*Foto tomada del Facebook del grupo de son huasteco Xochicanela.
En el vasto y complejo entramado de la cultura, el feminismo comunitario ha emergido como una corriente que desafía las concepciones tradicionales sobre género, poder y política. Este enfoque, enraizado en los saberes y memorias de las comunidades, propone una mirada renovada sobre cómo concebimos y desarrollamos políticas y proyectos culturales. A partir de las reflexiones de Julieta Paredes C. y Adriana Guzmán A., feministas aymaras y fundadoras de este movimiento, en su libro El tejido de la rebeldía ¿Qué es el feminismo comunitario? (Comunidad Mujeres Creando Comunidad, 2014) es posible esbozar una propuesta hacia una política cultural que no sólo incluya a los cuerpos de distintos géneros, sino que los coloque en el centro de la acción transformadora.
Cuerpos como territorios de saberes
El feminismo comunitario, tal como lo plantea Paredes, nos invita a reconsiderar los cuerpos como territorios vivos donde se tejen saberes, memorias y resistencias. En este sentido, una política cultural que parta de los cuerpos de los distintos géneros debe comenzar por reconocer que cada cuerpo es un espacio cargado de significados y experiencias. No se trata sólo de pensar en los cuerpos como objetos de intervención cultural, sino de entender que esos cuerpos, con sus sentires y deseos, son fuentes inagotables de conocimiento y creatividad.
Al construir una política cultural desde esta perspectiva, es fundamental considerar las representaciones sociales que se tienen de los cuerpos de acuerdo con su género, así como las representaciones que las personas tienen de sí mismas. Este doble enfoque permite no sólo visibilizar las dinámicas de poder que operan en torno a los cuerpos, sino también abrir espacios para que las propias personas se reapropien de sus narrativas y expresen sus deseos de vivir una buena vida.
Los espacios de los cuerpos
En las sociedades contemporáneas, los cuerpos de los distintos géneros ocupan espacios que están marcados por profundas desigualdades. Estos espacios, tanto físicos como simbólicos, son producto de estructuras de poder que asignan roles y expectativas específicas a cada género. En este contexto, una política o un proyecto cultural que aspire a ser transformador debe incorporar una reflexión crítica sobre los espacios que ocupan los cuerpos en la sociedad.
Incorporar esta conciencia espacial implica, por ejemplo, reconocer cómo las mujeres, personas no binarias y otros grupos de géneros marginalizados son frecuentemente excluidos de ciertos espacios culturales. Pero también implica cuestionar y reconfigurar estos espacios para que sean accesibles y seguros para todas las personas. Una política cultural comprometida con esta idea podría promover la creación de espacios culturales donde se fomente la participación activa de cuerpos de todos los géneros, reconociendo y celebrando sus diferencias.
Los tiempos de los cuerpos
La temporalidad es otro aspecto crucial en la vida de los cuerpos, especialmente en lo que respecta a cómo se distribuyen y valoran los tiempos según el género. Las mujeres, por ejemplo, suelen estar sujetas a una doble jornada laboral, dividiendo su tiempo entre el trabajo remunerado y el trabajo doméstico no remunerado. Este patrón tiene un impacto directo en su participación cultural y política.
Una política cultural sensible a los tiempos de los cuerpos debe considerar cómo las exigencias temporales varían entre los géneros. Debe, además, ofrecer alternativas que permitan a todas las personas participar en la vida cultural de manera equitativa. Esto podría traducirse en la implementación de horarios flexibles para actividades culturales, la provisión de servicios de cuidado infantil durante eventos, o la creación de espacios culturales que reconozcan y valoren el trabajo doméstico como parte integral de la cultura.
Hacia una organización activa y colectiva
El feminismo comunitario enfatiza la importancia de la organización colectiva como una herramienta para la transformación social. En este sentido, una política o proyecto cultural debe promover la organización activa de los cuerpos que encarnan los distintos géneros. Esto no sólo implica ofrecer plataformas para la participación, sino también facilitar la creación de redes de apoyo y solidaridad que fortalezcan la capacidad de las personas para incidir en su entorno cultural.
Una política cultural que fomente la organización colectiva podría, por ejemplo, apoyar la creación de colectivos culturales liderados por mujeres, personas no binarias y otros grupos de géneros marginalizados. También podría promover el intercambio de saberes entre estos colectivos y otras iniciativas culturales, fomentando la construcción de redes interregionales e intergeneracionales que fortalezcan la diversidad cultural y la equidad de género.
Saberes y memorias: El corazón de la política cultural
De acuerdo con esta propuesta, los saberes y memorias de los cuerpos son la base sobre la cual se puede construir una política cultural con sentido. Estos saberes, que incluyen tanto el conocimiento ancestral como las experiencias cotidianas, ofrecen una riqueza invaluable para el diseño de políticas y proyectos culturales que respondan a la especificidad de cada contexto.
Incorporar estos saberes en la política cultural significa reconocer y valorar las múltiples formas de conocimiento que existen en una comunidad. Implica, además, desarrollar metodologías participativas que permitan a las personas compartir sus experiencias y contribuir activamente a la construcción de la política cultural. Esto podría incluir, por ejemplo, la realización de talleres comunitarios donde se recopilen y sistematicen los saberes locales, o la creación de archivos comunitarios que preserven y difundan la memoria colectiva.
Hacia una cultura inclusiva y transformadora
En última instancia, el desafío de construir una política cultural desde los cuerpos y los saberes comunitarios radica en la capacidad de transformar las estructuras de poder que perpetúan las desigualdades de género. Esto requiere un compromiso profundo con la justicia social y la equidad de género, así como una disposición a cuestionar y reconfigurar las normas culturales que limitan la participación de ciertos cuerpos en la vida cultural.
Una política cultural verdaderamente transformadora no sólo debe incluir a los cuerpos de distintos géneros, sino también empoderarlos para que sean protagonistas activos en la creación y difusión de la cultura. Esto implica reconocer y valorar sus saberes, abrir espacios para su participación, y desarrollar iniciativas que respondan a sus necesidades y deseos.
El feminismo comunitario nos ofrece un marco valioso para avanzar en esta dirección, proponiendo una política cultural que sea inclusiva, participativa y profundamente enraizada en los saberes y memorias de nuestras comunidades. Al adoptar este enfoque, es posible construir una cultura que no sólo refleje la diversidad de la sociedad, sino que también contribuya a la construcción de un mundo más justo y equitativo para todas las personas, independientemente de su género.
En suma, el feminismo comunitario, enfoque propuesto por Julieta Paredes C. y Adriana Guzmán A., allende sus polémicas extratextuales y de sesgo metapolítico, ofrece una vía para reimaginar la política cultural desde los cuerpos, los saberes y las memorias de nuestras comunidades. Al centrar la reflexión en estos elementos, es posible y necesario construir proyectos culturales inclusivos y capaces de promover la justicia social y la equidad de género. Este enfoque, al ser aplicado en políticas culturales, tiene el potencial de transformar profundamente las dinámicas culturales, creando un entorno donde todos los cuerpos, en su diversidad, sean reconocidos, valorados y empoderados para participar activamente en la vida cultural.