Autoría de 8:27 pm #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito

Yo sólo miraba los ojos violentos de la estudiante prendidos en los míos – Víctor Roura

Levantó su hermosa pierna para seguramente cruzarla, pero así se quedó, inmovilizada, detenida, como en una imagen fotográfica. Al principio no dije nada, sólo miraba parte de su muslo desnudo, porque llevaba falda, tampoco traía medias, para qué sí el calor era insoportable. Su blusa era delgadita, sus hombros lucían luminosos, así que la contemplé extasiado. Platicábamos de asuntos menores, sin importancia, como la estereoquímica y los isómeros, los átomos en las moléculas, los dos carbonos y los seis hidrógenos, cuando de pronto suspiró, un lindo suspiro, me miró con intensidad y levantó su hermosa pierna para seguramente cruzarla, pero ya no hizo más, así se quedó, como escultura viviente, como una adorada estatua con cierto arrebato erótico.

      No supe qué hacer.

      Me levanté para ir por un refresco al refrigerador. Estábamos en mi casa. Ella deseaba tomar un taller individual conmigo, que no asistiera nadie, quería tener para sí todos mis conocimientos. A eso iba. A que arregláramos el monto económico, el horario, el día de la semana. Durante seis meses. Después se iría fuera de México para cursar en Barcelona un doctorado. Me agradaba la idea, sí. Tengo que agregar que me atraía mucho la chica, razón por la cual no iba a negarme a sus aspiraciones profesionales.

      Pero…

      Retorné a la sala y continuaba inmovilizada, con la pierna levantada. “¿Será una novedosa e inédita táctica amorosa?”, me pregunté, mirándolas largamente, a ella y a su pierna. Me senté de nuevo frente a la estudiante.

      —No entiendo —le dije.

      No contestó, ni movió la cabeza, tampoco parpadeaba. Entonces sí que sentí miedo. Llamé sin demora a mi psicoanalista Catlán por el celular, a ver si la encontraba desocupada, siempre con pacientes que no la dejan en paz, ni en sus sueños, ni cuando hace el amor, ni cuando está comiendo, ni cuando está en medio de una película en la sala de un cine, ni cuando está en el baño. Siempre alguien la está molestando, como yo en ese momento. Por fin respondió. “Ahora qué te sucede —dijo Juana, que así se llama la estudiosa del comportamiento humano—, ¿todavía te persigue tu sombra?” No, eso ya era cuestión del pasado. Le dije a Catlán, que así se apellida la doctora, que tenía delante de mí un caso extraordinario: el de una mujer que se había quedado estática, paralizada, petrificada, como un objeto sólido en un laboratorio químico. “Ajá —dijo Juana—, deja ya el vodka por un momento”. ¡No, no, no era eso! Le juré que estaba hablando en serio, demasiado en serio, que ya comenzaba a preocuparme hondamente, no sabía qué hacer. Casi lloro en el celular. Pero Juana Catlán me detuvo, tranquilizándome, o tratando de hacerlo. “Termino mi sesión con un arrepentido sacerdote pederasta y te devuelvo la llamada”, dijo y colgó.

      La pierna seguía levantada, la hermosa pierna.

      Juana me antojó el vodka, así que fui a la cocina a servirme uno, y allí se me vino una celebrable idea (bueno, celebrable si resultaba, por supuesto): la de arrojarle agua en la cara para despertarla, si acaso dormía, que yo lo dudaba. Llené un vaso con agua fría y fui con la chica, las miré otra vez largamente —sí: a ella y a su hermosa pierna levantada— y, cerrando los ojos, desparramé el líquido en su rostro.

      No ocurrió nada. Continuaba igual. Mirando al infinito, con la pierna a punto de ser cruzada.

