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Hace poco más de mil años Sei Shonagon —nacida en Japón en el año 966 dC cuyo nombre real era, según se sugiere por consenso general, Kiyohara Nagiko— fungía como dama de la corte de la emperatriz Sadako, pero entre sus quehaceres básicos —de Shonagon— estaba la escritura, de donde resalta su ya clásico apunte que dice que le gustaba “mirar a los funcionarios cuando vienen a agradecer al emperador su nuevo nombramiento”.
Asimismo, en El libro de la almohada, donde hace anotaciones de las costumbres de los habitantes del imperio japonés —y del cual extraigo la observación anterior—, dice que es una “cosa espléndida” para un empleado subalterno del despacho privado del emperador “ser ascendido a chambelán”. Cuando se le “ve caminando entre jóvenes nobles, uno se pregunta de dónde pudo haber salido”. Esa gente, según Shonagon, “ha cambiado tanto como si hubiera vuelto a nacer”.
Tal cual hoy, mil años después.
Lo que demuestra que una decena de siglos, en cuestiones de servidumbre política, en realidad no es, no son, nada.
Por ejemplo, cuando Jorge G. Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores, luego ambicionador de la silla presidencial (iay, la codicia del poder!), colocó porque sí, porque eran amigos suyos, a algunos escritores, periodistas e intelectuales sin carrera diplomática en las agregadurías culturales de distintos países, la reacción de este puñado de hombres fue de un estruendoso júbilo. Quien los vio, funcionarios deslumbrados —y deslumbrantes, obviamente—, no me dejará mentir cómo se acercaron a la corte, conmovidos por su futura vida regalada, para agradecer al principado su inserción al presupuesto.
La gente se preguntaba de dónde pudieron haber salido estos personajes que venían a ubicarse cómodamente a la diestra del vigoroso funcionariato.
Ha de ser, ciertamente, como decía Shonagon, una cosa espléndida ser ascendido, de la nada, a poderoso agregado cultural. Sin ningún mérito, además. Porque escribir, y de los enviados al extranjero no todos en realidad lo sabían hacer bien (el saber escribir bien), no significaba necesariamente saber ejercer con dominio el cargo diplomático.
Gerardo Estrada, cuando era director de Difusión Cultural de la UNAM, fue el seleccionador de tan disparatado proyecto, que enriqueció a ciertos individuos de la cultura mexicana. Varios regresaron, con la cartera abultadita y la experiencia inolvidable de la estancia turística, sin haber dejado ninguna huella en su burocrática oficina. Eso sí: con la agenda de nombres de su interés. Las relaciones públicas, ya lo sabemos, crea los premios en el exterior, las “espontáneas” traducciones, los reconocimientos que llenan el currículum, no en balde de esta forma, ejerciendo la diplomacia en el mundo, el poeta Octavio Paz se hizo muy amigo de quien designaba el Nobel de Literatura en idioma castellano en la Academia Sueca.
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En el número 66 de la Revista Mexicana de Política Exterior, por ejemplo, Héctor Orestes Aguilar apuntaba que “la carencia de una sede central para el trabajo de difusión de México hace necesario el trabajo en redes. De tal suerte, en Hungría [donde estaba exquisitamente alojado el autor] se ha podido colaborar con instituciones como la Universidad de Pécs, que ha servido como un núcleo multiplicador de actividades culturales y educativas”.
Poner el nombre de México en la boca de los húngaros, sin recursos económicos.
Bonita cosa.
Pero Orestes Aguilar tenía que decir, sincero al fin que es, cuál era el factor valioso de su estadía en la vieja Europa: “No hay nada más apasionante que despertar cada día con el reto de aprender una palabra nueva, de asimilar una inflexión desconocida, de descifrar una sola línea en un papel estrujado sobre la acera”.
Así es: lo esencial en una agregaduría era, es, la vivencia propia, atesorare lo que se puede aprender en las otras tierras, la provechosa enseñanza de las lecciones extraterritoriales. “Para alguíen que ha decidido hacer de la difusión de su propia cultura una tarea vital —agrega Orestes Aguilar—, no hay nada más satisfactorio que aprender a decir con naturalidad, en una lengua impenetrable y desconocida: Me llamo así, y soy de México”.
Y si es, ipor Dios!, una lengua impenetrable donde se habita, ¿para qué diablos estar precisamente ahí?
El pintor Felipe Ehrenberg también reportaba sus actividades en la revista oficial del servicio exterior. Su texto es una muestra de habilidades demagógicas para subrayar que, pese a no contar con el apoyo suficiente de sus superiores (“la escasez de fondos públicos para el fomento de la cultura en el extranjero no es privativa de México pero debe ser encarada con imaginación”, puntualizó), finalmente es una cosa espléndida radicar, con el presupuesto del erario, en Sudamérica: “Todo parte de un sueño que se está cumpliendo —dijo un entusiasmado Ehrenberg nomás para que los políticos se percataran de su exaltación diplomática—, vivir en Brasil para cerrar filas y crear puentes o, para decirlo de otro modo, renovar ciertas ilusiones ligadas a la vocación latinoamericanista que desarrollé desde muy joven”.
