El cursi, cuando ya se va sintiendo perdido entre sus excesos, lo único que lo devuelve a su realidad es que se le quiten todos los ecos que abofetea con sus palabras.
María Moliner nos dice con un sesgo de exactitud en su Diccionario de Uso del Español, en referencia al término de cursi, lo siguiente: “(aplicado a personas, a sus actos o dichos, y a cosas). Se dice de lo que, pretendiendo ser elegante, refinado o exquisito, resulta afectado, remilgado o ridículo. <Relamido>. Excesivamente pulido.
Ahora bajo esa referencia y ante esta nueva época, diré que un cursi o de aquella persona que padece ese síntoma (mujer u hombre), es ante todo quien cree que sus palabras se allegan para doblegarse en la siguiente esquina y con un vapor mágico ver como caerá su víctima entre ese vaho de pestilencia que trae entre sus entrañas, ese mal sabor con que transita el cursi. Nadie está a su altura —así lo cree la persona cursi — porque piensa que entre cada una de sus palabras hay sabiduría, pero sólo son caramelos que se pegan entre los dedos y cuesta trabajo quitarse de encima su catedral romántica; además va en velero y siente que caerán en su embrujo pestilente, porque nadie entiende ni una jota su carga de sentimiento enmielado. El cursi intenta siempre vivir entre la evasión de una realidad, por eso usa ropa brillante, de colores que se contradicen entre sus propias prendas al vestirlas. El cursi tiende a la exageración y siempre lleva armadura para que nadie se atreva a lanzarle un dardo de realidad. El cursi siempre trae el sentimiento noqueado e intenta con esa jugarreta sentirse un Cyrano de Bergerac.
Por eso se cuela entre el espacio de lo excesivo y no da tregua, el cursi lo llena todo con su exceso de melancolía. Las miradas ya enflaquecidas por aquellos ojos que van en plena caída, hasta quedar desorbitados, es un síntoma del cursi. El cursi que en la plenitud de su falta de credibilidad va dejando en lo que cree para entregarse a ese juego que le da vida sin pensar en la de los otros.
Los límites de caer o ser atrapado en su seductor juego de espejos (es frágil) de múltiples palabras sin sentido, porque se envuelve en aquella capa de sortilegios y de faltos de poesía, y sale con aquella hoguera de los alientos musicales, sea de charros o de tríos, banda musicales, donde el rencor, la infidelidad o que lo imposible se transforma en un “Muero de Amor” o aquello de “Tus besos me enseñaron a sentir lo que es la ternura”, aquella frase de gran elocuencia de lo cursi, Escribir un poema es fácil si existe un motivo… Y hasta puede esperarse un consuelo de la fantasía. Y ya con esta “hiperrealidad”, se asoma un barroquismo que no te permite mirar con holgura lo que va sucediendo, simple y llanamente vives sin dejar que la respiración llegue a su estabilidad.
Lo grotesco es la sonrisa que enmascara el cursi.
Alguien que pretende ahondar en la calle y termina por ahogarse ante su propia presencia, es que va esperando que le pinten su vida, es un cursi empedernido.
Un ramo de rosas, no le adjunta cursilería, pero sí al dejarse llevar por un traje blanco con un pañuelo rojo y una carta atestada de adjetivos superlativos de altanería amorosa.
Lo ridículo puede estacionar al cursi que espera la mirada para responder a la gente con soberbia. Pero hay que dejarlos irse porque desean un barroquismo que no alcanzan a mirar, piensan en catedrales y cuadros cuyas pinceladas no le cabe ni un colorido más…
Una persona cursi se devanea ante su falta de conocimiento, pero siempre busca y encuentra los recovecos de una salida próspera que le haga darle una brillantez con lentejuelas.
El cursi siempre sale a la calle con un libro en la mano, no lo lee, simplemente lo lleva paseando en su axila, pero cuando sabe que alguien lo mira, le coloca los ojos sobre su estadía, abre con sigilo el libro, sólo para encuadernar de una su fina estampa que le cae en precipicio.
El cursi es estrambótico, algo así como una bola de exageraciones que en la prontitud se le mira que puede explotar.
Al cursi le gusta resbalarse por las calles aunque posean antiderrapantes. Las miradas lo engrandecen.
El huir de una persona no es fácil se requiere de habilidad y traer un costal de ironía para irlos alejando. Un cursi e apasiona por todo, exagera hasta el cansancio aquello que ya no tiene discurso.
Pero hablemos del cursi moderno, el de la nueva era. Porque este cursi ya no se mueve, como en antaño entre tantas arenas movedizas o de un ínclito suspiro que lo deje tabaleando entre los rincones de una cantina. No, el nuevo cursi, es ambivalente, no posee un sentido de ubicuidad porque casi nunca se sostiene de nada, todo lo busca sin esfuerzo: la música, los regalos y todo en la medianía de la velocidad de respuesta de sus utensilios de comunicación. El cursi se desvive, pero a final de cuentas es un carcelero que intenta dar prisión a un sentimiento, y así, poco a poco, va invadiendo, porque se siente en un ambiente que puede hacer brillar su pletórica soledad.
El cursi es cuasi perfecto porque no deja un espacio sin su zalamería, busca películas que ahorquen el sentimiento, y encontrar un recoveco para iniciar su discurso interminable. El cursi recita poemas de dudosa procedencia llenos hasta el cansancio de miel. El cursi se regodea de su actuar porque al final del camino es una persona de una profunda soledad.