      Retorné a la cocina. Me serví el vodka. Sin hielos, porque no tenía ni uno. Siempre me digo que me voy a comprar esos aparatos de plástico para verter agua e instalarlos en el congelador, pero nunca lo hago, ni la señora que me ayuda en el aseo lo hace, y vaya que se lo he pedido varias veces. “Doña Nati, no sea mala —le digo—, cómpreme esas plataformas, o como se llamen, y yo se las pago, usted sabe que sin hielos las bebidas no saben lo mismo”. Pero nada más se ríe doña Nati, que Natividad es su nombre, y se ríe para sí, porque no lo hace cuando la miro a los ojos. Y allí estoy bebiendo las cosas calientes, porque aunque los jugos que acompañan al vodka estén fríos las bebidas saben calientes si no tienen por lo menos un maldito hielo. Pero, claro, eso a doña Bitas, que así es su apellido, le viene importando un pepino.

      Me volví a sentar frente a la estudiante. Qué caso más raro. Jamás había sabido de algo parecido. Ni a quién llamarle. Tanto ella como yo vivimos solos, distanciados de los parientes. Y yo no conozco a nadie de su familia. Ni a ella. Apenas nos estábamos conociendo. Y Juana que no llamaba. ¿Me habrá tomado por loco? Sí, mi sombra me acosaba inoportunamente, me molestaba, a veces se me adelantaba dejándome atrás, me abandonaba y luego reaparecía; pero yo no tengo la culpa de eso. Dejó de hacerlo apenas hace dos días. Tal vez se cansó. No sé por qué los encargados de la psique no creen en lo que uno les cuenta. Todo para ellos son estigmas de la niñez, heridas que no se han borrado, espantos cincelados en el cuerpo.

      A la quinta copa puse en el modular un disco de Nick Cave para oírlo cuestionar a Dios. Luego llamé a doña Nati para preguntarle dónde había puesto la tesis que revisaba por esos días. Ya sabe que no me gusta que me cambie de sitio las cosas, pero siempre lo hace. Como si mi casa fuese la suya y quisiera arreglarla a su modo, pero no estaba. Su esposo se mostró apenado. Me dijo que le diría. Siempre uno dice que va a decir algunas cosas, pero luego uno las olvida. Empecé entonces a poner en orden mis papeles que yacían en el suelo. Eran bastantes. Debía de archivarlos o, de plano, tirarlos al cesto de la basura. Al servirme la sexta copa me percaté de que el vodka se había acabado. ¡Diablos! Y fui por una a la vinatería que está a unas diez calles de mi departamento. Ya anochecía y el viento empezaba a enfriar. Antes de llegar por la botella, llamó Juana. La sesión con el sacerdote, dijo, había sido, válgase la involuntaria profanación, infernal. “¿Y tu amiga la estatua?”, preguntó.

      ¡Y me acordé de ella! ¡Vaya si no soy bruto! ¿Cómo pude salir así dejándola sola? Me di la media vuelta para regresar a la casa… ¡pero justo estaba detrás de mí, mirándome con violencia! Y grité, grité como no había gritado nunca, creo. Hasta dejé caer el celular al suelo, sin querer. Me miró con violencia no sé cuánto tiempo y luego se fue silenciosamente, sin decir nada, ni una sola palabra, sin hacer ni un gesto, sólo se fue caminando en silencio. Con algo de frío, supongo, porque venía muy ligera de ropa.

      Levanté el teléfono. Luego de insertar de nuevo la batería marqué a la doctora Catlán, pero ya no me respondió. Fui a la casa con pasos apresurados.

      Empujé el portón, que carece de cerradura, subí los treinta y cuatro escalones, la puerta del departamento estaba abierta, fui directo a la cocina, abrí un vino blanco, que no me gusta, y me serví, con las manos temblando, en un vaso grande, que apuré de un sorbo inacabable.

      Juana Catlán estaba en mi casa una hora más tarde y yo, recostado en mi sillón, le contaba todo lo ocurrido.

      —Seguramente alguna vez tuviste un problema jugando a las estatuas de marfil —añadió, docta, segura de sí, empujando sus lentes con el dedo medio de la mano derecha—. A ver: volvamos atrás, volvamos a tu pasado, volvamos a la niñez, a los juegos, a los encantados y las escondidillas —recalcó.

      Le pedí que me sirviera un poco más de vino, por favor, cosa que hizo, con un lindo mohín.

      —¿Me puedo servir yo también? —me gritó desde la cocina.

      Yo sólo miraba los ojos violentos de la estudiante prendidos en los míos.

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Last modified: 18 junio, 2024
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