1
Cuando Woody Allen desciende por el elevador hacia el infierno, en su película Los enredos de Harry (1997), al llegar al séptimo nivel hacia abajo se anuncia que a dicho departamento sólo pueden acceder los periodistas… pero en ese momento el cupo estaba lleno.
No extrañaba, pues, el comportamiento ambiguo de la prensa que hasta el propio Woody Allen lo comprendía bastante bien.
La creencia aquella de que, estando azarosamente congregadas varias personas en un sitio indeterminado, la del reportero sería sin duda la visión más confiable, ha pasado a un segundo plano. Ahora, incluso, al periodista se lo mira con resquemor, suspicacia, incredulidad. Más ahora que pululan, los periodistas, en las redes sociales en un sin fin de canales, más que informativos, de opinión.
Las prácticas, en definitiva, han cambiado. Si antes se estudiaban las ciencias de la comunicación por un afán ideológico, la carrera ahora es buscada, al parecer, por una grata aspiración monetaria. Si la remuneración de un Pedro Ferriz de Con se elevaba al millón de pesos mensuales o los reporteros de José Ramón Fernández (¡incluyendo a la rumorosa Martha Figueroa, que de periodista tiene lo que Luis Pazos de político!) se acercaban o rebasaban el cuarto de millón, no había, o no hay aún, nada como afiliarse, entonces, a las líneas tentadoras del cuarto poder.
Los tiempos, sí, ya son otros.
2
Si bien todavía la prensa escrita, a diferencia de la electrónica, mantiene lazos modestos y más aproximados con las verdades ciertas, también tenemos que reconocer que imperan, más disimuladamente todavía, los doblecaras que cobran más afuera de sus empresas periodísticas por el solo hecho de representarlas. Me ha tocado saber de casos que, en mi ingenuidad, creía honestos sin saber que mantenían, y mantienen, un estrecho contacto con sectores del poder público. Y esta situación no fue diferida en los tiempos del obradorismo: sólo fue el turno para otros nombres, otras componendas, otras ideas.
Raymundo Riva Palacio, en su columna “Estrictamente personal” del lunes 22 de junio de 1998, daba cuenta de algunos horrores: “unomásuno es un periódico del cual su fundador y director Manuel Becerra Acosta [1932-2000] fue despojado en 1989 por medio de una operación política ordenada desde la Presidencia de Carlos Salinas y aplicada por el entonces secretario de Gobernación, Fernando Gutiérrez Barrios, donde se utilizó la cobertura de empresarios afines al entonces mandatario”.
Tras una serie de irregularidades administrativas que habrían permitido decretarle una “quiebra técnica”, se empezó “a hostigar con policías a Becerra Acosta y se le hizo ver que el gobierno salinista estaba dispuesto a encarcelarlo”. Tras el sometimiento, se le entregó un millón de dólares a Becerra Acosta y se le ordenó abandonar el país en una semana. El ex director de unomásuno se exilió en España, y el diario, luego de una operación atrabiliaria de empresarios sin visión periodística, fue entregado a Luis Gutiérrez (que en su momento fuera el primer secretario del naciente sindicato de unomásuno), quien lo dirigió por nueve años: “La tenencia real de unomásuno fue siempre cuestionada hacia el interior de los aparatos de comunicación del salinismo —apuntó Riva Palacio—, pero nunca dejaron de intentar emplearlo como golpeador (varias plumas en la nómina priista habían anidado en sus páginas) en los tiempos donde la lucha cuerpo a cuerpo era la preferida por la Presidencia. Al ir agonizando el sexenio salinista, se fue abandonando el diario”.
Luis Gutiérrez, al mediar junio de aquel 1998, vendió el periódico, como si en realidad las instalaciones y quienes laboraban en ellas fuesen suyos, a Manuel Alonso (director de Comunicación Social de la Presidenta durante el mandato de Miguel de la Madrid Hurtado). Luis Gutiérrez, bajita la mano, se había convertido —en un lapso soñado— en un hombre millonario que ya no necesitaba de la prensa, ni de ningún otro oficio, para vivir el resto de sus días.
3
Los tiempos de la exigencia periodística ya son otros.