Aquí es donde se debe hacer notar que, ni duda cabe, pocos son los virtuosos que pueden realizar sus sueños intelectualistas. “Con el paso de los años Brasil siguió tejiéndose en mi vida hasta que Vicente Fox Quesada llegó, por voluntad ciudadana, a la Presidencia de la República —dice Ehrenberg, con dedicatoria incluida [ieh, señor presidente, aquí estoy!]—, y nuestro [ex] canciller Jorge G. Castañeda, retomando la noble tradición de signar a intelectuales para representar al país allende nuestras fronteras [y es noble, por supuesto, porque Ehrenberg estuvo entre los elegidos; fuese innoble, probablemente, si no hubiera sido seleccionado], me incluyó entre los nuevos agregados culturales; así, me convertí en uno de los contados artistas plásticos que viajaríamos para apoyar a los diplomáticos de carrera en el extranjero. Debo decir que sobre aviso no hay engaño: en una carta que en enero de 2001 dirigí a Cecilia Soto, recién designada embajadora, escribí que no sería un agregado sino dos quienes la acompañarían, pues conmigo iría con entusiasmo mi esposa, la periodista Lourdes Hernández Fuentes, tanto o más brasilófila que yo”.
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Y, tal como Orestes Aguilar, también Ehrenberg, sincero al fin y al cabo que era —falleció a los 73 años de edad el 15 de mayo de 2017, a diferencia de Orestes Aguilar, sexagenario apenas el año pasado—, reconocía, y lo escribió, que el arduo trabajo suyo sólo iba en provecho, ejem, suyo: “He encontrado el tiempo para practicar el dibujo (expuse una selección en un museo, publiqué otras dos en sendas revistas importantes de México y Estados Unidos, e ilustré el bello libro de la poeta Margarita Martínez). Además, me fue posible erigir la instalación más grande que jamás haya yo construido, la Magna ofrenda de muertos en Porto Alegre [¿pero cómo demonios no iba a poder exponer el señor funcionario cultural en el país anfitrión?]. Y por si esto fuera poco, también me pude embarcar en una experiencia largamente acariciada: volver a la pintura luego de más de una década alejado de ella. Confío en que no pasará mucho tiempo antes de que exhiba los primeros resultados”.
Felipe Ehrenberg terminaba su artículo diciendo que, en fin, seguía soñando su sueño. Por su parte, Gerardo Ochoa Sandy, asentado en la República Checa, justificaba su presencia de este modesto modo: “La nueva política cultural en el exterior señalada por el canciller no sustituye una antigua idea de México por otra nueva, sino que enfatiza la relevancia de la cultura y las artes del periodo contemporáneo en el largo proceso cultural del país. La expresión el Nuevo México, así, no es una idealización del proceso democrático, como algunos podrían sugerir. Es algo más sencillo: la difusión de la producción cultural artística de las últimas décadas que ha sido desatendida; y algo más complejo: la difusión de la percepción que nuestros intelectuales y artistas poseen sobre el México contemporáneo”.
Cosa espléndida ésta de representar al Nuevo México.
Ajá.
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Esto de la política, como bien le dijera Jesús Ramírez Cuevas a Sanjuana Martínez, requiere de cierto comportamiento —o entendimiento, pasando por encima de la congruencia vivencial— investido, en efecto, de diplomacia: la política es la política, de ahí hombres como Carlos Payán, fallecido en 2023 a los 94 años de edad, se revelaran aptos para la política pues lo mismo exaltó a Salinas de Gortari que a López Obrador llevándose, de ambos, no sólo su amistad sino, principalmente, dinero a su personal cuenta bancaria.
Cosa espléndida no sólo el mimo político, o la simulación practicada en ella, sino, por supuesto, el ascenso que conlleva, o subyace en, este mismo comportamiento correctamente político, desplegado a sus anchas incluso por gente supuestamente de coherencia política: a mí me sorprende, por ejemplo, este desmesurado elogio a Carlos Monsiváis, fallecido en 2010 a los 72 años de edad, en los medios públicos cuando, si viviera, no dudo de que, de no habérsele dado dinero, estaría en las filas opositoras de la mano de su amigo Aguilar Camín, aunque Monsiváis vaya si no sabía que la política es la política pues lo mismo recibió cantidades ingentes de dinero tanto del PRI como del PAN: su discurso escritural se ajustaba con digna prosopopeya tanto a Dios como al Diablo; con ninguno de los dos quedaba mal parado, pues.
Y así se maneja el ámbito cultural, por eso hay tanta inquina en su estructura interna, acostumbrados como estaban, los creadores, a la fingida mordacidad o a la ilusoria ingenuidad autopromovida.
Cosa espléndida, cómo no, el ascenso político.
AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “OFICIO BONITO”, LA COLUMNA DE VÍCTOR ROURA PARA LALUPA.MX
https://lalupa.mx/category/las-plumas-de-la-lupa/victor-roura-oficio-bonito
Siempre puntual Víctor Roura.
El que vive fuera del presupuesto cultural vive sin ortografía.
Gracias.