Autoría de 12:38 pm #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito • One Comment

Buddy y Sook – Víctor Roura

A quince años del fallecimiento de Truman Capote, la editorial española Anagrama reunió en 1999, por vez primera, “tres memorables incursiones del escritor estadounidense en el territorio de la memoria, del pasado y de la infancia” en el breve libro Tres cuentos, de un poco más de cien páginas, que congrega “Un recuerdo navideño”, quizás el relato más conocido del autor nacido en Nueva Orleans cuyo centenario natal conmemoramos en este 2024 (y a cuatro décadas de su fallecimiento ocurrido en Los Angeles el 25 de agosto de 1984), aparte de “Una Navidad” y “El invitado del día de Acción de Gracias”.

      Las tres narraciones giran alrededor de reuniones familiares en celebraciones festivas. Los personajes, por lo tanto, son los mismos con tenues variantes. La mano maestra de Capote, a pesar de algunas necesarias reiteraciones, las convierte en estructuras independientes sólidas, distantes una de la otra.

      “Un recuerdo navideño”, que ha sido llevado al cine, tal vez sea el relato más conmovedor. Es la historia de Buddy, el propio Capote, a la edad de los siete años y su querida amiga, de setenta y tantos, ambos primos muy lejanos, a la que no menciona por su nombre pero en los otros cuentos llama Sook Faulk (“una mujer ligeramente tullida”, dice en “Una Navidad”). Pero Buddy también es, a la vez, un antiguo amigo, ya muerto, de Sook, la única persona que recuerda la anciana en la vida ya que, por su enfermedad, no sale jamás de la casa. Ella es “una mujer de trasquilado pelo blanco, lleva zapatillas de tenis y un amorfo jersey gris sobre un vestido veraniego de calicó. Es pequeña y vivaz, como una gallina bantam; pero, debido a una prolongada enfermedad juvenil, tiene los hombros horriblemente encorvados. Su rostro es notable, algo parecido al de Lincoln, igual de escarpado, y teñido por el sol y el viento; pero también es delicado, de huesos finos, y con unos ojos de color jerez y expresión tímida”.

      Los dos han vivido juntos desde siempre, rodeados de otros parientes que, “aunque tienen poder sobre nosotros, y nos hacen llorar frecuentemente, apenas tenemos en cuenta su existencia. Cada uno de nosotros es el mejor amigo del otro”.

      Se dedican, cada fin de año, a hacer tartas para repartirlas a las personas que más quieren o admiran. La fabricación de esos pastelillos representa su máxima felicidad. “Al día siguiente empieza el trabajo que más me gusta —cuenta Buddy—: ir de compras. Cerezas y sidras, jengibre y vainilla y piña hawaiana en lata, pacanas y pasas y nueces y whisky y, oh, montones de harina, mantequilla, muchísimos huevos, especias, esencias: ¡pero si nos hará falta un pony para tirar del carricoche hasta casa!”

      Sin embargo, antes de la divertida compra de los materiales, está la cuestión del dinero. “Ninguno de los dos tiene ni cinco —dice Buddy—. Solamente las cicateras cantidades que los otros habitantes de la casa nos proporcionan muy de vez en cuando (ellos creen que una moneda de diez centavos es una fortuna) y lo que nos ganamos por medio de actividades diversas: organizar tómbolas de cosas viejas, vender baldes de zarzamoras que nosotros mismos recogemos, tarros de mermelada casera y de jalea de manzana y de melocotón en conserva, o recoger flores para funerales y bodas”. En un verano pasado, Buddy y Sook fueron contratados, por algunos de sus parientes, para matar moscas, “a un centavo por cada veinticinco moscas muertas”.

      La escena de la repartición del whisky entre ambos es célebre. Ya que les ha sobrado un poco, y la cocina está vacía, y se han quedado sin un quinto, Sook se empeña en celebrar la situación. “A Queenie [la perra fiel, su acompañante hasta el día de su muerte, ocurrida por una horrible coz de caballo de Jim Macy] le echamos una cucharada en su café (le encanta el café aromatizado con achicoria, y bien cargado). Dividimos el resto en un par de vasos de gelatina. Los dos estamos bastante atemorizados ante la perspectiva de tomar whisky solo; su sabor provoca en los dos expresiones beodas y amargos estremecimientos. Pero al poco rato empezamos a cantar simultáneamente una canción distinta cada uno. Yo no me sé la letra de la mía: Ven, ven, ven a bailar cimbreando esta noche. Pero puedo bailar: eso es lo que quiero ser, bailarín de claqué en películas musicales. La sombra de mis pasos de baile anda de jarana por las paredes; nuestras voces hacen tintinear la porcelana; reímos como tontos: se diría que unas manos invisibles están haciéndonos cosquillas. Queenie se pone a rodar, patalea en el aire, y algo parecido a una sonrisa tensa sus labios negros. Me siento ardiente y chisporroteante por dentro, como los troncos que se desmenuzan en el hogar, despreocupado como el viento en la chimenea. Mi amiga baila un vals alrededor de la estufa, sujeto el dobladillo de su pobre falda de calicó con la punta de los dedos, igual que si fuera un vestido de noche: Muéstrame el camino de vuelta a casa, está cantando, mientras rechinan en el piso sus zapatillas de tenis. Muéstrame el camino de vuelta a casa”.

      Pero en tamaña borrachera son sorprendidos por dos inesperados parientes, que interrumpen la fiesta con “miradas tensoras” y “lenguas severas”. Regañan hasta el hartazgo a la pobre Sook, quien llora toda la noche “contra una almohada que ya está tan húmeda como el pañuelo de una viuda”.

      “No llores”, le suplica Buddy, jugando con los dedos de sus pies, haciéndole cosquillas, “eres demasiado vieja para llorar”. En cada Navidad, los dos amigos esperan impacientes los regalos que cada uno ha preparado con esmero para el otro. A Buddy le gustaría “comprarle una navaja con incrustaciones de perlas en el mango y medio kilo entero de cerezas recubiertas de chocolate”, pero sólo puede hacerle con sus manos una cometa. A Sook le gustaría comprarle una bicicleta, pero en lugar de eso le está haciendo, también, una cometa. Y son los regalos más bellos y preciados que ambos pueden dar y recibir.

      A Buddy, empero, lo separan de su querida Sook. Porque su lugar está en un colegio militar, y ya nunca más vuelve a ver a su vieja amiga, que no deja de escribirle cartas pero en ellas tiende a confundirlo, cada vez más, con su otro amigo, “el Buddy que murió en los años ochenta del siglo pasado [el XIX]; poco a poco, los días trece van dejando de ser los únicos días en que no se levanta de la cama; llega una mañana de noviembre, una mañana sin hojas ni pájaros que anuncia el invierno, y esa mañana ya no tiene fuerzas para darse ánimos exclamando: ¡Vaya por Dios, ha llegado la temporada de las tartas de frutas!”

      Siempre que leo este cuento, ¡diablos!, se me hace un nudo en la garganta… aunque me lo sepa de memoria.

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Last modified: 14 octubre, 2024
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