Hay que recordar que, hace varias décadas, el director del New York Times personalmente hacía las pruebas de contrataciones de su nuevo personal. Hacía pasar al solicitante a su oficina, platicaban ambos amenamente un rato, el director lo invitaba a asomarse a su enorme ventanal que daba a una gran avenida y viendo pasar la vida continuaban enfrascados en su charla. Después de unos minutos, el director tomaba asiento e invitaba al posible reportero a acomodarse en el sillón. Ahí daba comienzo el examen.
—¿Cuánta gente acompañada de su mascota pasó por la calle mientras platicábamos? —preguntaba el director.
Unos respondían, otros guardaban silencio.
—¿Cuántas personas con sombrilla atravesaron la calle?
Los que estaban atentos al mundo eran los periodistas, y a esos contrataba sin distracción el director del diario. Luego venían los exámenes de redacción y de conocimiento general.
Hoy, estas cosas parecen no tener ninguna importancia.
La leyenda que rezaba que el periodista debería tener mejores ojos que el ciudadano común es ya una extemporaneidad.
4
Cuando yo daba clases de periodismo en la ENEP Acatlán (después FES Acatlán), me ponía de acuerdo con algún amigo para que, a una hora determinada, interrumpiera abruptamente en el salón de clases para proseguir con un diálogo previamente preparado —pero sorpresivo para el estudiantado.
Se trataba de una confusión.
El amigo buscaba un salón porque daría un discurso, pero no lo hallaba. Tardaba no más de diez minutos en el aula y se retiraba con propiedad. Los estudiantes, por supuesto, estaban aturdidos con semejante anécdota. Y ahí aprovechaba yo para comprobar sus respectivas visiones y retenciones, agudezas y extravíos, invenciones y certezas.
—Hagan una nota informativa del suceso que acaban de presenciar.
A qué hora interrumpió el señor la clase, cómo se llamaba, cómo iba vestido, cuál era el tema del discurso que ofrecería, en qué número de salón lo estaban esperando, qué dijo cuando se retiró, cuánto tiempo estuvo en el aula.
El resultado era de lo más divertido: ninguno de los estudiantes concordaba con nada, cada quien tenía su propia versión de los hechos, cada quien incluso aumentaba o disminuía el diálogo producido, vestía de manera diferente al protagonista y unos de plano decían no recordar absolutamente nada porque les había parecido banal la abrupta aparición del extraviado profesor.
Asimismo, invitaba al salón y a personalidades de la prensa para que los alumnos no tuvieran que ir a buscarlas en las redacciones, a veces inútilmente. Ya ahí, la sesión de preguntas y respuestas servía para evaluar las características de una entrevista. Había, obviamente, quienes nunca preguntaban nada, y los que, sin criterio definido, preguntaban cosas sin fundamento. Y a eso teníamos que abocarnos. A precisar las interrogantes, a pulir los criterios, a desfrivolizar el género periodístico.
Mi retirada de la docencia universitaria, empero, no fue gratuita.
Una mañana invité a don Jorge Rodríguez, entonces jefe de redacción de El Financiero, para que nos diera una charla sobre su papel en el periódico, y del casi medio centenar de alumnos que tenía sólo había asistido menos de una decena. La mayoría prefirió ir a ver una película que proyectaban ese día en el plantel.
—Es más cómodo para muchos que irla a ver a un cine —me explicó una estudiante.
Ya nunca más regresé al salón.
Yo tampoco me permitía perder el tiempo de manera tan ligera.
5
En ese entonces, primeros años de los noventa, ya la muchachada seleccionaba para su futuro periodístico la carrera de comunicador en la radio o en la televisión.
—Ganar buen dinero es la meta del estudiantado —me dijo una hermosa alumna—, y si la prensa en la práctica no es lo que dicen que es en la teoría, nos ajustaremos a las reglas de la práctica.
La prensa.
Por algo, nadie podía bajarse a ese séptimo nivel de los infiernos de Woody Allen, perteneciente únicamente a los periodistas:
Porque estaba completamente saturado.
AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “OFICIO BONITO”, LA COLUMNA DE VÍCTOR ROURA PARA LALUPA.MX
https://lalupa.mx/category/las-plumas-de-la-lupa/victor-roura-oficio-bonito
Y hay otras historias más oscuras y venales de los periodistas mexicanos que se dicen impolutos. Los que se sirven de periodismo y son mensajeros de funcionarios o de políticos.