Manuel Pérez-Petit
Con los ojos muy abiertos y, a qué negarlo, alguna sonrisa y no menos lágrimas, poniéndose en la indefectible postura del que es observador casi archivero y a la par se siente con razón parte implicada, y no sólo como espectador, avanza el maestro Víctor Roura en este tercer tomo de su rock, terminando de desplegar, con una precisión quirúrgica compatible con la ternura en su más amplio sentido y ese no sé qué que queda balbuciendo —permítaseme esta licencia, referenciada a San Juan de la Cruz— cuando se habla de aquello que se ama, y establece con clarividencia la palpitante y puede que definitiva cartografía de la gran cultura musical del último siglo, que es mucho más que sólo musical y a la que nadie es en verdad ajeno.
Esa observación que he definido como “archivera” viene de su conocimiento profundo, enciclopédico y, a la vez, crítico, fruto de muchos años de vivencias y estudio, en que se postula, y no sin motivos, y lo demuestra de manera natural y lógica, como conocedor profundo no sólo de anécdotas, historias, intrahistorias y elementos esenciales sino de la propia epistemología —o sea, de sus fundamentos y métodos, desde la teoría y desde, sobre todo, la vivencia— del rock, al que no puede negar, insisto, que ama, pues sólo desde el amor pueden hacerse obras capitales como ésta, y, por consiguiente, lo observa, recopila y sistematiza con una devoción casi de padre y, sin duda, de relojero. Así, su ensayo adquiere naturaleza de obra de referencia indispensable y atemporal, no exenta de un cierto romanticismo, aunque, de manera fundamental, precisa, expandida y contenida al mismo tiempo, y hasta desapasionada, y digo esto aun a sabiendas de que cada línea de este libro desborda una emoción que podría, sobre el papel, ser incompatible con su carácter referencial, pero que en este caso particular no lo es.
Tiene en cuenta Roura aquello que no por ser tan tópico deja de ser real que el historiador del arte británico Ernst Gombrich (1909-2001) dejó escrito en su imprescindible La historia del arte: “No existe, realmente, el Arte. Tan sólo hay artistas”[1], y se pone a conciencia manos a la obra, por tanto, teniendo en cuenta, como no podría ser de otro modo en una magna obra como la presente, que el rock no sería nada sin sus hacedores, sin aquellos que, con nombre propio, lo hicieron posible. En este caso, personas y acontecimientos. “Contra los demonios” titula su obra el maestro Roura, que subtitula: “Cincuenta y un tópicos roqueros”. No se deje engañar el lector por ello. Los demonios hoy ya no lo son y el autor, a la hora de analizar el tema, se pone en las antípodas del tópico, apostando por desterrar de su análisis lo simple y frívolo, las fórmulas o clichés fijos y hasta admitidos en esos esquemas formales o conceptuales de que se han servido por desgracia muchos autores, olvidándose del rigor, y que, con lamentable frecuencia, puede uno encontrarse. Esto es muy importante y categoriza la presente obra, que destaca sobre todo por su lucidez y honestidad, lo cual la distingue entre la abundancia confusa de tanta literatura como existe al respecto. El maremágnum al que asistimos en esta materia es un enorme montón de paja que no permite ver el grano. Por ello, desde tiempos inmemoriales nos hemos visto obligados a cribar sin descanso para encontrar piezas fundamentales, como lo es este esclarecedor y brillante ensayo de Víctor Roura, llamado no sólo a marcar un antes y un después en la historiografía del rock sino a convertirse en la obra definitiva, elemento de referencia ineludible no sólo para los amantes del rock y/o de la música en particular, sino para cualquier aproximación seria al estudio de la propia cultura contemporánea.
Estoy seguro de que cuando el filósofo francés Alain Finkielkraut (1949) publicó en 1987 La derrota del pensamiento[2], en que defendía el espíritu de la Ilustración y desarrollaba la historia del “Volksgeist”, maldito espíritu por el que los seres humanos están determinados por su pasado, desde su visión pesimista de la propia realidad, que, siguiendo su observación, impide la instauración definitiva del universal, libre y progresista espíritu ilustrado, pues en la atomización del saber de la que se queja, en una sociedad en la que da igual un videojuego que una ópera de Verdi, en la que está sobrevaluado todo lo superficial, pensaba en que era necesario que existieran obras como ésta del maestro Roura, a la que el lector está a punto de hincar el diente; obras que, lejos de visiones academicistas imbuidas por un espíritu forense y una pulcra distancia respecto a la realidad, son sistemáticas y rigurosas y, sobre todo, están llenas de una vitalidad real y palpitante que abre los horizontes del conocimiento, incluso más allá del tema que abordan.
