba de largo por las orillas de nuestra calle montado en su caballo de trote lento y cuidando las riendas de este. A los costados sus instrumentos de campo. El caballo no era de estampa fuerte o vigorosa; más bien tenía andar cansado. En eso se parecían jinete y amo, a quien recuerdo con su sombrero desgastado y rostro arrugado, curtido por los rayos del sol, su mirar huraño y un puro, elaborado por él, entre sus labios.
Tacatá… tacatá… tacatá… sonaban pausados los cascos del caballo llevando en su lomo de regreso a casa a su dueño, hombre entrado en años (quizá 50 o más).
Corría la versión de que no estaba en sus cabales. No supe nunca por qué lo decían, quizá por su carácter huraño y porque vivía en su mundo, siempre solitario y abstraído del exterior. Una querida amiga de mi terruño, con quien comenté hace un par de días ese pasaje de nuestra infancia compartida, agregó una peculiaridad más que se decía le era propia a aquel “niño viejo”: solía sacar de su bolsillo un fajo de billetes de diversa denominación, tomar uno y encender su puro con él. A mi amiga le consta que esa excentricidad era cierta, le vio alguna vez encenderlo con un billete de 50 de aquel entonces.
Entretenidos en nuestros juegos, le veíamos pasar sin más. ¡Ah!, pero si el juego no lograba captar del todo nuestra atención, entonces algún osado volteaba hacía el hombre viejo del caballo cansado, encontrando el pretexto perfecto para ir en busca de algo más emocionante que subía nuestra adrenalina al límite. Sabiendo la reacción que íbamos a provocar en él, medíamos terreno, asegurábamos rutas de escape, diques de protección contra la furia por venir de aquel hombre que, por nunca haberse casado o conocerle pareja alguna, se había hecho acreedor al apodo de “niño viejo”. Un apodo que lo enfurecía y lo hacía volver el caballo, al que espoleaba para ir tras el chiquillo que estuviera más a la mano para reclamarle enfurecido el insulto y lanzarle un riatazo que, por fortuna, nunca alcanzó a ninguno. Los que lográbamos ponernos fuera de su alcance veíamos desde nuestro refugio su rostro transfigurado por la furia y su mirada fulgurante queriendo derretir con ella a los insolentes.
Cajas receptoras, almacenadoras y de resonancia
¡Niño viejo… niño viejo…! le gritaban también desde alguna ventana o desde la puerta de las casas al verlo pasar. Y a cada grito de ¡niño viejo!, él se volvía nuevamente esperando ubicar de dónde exactamente salía la afrenta para ir a cobrarla. Le vi algunas veces sacar el machete y ponerlo en alto, aunque no me tocó verlo lanzar el golpe directo contra algún chiquillo. Algunos decían haberle visto lanzar sablazos a diestra y siniestra a la desbandada de chiquillos que corrían más veloces que su caballo. Pero creo que esto último fue más bien un agregado infantil para ponerle más emoción al relato.
Muchos años más tarde me pregunté de dónde nos había llegado la información del apodo y qué lo hacía acreedor a él. La respuesta no fue difícil. ¿De dónde más?: de niños, somos cajas receptoras, almacenadoras y resonancia de lo que recibimos de los adultos. Y, seguramente, la expresión de “niño viejo”, que lograba alterar a aquel hombre hasta sacarlo de sus casillas de tal manera, surgía de su indignación de saber el peso que el pueblo le daba a un hombre en su condición. Era el pago de no entrar en el canon socialmente establecido. Estar casado a cierta edad, o con una pareja, era garantía de aceptación social. No entrar en ese canon le había hecho acreedor al mote de niño viejo. Y decir niño viejo tenía en el fondo una carga de desdén, un recordatorio de incapacidad de relacionarse, o de no haber logrado conseguir a una pareja que le amara o deseara estar con él. Y todo lo anterior era aplicable también para una mujer. Llegar a cierta edad y no estar casada era motivo para adjudicarle el mote de “niña vieja”, o “quedada” o “solterona”.
