Autoría de 3:58 pm #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito

Los filipidenistas honrando a su héroe – Víctor Roura

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Los Juego Olímpicos de París comienzan el próximo viernes 26 de julio de 2024 para concluir el domingo 11 de agosto. La actividad multideportiva dio inicio en 1896 en Atenas realizándose puntualmente cada cuatro años: esta edición número 33 se llevará a cabo en Francia despejados, ya, los temores que causara el Covid en la celebración anterior, de 2020, efectuada en Japón.

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Dice el austriaco Ernst H. Gombrich que entre los años 550 y 500 antes de Cristo ocurrió en el mundo algo notable, que ni él mismo entiende cómo pudo llevarse a cabo; “pero eso es justamente lo interesante del caso: en las altas cordilleras de Asia que se alzan al norte de Mesopotamia había vivido desde hacía tiempo un fiero pueblo montañés. Su religión era hermosa: veneraban la luz y el Sol y pensaban que mantenían una lucha constante contra la tiniebla, es decir contra los oscuros poderes del mal”.
      Eran los persas, que habían estado sometidos durante siglos a los asirios y, luego, a los babilonios. “Cierto día no aguantaron más —dice Gombrich en su libro Breve historia del mundo—. Un importante soberano, valeroso e inteligente, llamado Ciro decidió no aceptar aquella dependencia de su pueblo. Así, pues, sus tropas de jinetes marcharon a la llanura de Babilonia. Los babilonios se rieron al contemplar desde sus gigantescas murallas aquel puñadito de guerreros que pretendía tomar su ciudad. Sin embargo, los persas, a las órdenes de Ciro, lo consiguieron con astucia y coraje”.

Ciro el Grande

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De esa manera los persas se pudieron liberar del yugo babilónico. “En aquel momento —precisa Gombrich (1909-2001)— regresaron también los judíos a Jerusalén [538 aC]. Pero Ciro no tenía suficiente con su gran reino y prosiguió su marcha hasta Egipto. Por el camino murió, pero su hijo Cambises conquistó también este país y destronó al faraón. Aquello fue el fin del imperio egipcio, que había perdurado durante casi tres mil años. De ese modo, el pequeño pueblo de los persas fue señor de casi todo el mundo entonces conocido. Pero sólo casi, pues todavía no se habían tragado a Grecia”.
      Eso sucedió tras la muerte de Cambises, en tiempos del soberano Darío, que había administrado “de tal modo todo el gigantesco imperio persa que alcanzaba ahora de Egipto a las fronteras de la India, que en cualesquiera de sus puntos sólo podía ocurrir lo que él quería”. Mandó construir carreteras para que sus órdenes pudieran ser transmitidas de inmediato a todas las partes de su imperio “e hizo vigilar también a sus más altos funcionarios, llamados sátrapas, por medio de unos detectives particulares conocidos como los ‘ojos y oídos del rey’. Pues bien, aquel Darío había extendido su imperio también hasta Asia menor, en cuyas costas se hallaban las ciudades jónicas griegas”.
      Pero los griegos, precisa Gombrich, “no estaban acostumbrados a pertenecer a un gran imperio ni a obedecer a un soberano que dictaba sus estrictas órdenes en Dios sabe qué lugar del interior de Asia. Los habitantes de las colonias griegas eran en su mayoría comerciantes ricos habituados a ordenar y organizar los asuntos de sus ciudades en común y de manera independiente. No querían ni ser gobernados ni pagar tributos al rey de Persia. Así, pues, se rebelaron y expulsaron a los funcionarios persas”.

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Los griegos de la metrópoli, “fundadores a su vez de esas colonias, sobre todo Atenas, las apoyaron y enviaron barcos en su ayuda. El gran rey de Persia, el rey de los reyes (éste era su título), no había conocido aún que un minúsculo pueblo osara oponérsele a él, el dueño del mundo”.
      No tardó en liquidar el asunto con las ciudades jónicas de Asia menor, “pero no le pareció suficiente, pues estaba especialmente furioso contra los atenienses, que se habían inmiscuido en sus asuntos, y armó una gran flota para destruir Atenas y conquistar Grecia. Pero aquella flota cayó en medio de una tormenta, fue lanzada contra los acantilados y naufragó. El enojo del rey fue, por supuesto, en aumento. Se cuenta que encargó a un esclavo que, en cada comida, le dijera tres veces en voz alta:

      “—Señor, acuérdate de los atenienses.