En ello radica una virtud fundamental de la presente obra. Con una prosa depurada, brillante y amena, Víctor Roura nos va desgranando lo que entiendo, y a fuer de confesar con toda propiedad, como fundamental en la historia del rock, y va de lo universal a lo concreto, aterrizando también en el rock mexicano y sus vicisitudes, que no han sido pocas y hasta tiempos actuales. Pero no se deje tampoco aquí confundir el lector, pues que también hable de México no le resta ni un ápice al carácter universal y certero de su obra, que debería terminar siendo editada en varios idiomas y llegar a muchos más mercados de lectores que el mexicano, tarea que le dejo sobre la mesa y al costo al admirable editor que tiene la envidiable fortuna de haber recibido el encargo de editarla, el maestro Eduardo Villegas Guevara, sabio de una bonhomía expansiva y noble que hoy es muy rara de encontrar y a quien le debo mucho, pero mucho, entre lo cual al presente destaca el encargo invaluable e inmerecido de este prólogo, que afronto con la humildad y el arrojo de un debutante y el conocimiento derivado de incontables batallas y aprendizajes que ahora, como es evidente, no vienen al caso pero que puede que algún día vean la luz.
En su ignorancia entiende uno que hoy la cuestión no es recuperar el espíritu del siglo XVIII tal como soñaba Finkielkraut, sino más bien los valores más perennes, que son un hilo conductor innegable en esta obra, la cual, dicho sea de paso, pone a su autor, Víctor Roura, en un escalón al que sólo tienen acceso las mentes preclaras y privilegiadas, las conciencias de rango superior. Porque un grado superior en el conocimiento no viene determinado por la erudición, que más bien le restaría nivel, sino por el dominio de más de un punto de vista, y en su contexto, de una materia. En este caso, de una tan compleja y completa y de la que nadie puede sustraerse. Y así lo hace Roura. Cuando habla, por ejemplo, de Johnny Cash, en el impagable capítulo denominado “El irascible fervor religioso”, que, sin hacer proselitismo, llevaba a Jesús por todas partes, y lo pone, en ese tiempo en que todo rock’n’roll era una puerta abierta a la condenación eterna salvo, quizá, en el caso del propio Cash, en relación a Jerry Lee Lewis, y precisamente por ello, pues éste estaba convencido de que iba al infierno de cabeza, y refleja las tremendas discusiones entre ambos mitos al respecto. Cash discutía sobre temas bíblicos con todos, en esa época en que aún el rock era rock y, en realidad, todos eran demonios.
Nadie podía imaginar por ese entonces lo que vendría después, con la generación de la contracultura, Woodstock —el bueno, el de 1969, y los descafeinados y hasta controlados llevados a cabo con posterioridad—, “la nación” —esa utopía que murió con el capital—, la reivindicación de la libertad con reglas tácitas, inexistentes por escrito y sin límites, la imparable beatificación de los demonios, las ansias de libertad, las drogas y la ascensión y la caída del rock de la marginalidad a la oficialidad, mediante su propio suicidio a manos de aquellos contra los que nacieron, los que como paso necesario, comenzaron por negar el roll: los capitalistas y las grandes corporaciones.
La historia del rock es la historia de un drama de incalculables consecuencias, y la presente es la historia del rock, en la que tienen papel protagonista sus antagonistas verdaderos, aquellos que lo reprimieron y atacaron sin miramiento de ningún tipo y destruyeron sus manifestaciones más genuinas obtuvieron reconocimientos y hasta alguno llegó a ser presidente de Estados Unidos, como el gobernador de California, Ronald Reagan, que tuvo en su haber el dudoso mérito de aplastar, con la ayuda de la Guardia Nacional estadounidense, la paradigmática y estudiantil concentración contracultural y emocionada de Berkeley de 1970, y hasta hizo construir un estacionamiento en donde antes había un parque, con lo que la luz dio paso a la oscuridad. La razón era sencilla: “Naciones como las de Woodstock eran inadmisibles en un país con leyes que los jóvenes no habían inventado para sí”, según sentencia el propio Roura, pues el sistema no podía aceptar otras leyes que no fueran las suyas. Porque Berkeley surgió como hija natural de Woodstock no sólo con estudiantes sino con gente de la calle, liberales de izquierda y negros capaces de generar una mayoría política y social radical, que era el ideario de todos estos rebeldes idealistas a los que había que hacer regresar, aunque fuera por la fuerza, al redil.