Aquel “niño viejo”, cuyas razones para nunca haberse casado o vivir en pareja eran desconocidas por la gente (ni les importaba saberlas), el viejo niño que enfrentaba de la manera que creía adecuada y necesaria para mantener a raya la burla de la que era objeto, dejó un día de pasar frente a nosotros con su viejo caballo, con su cuerpo cansado y en el que se habían acumulado todos los rayos del sol y el trabajo pesado de campo, y sus lastimaduras envueltas en una frase incisiva, burlona inquisitoria, irreverente e inmisericorde de “niño viejo”.
A tantos años, los ecos de las risas por los juegos y por las inconscientes burlas infantiles atraviesan los kilómetros geográficos y cronológicos, llegan hasta mí, trayendo la imagen de aquel niño viejo… viejo niño. Niño estancado en su mundo propio e insondable.
Desde los hogares a las calles para ustedes…
Por mera casualidad se me atravesaron en YouTube. Me llamó la atención que se trataran de entrevistas callejeras a niños, cuyas edades fluctúan entre los 4 años hasta 12, quizá. Por lo menos es lo que he visto hasta ahora.
No diré el nombre del programa, porque no se trata de hacerle publicidad. Pero los dueños y productores son tres jóvenes hermanos que ofrecen contenido variado de entretenimiento para su numerosa audiencia en las plataformas de redes sociales.
Según consta en diversas notas informativas: “actualmente cuentan con 5.5 millones de seguidores en TikTok, 6.5 millones en Facebook y casi 2 millones en su canal de YouTube”. Y no es todo: “Durante casi 3 años han permanecido en el top de estadísticas como lo más visto en Facebook México. Y sus videos han aparecido un sinfín de veces en las tendencias principales de YouTube. Comenzaron hace poco en su cuenta de TikTok y fue todo un éxito, por el momento ya superan los 100 millones de likes…” (fin de la nota).
“Monetizar contenido”
En el caso de entrevistas a los niños, no hay mala intención en las preguntas que les hacen, pero sí es cuestionable la forma como llevan uno de los segmentos en el que, al niño o niña, mediante el ofrecimiento de recibir “un premio”, les invitan a contar un secreto o chisme. Y este es el punto central, el premio ofrecido consiste en entregarles al final un billete de 50 pesos, o dos en otros casos. Y algo más: las respuestas, la mayoría ocurrentes, pero sobre todo muy reveladoras del ambiente familiar y cultural en que se desenvuelven los niños que son abordados. Inocentes, espontáneas e inesperadas respuestas que han provocado el inocultable asombro en los propios entrevistadores.
Así, entre ellos, encontramos al niño que cuenta que en Año Nuevo “mi hermana se pone peda” (palabras textuales del niño), y en una de esas le da de probar una cervecita al niño, quien –incluso–, a pregunta expresa del sorprendido entrevistador sobre cuál le gusta más, responde la marca de su preferencia. O bien, la niña que cuenta que “mi papá está en Estados Unidos trabajando y mi mamá se sale a fiestas a escondidas”; u otra respuesta de un niño quien, diciendo el nombre de su padrino, cuenta que este cuando sale de fiesta se viste de mujer. El premio: un billete de cincuenta pesos, en otros casos son dos billetes de 50.
Está claro que lo hacen para llevar entretenimiento de ligera digestión mental. Ese que alimenta a las masas poco interesadas en contenido didáctico y de calidad. La chunga, el relajo, la vulgaridad, es lo que deja más dividendos. Y hasta donde sé, el contenido que se produce en YouTube dependiendo del número de suscriptores, de vistas y “likes” o “me gusta” deja ganancias también a sus productores. “Monetizar” le dicen.
He aquí apenas tres ejemplos de otros tantos que comparten de manera franca los niños, cajas receptoras, almacenadoras y reproductoras de lo que en casa viven.
Vale resaltar la diferencia entre los que ofrece la televisión y estos últimos. En estos contenidos no hay producción previa. Nadie que les diga a los niños qué decir, qué contestar. El abordaje es en tiempo real y en plazas públicas o espacios recreativos y a la vista de todos. Eso la hace todo un laboratorio social para estudio y reflexión sobre lo que priva en buena parte de los hogares mexicanos.
AQUÍ PUEDES LEER MÁS ENTREGAS DE “EN DO MAYOR”, LA COLUMNA DE JOVITA ZARAGOZA CISNEROS PARA LA LALUPA.MX
https://lalupa.mx/category/las-plumas-de-la-lupa/jovita-zaragoza-cisneros-en-do-mayor/