Autoría de 4:13 pm #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito

Otra tragicomedia periodística en tres actos – Víctor Roura

1.               La cultura es todo

Cuando en las universidades el estudiante pregunta al periodista cuál es su concepción de cultura, el mundo se le viene abajo. Aunque hay algunos que, seguros de sí, responden con autoridad:

      —La cultura es todo —dicen, y esperan impacientes otra interrogante.

      Nadie, en casos así, es capaz de refutarlo.

      Y hay periodistas que se lo creen. Que se creen aquello de que ellos ciertamente se lo saben todo.

      Un día llegó a la redacción un joven.

      —Soy escritor y vengo para ver si usted requiere de algún trabajito literario —dijo.

      Le pregunté si traía un texto. Dijo que no, pero que podía hacer lo que yo quisiera (periodísticamente, claro). Le pregunté cuál era su especialidad. Si reseña de libros, de teatro o de cine o televisión o radio o danza. En fin.

      —Puedo escribir de todo, ya le dije —aseguró con una sonrisa de funcionario reciente.

      Le pedí, entonces, una consideración sobre el vanguardismo de las especies radiofónicas piratas surgidas en los años setenta en Iztapalapa y sus consecuencias visibles en Radio Educación.

      El camarada no volvió a poner el pie en la redacción.

2.                 No trabajo bajo órdenes de nadie

En 1987, cuando yo trabajaba en el periódico cultural Las Horas Extras, se asomó un joven. Quería hablar conmigo. Le urgía hablar conmigo. Cuando estuvimos en la oficina me dijo que le gustaba la publicación y que quería incorporarse a ella.

      Asentí.

      Le pedí cualquier texto, pero me detuvo en seco.

      —No, señor Roura —dijo—, usted no me ha entendido. Quiero incorporarme a su empresa con un alto puesto.

      Lo miré de arriba abajo.

      Dije no comprender.

      Extendió, en ese preciso momento, una carta que contenía unas siete cuartillas. Le dije que me la dejara, que la leería más tarde y que mañana la discutiríamos. Estábamos a la hora del cierre. No me iba a poner a leer misivas. Pero de nuevo me volvió a parar en seco:

      —¡Léala ahora! —ordenó, imperativo.

      Le dije que se calmara.

      —… Por favor —agregó, ya en otro tono.

      La leí. Me pedía, dándole vueltas al tema, ocupar la subdirección, que no podía hacer otra cosa simplemente porque su capacidad periodística le exigía esa categoría. No me pedía la dirección acaso porque la ocupaba yo.

      Confieso que me dejó abrumado.

      Además, la dichosa carta estaba pésimamente redactada.

      “Dios mío, no me comprometas”, pensé.

      El joven me miraba como el Papa mira a sus fieles.

      Sin embargo, le dije que no necesitaba subdirectores. Que ya tenía uno. Que, por cierto, él no lo había leído nunca, que ignoraba su quehacer literario. Me contestó, alterado, que no era necesario mostrarme su currículum, que él no podía trabajar bajo las órdenes de nadie, por eso requería ese puesto. Me levanté. Le dije que regresara a fin de año.

      —A ver si ya aumentamos el presupuesto para poderte pagarte —dije, y salí de la oficina.

      El joven nunca más volvió.

      No sé, quizá ahora sea el subdirector de El Universal o de El Sol.

      No sé.

3. Papeleos

Como director, en 1988, del área editorial de la ENEP Iztacala, autorizo la salida de varios cientos de kilos de papel bond para la realización de un libro de historietas. El responsable del acabado editorial hace sus cálculos y ha puesto sus exigencias al pie de la letra. El libro estará listo en dos semanas. No debo de preocuparme. Que se lo deje en sus manos.

      Sí, efectivamente, el libro sale de sus imprentas el día calculado. No está mal. Llamo al autor para darle la noticia. Nos reunimos en la imprenta donde se produjo el volumen. Hay gozo por su obra. El impresor dice que sobró bastante papel. Qué hace. Le digo que voy a consultarlo con la rectora de la ENEP.

      Se lo digo. Me dice que ya es papel dado, autorizado, olvidado. Que haga lo que yo considere apropiado. Digo que lo voy a guardar para una futura edición.

      Lo aprueba, pero…

      Pero renuncio a los cuatro meses por la insoportable burocracia universitaria.

      La UNAM tiene adeudos conmigo, pero me cambia, con una mano en la cintura, las condiciones laborales: papeles que jamás se tramitaron por la, otra vez, insoportable burocracia. He sido, por una vez en la vida, funcionario universitario durante cuatro meses.

      Y me dicen de la dirección que ya no va a salir ni un peso para mí, pero que me lo cobre del papel aquél que sobró de la edición aquella de la historieta.

      No puede ser.

      Me dejo de lamentos y me retiro para siempre del plantel de Iztacala.

      La imprenta que hizo el libro del dibujante dice, luego, que quiere editarme un libro. Que ya tiene el papel bond, de primera (el que sobrara de la ENEP) para hacer unos cuantos ejemplares. Que lo haga, ya, pronto. Lo escribo. Y sale Diaria escritura, pero con papel de ínfima calidad. Los diarios tenían mejor papel. Mi libro se despedaza solito. El papel es de quinta. Le pregunto al editor de aquella imprenta qué hizo con el papel aquél.

      —Lo utilicé en una urgencia, lo siento —dice, callándome, y dándome la espalda para atender otras cosas más vitales para su empresa.

      Hojeo el libro. Su calidad es ínfima. Y ni hablar de regalías.

      —Esas minucias en mi editorial no existen —dice el dueño de aquella empresa.

      ¿Y quién diablos va a comprar el libro si, nomás al tomarlo, se cae de las manos por su imperfecta estructura?

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Last modified: 7 octubre, 2024
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