Pero no sólo eso, aquellos que fueron y/o son figuras innegables se acomodaron, viviendo en la terrible contradicción de compatibilizar su teórica rebeldía y sus de manera evidente abultadas cuentas bancarias, lo cual tuvo como consecuencia que olvidaron lo primero para centrarse en lo segundo. Y, claro, vistos los ingredientes, y nos lo cuenta Roura, pasó lo inevitable: que el rock se ha terminado reglando y oficializando, y ha pasado de ser contracultura, y hasta la contracultura ecuménica de las contraculturalidades, pues en su marco cabía todo, a establecerse como elemento central, programado y establecido en la cultural oficial.
Los años sesenta del siglo pasado marcaron el antes y el después del rock. Nos lo cuenta de manera pormenorizada y objetivable Víctor Roura. El final de la década marcó el cénit de todo lo anterior y precipitó la atomización y normalización del mismo. Cuando parecía que todo estaba en su esplendor, comenzó la caída del mayor movimiento social, artístico y cultural que nadie pudo haber imaginado nunca. Durante esos años, todos los esfuerzos oficiales eran conducentes a la regularización y al control. La década comenzó con unos márgenes de libertad inconcebibles hoy y fue desarrollándose en medio de un espectacular despliegue de reglamentaciones y leyes regulatorias castrantes, en que, de algún modo, se pasó del prohibido prohibir a la mayor parte está prohibido. Incluso puede llegar a decirse que el fenómeno del narcotráfico, con todo el drama que supone y todo lo lamentable que es, es hijo natural y directo de esos años, que estuvieron marcados por las paulatinas prohibiciones que, en el afán de controlar lo descontrolado e, incluso desde la visión paternalista de ver el fenómeno como fruto de la inocencia, los gobiernos fueron implementando, y la realidad del Narco hoy es consecuencia de la prohibición sistemática y sin contemplaciones de las drogas, cuyo acceso a principios de los sesenta era libre. Ese afán de control fue sublimado en las represiones sin medida a los movimientos civiles en gran parte del mundo occidental, teniendo como fecha paradigmática 1968: París o la Ciudad de México no pueden negarlo, pues tanto el Mayo Francés como la represión de la Plaza de las Tres culturas constituyeron, junto a otros acontecimientos de ese mismo año, paradigmas de una realidad que permanecen en la conciencia y el imaginario colectivos. Y una vez cruzado el umbral de los sesenta, “la década prodigiosa”, a los setenta, el rock, pese a su vitalidad y su proyección, comenzó a no ser el mismo, como no fuimos los mismos ninguno de nosotros, incluso los que no vivimos esos años, por la sencilla razón de que todo comenzó a integrarse en la cultura general. Y esto pese a que la mayor parte de las figuras siguieron sobre el escenario, aunque en muchos casos ya como leyendas o transformados por una necesidad de supervivencia y no como inspiración ni como modelos de vida o de actitud ante el mundo y ante la vida, que siempre fue el leitmotiv del que surgieron.
En este sentido, me parece destacable que Roura le dedique un capítulo de su libro a un personaje singular, a mi entender el mayor camaleón de la historia del rock: el londinense David Bowie (1947-2016), el “hijo de la era silenciosa”, “la primera estrella del rock sintética” según sus propias palabras, aquel para el que la música era sólo un elemento más y no el principal, el protagonista más ecléctico y metamorfoseado de esta historia, el único capaz de mantenerse en la cumbre sea cuales sean las circunstancias. Y, de igual modo, en nada sorprende que no le dedique un capítulo aunque sí más de una veintena de referencias a Bob Dylan, el único roquero premiado con el Nobel de Literatura, hecho que tuvo lugar en 2016. Este reconocimiento, que en su persona también se hacía al rock en general, y de manera independiente a los motivos del magno premio —se ha hablado siempre de un acto de rebeldía del jurado frente a los intentos de injerencias gubernamentales en sus decisiones— y las discusiones generadas en su día de si el premio debería haber sido otorgado al canadiense Leonard Cohen, nacido en 1934 y fallecido justo pocos días después del anuncio del mismo, fue la manifestación definitiva de la muerte del rock como contracultura, entrando ya de forma definitiva lo roquero en el ordenamiento cultural establecido. Lo cierto es que Dylan, nacido en Duluth, una pequeña e industrial ciudad del norte del estado de Minnesota (Estados Unidos), en el seno de una familia judía, en 1941, cuya pasión por el rock se hizo compatible con el folk en las aulas universitarias de Minneapolis unos años más tarde una vez leyó al poeta galés Dylan Thomas (1914-1953), de quien tomó su nombre para la posteridad y años después, igual de manera legal, es también el paradigma del carácter total del rock, que, en efecto, no es sólo música sino arquitectura y, como no podía ser menos, poesía. Luego llegó la poesía “Beat”, cuyos artífices eran, en realidad, tan roqueros como los que se subían al escenario. A mediados de los sesenta el rock y la poesía iban de la mano, constituyendo la literatura y la música una simbiosis tan trascendente e importante que hasta el mismo Dylan intentó, el mismo año en que su canción “Like a Rolling Stone” fue elegida como la mejor de todos los tiempos por la revista Rolling Stone, 1965, publicar Tarántula, su única novela, un intento fallido de narrativa poética experimental pero que hablaba de lo mismo, elucubrando sin medida, en muchas ocasiones desde el más puro surrealismo, acerca de la propia vida. Estuvo con posterioridad 17 meses sin entrar en un estudio de grabación, y cuando por fin lo hizo ya era un mito. Dylan, el cantor de las palabras.