      “Tan grande era su furia”.

      Luego envió a su yerno hacia Atenas con una flota nueva y poderosa, que “conquistó además muchas islas que encontró en su camino y destruyó numerosas ciudades. Finalmente, echó anclas muy cerca de Atenas, junto a un lugar llamado Maratón. Allí desembarcó todo el gran ejército de los persas para marchar contra Atenas. Fueron, al parecer, cien mil hombres. En realidad su suerte estaba echada. Pero no del todo”.
      Los atenienses tenían un general llamado Milciades, “hombre valeroso y listo, que había vivido mucho tiempo entre los persas y conocía con exactitud su forma de combatir. Y todos los atenienses sabían qué se jugaban: su libertad, su vida y la de sus mujeres e hijos. Así, se colocaron en formación de combate en Maratón y atacaron a los persas, que no esperaban nada semejante. Y vencieron. Muchos de los persas cayeron muertos. Los supervivientes volvieron a embarcarse y escaparon remando”.

      En tales circunstancias, dice Gombrich, otra gente (“tras una victoria así sobre una superpotencia semejante”) se habría alegrado tanto que no hubiese pensado en nada más. No así Milciades, que no era sólo valiente sino también listo. “Se había dado cuenta de que los barcos persas no se habían marchado en realidad, sino habían puesto rumbo a Atenas, donde en ese momento no había soldados y que habría sido fácil de sorprender”.
      Dice Gombrich que, “por suerte, el viaje por mar era más largo que el camino por tierra desde Maratón. Había que rodear una larga legua (o alrededor de ocho leguas) de tierra que también podía atravesarse a pie. Eso fue lo que hizo Milciades: envió a un mensajero a quien se encargó correr tan deprisa como pudiera para advertir a los atenienses. Fue la famosa carrera de Maratón. El mensajero corrió de tal modo que sólo pudo cumplir su misión y cayó muerto”.

      Pero también Milciades “recorrió el mismo camino a marchas forzadas con todo su ejército. Y justo cuando todos se hallaban en el puerto de Atenas, apareció en el horizonte la flota persa. Los persas no habían contado con ello y no quisieron tener que vérselas de nuevo con aquel valeroso ejército. Pusieron, pues, rumbo a su país, y no sólo Atenas sino toda Grecia quedó a salvo. Aquello ocurrió en el año 490 antes de Cristo”.

Milciades

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Por supuesto, al enterarse de la derrota en Maratón, Darío se puso como fiera. No obstante, Gombrich nos recuerda que nada pudo hacer ya que, en ese momento, en Egipto “había estallado una sublevación contra la que tuvo que dirigir sus tropas”. Y, poco tiempo después, murió, encargándole a su sucesor, Jerjes, “la venganza fulminante sobre Grecia”.

      Vendría, una década más tarde, el también famoso episodio de Salamina, bajo las órdenes del general Temístocles, quien, al igual que su antecesor Milciades, obró con inteligencia y astucia, evacuando a los atenienses para que los persas, mirando la ciudad abandonada, creyeran que su triunfo estaba asegurado. Temístocles envió un mensaje a Jerjes, instándolo a que atacara Salamina esa misma noche si no quería que sus enemigos huyeran, anuncio al cual obedeció ciegamente, lo que le costó al ambicioso persa su derrota.
      Pero esto ya es otra historia.

La batalla de Salamina

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Quién se hubiera imaginado que aquella endemoniada carrera que se pegó el guerrero griego Filípides, cubriendo un total de cuarenta y dos mil ciento noventa y cinco metros, con el tiempo sería, concretamente a partir de 1896, un ejemplo deportivo a seguir. Maratonistas se les llama en los Juegos Olímpicos a los que hacen este recorrido, aunque quizás debió habérseles denominado, con mayor justicia para el héroe caído, filipidenistas.

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Last modified: 2 julio, 2024
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