Nadie se escapa al influjo del rock, ni siquiera el aroma de las calles, y no sólo en sus parajes más célebres. Hoy vivimos en un mundo derivado de la estética del rock, que, en su carácter totalizante, y aunque ya haya perdido su rebeldía y su carácter contracultural, se nos sigue mostrando en cada esquina. El carácter ecuménico del rock lo sigue abarcando todo, asumiendo todo e influyendo en todo, incluso pese a la desnaturalización de su carácter original. Nunca nos fuimos del rock y el rock cada día está más presente en nuestras vidas, debido a su ductilidad y su capacidad de adaptarse a lo que hay, y aunque hayan triunfado aquellos que dirigen el mundo, nadie ha podido con nosotros ni con nuestros sueños. Ni siquiera la muerte cruenta de John Lennon (1940-1980), a balazo limpio en la puerta de su casa, con la que se acabaron muchos sueños, pudo con el rock, y es que, como dice el propio Víctor Roura, “sin los fanáticos, los ídolos no existirían”, y la legión de seguidores del rock es innumerable, razón por la cual no puede vislumbrarse el final de su existencia. Ni siquiera por las leyes del mercado, que ahora lo dictan todo.
El recorrido que hace Víctor Roura en su obra por personajes y paisajes del rock hacen ver con claridad esta naturaleza globalizante y muy alejada de cualquier tópico de lo roquero, sus variantes, sus influencias, sus idiosincrasias, su capacidad de casar con todo, sus ambiciones adaptables y el temor injustificable que le han tenido y tienen los que dirigen el mundo, los mismos que se vieron orillados a llevar a cabo el descomunal esfuerzo de domesticar lo indomesticable sin descanso hasta, de algún modo, conseguirlo, pese a lo cual el rock nunca ha dejado de encontrar vías de libertad, modos de adaptación y recursos expresivos, hasta el punto de llegar a ser, de algún modo, una piedra de toque de la libertad, aquello que puede ser atacado, constreñido y condenado pero nunca negado del todo.
Por esto y por otras muchas razones que el lector descubrirá, merece la pena, aun no siendo amante del rock, adentrarse en estas páginas con las que el maestro Víctor Roura se consagra y despliega la arquitectura profunda de este movimiento de movimientos, pues nos ayudará incluso a comprender lo que nosotros mismos somos, que es algo que nos hace mucha falta. Y más en nuestro tiempo.
[1] Ernst Gombrich: La historia del arte, Editorial Diana y 970-18-3032-6 Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Conaculta. México 1995. Traducción: Rafael Santos Torroella. ISBN: 968-13-3200-8 (Diana) y 970-18-3032-6 (Conaculta). P. 15.
[2] Alain Finkielkraut: La derrota del pensamiento, Editorial Anagrama. Barcelona 1987. Traducción: Joaquín Jordá. ISBN: 84-339-0086-2.
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- Prólogo del libro Contra las máscaras, de Víctor Roura, que la Cofradía de Coyotes acaba de editar en tres tomos roqueros, mismos que están disponibles en la página cofradiadecoyotes.com. Manuel Pérez-Petit (Sevilla, España, 1967) es editor y escritor. Periodista por la Universidad de Navarra y diplomado en pedagogía en lengua y literatura por la Universidad Complutense de Madrid, es especialista en literatura comparada y un experimentado gestor cultural. En 2010, tras residir en su país natal, Andorra y Costa Rica, se trasladó a México y fundó Sediento Ediciones. Es profesor invitado en la Bluefields Indian & Caribbean University (Bicu), de Bluefields, Nicaragua. La biblioteca de Yolotepec, comunidad indígena otomí de Santiago de Anaya, Hidalgo, México, lleva su nombre desde 2011. En 2017 fundó la causa Libros por Yolotepec, enfocada en la recolección de libros en donación para bibliotecas y la promoción de espacios de lectura de los ámbitos rural y marginal urbano de México. En 2020 fundó Kolaval, plataforma, agencia literaria y editorial de ámbito hispanoamericano. Actualmente es director de la Editorial Almuzara en México.
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