Autoría de 2:49 pm #Opinión, Patricia Eugenia - Narrativa en Corto • 10 Comments

Fuera del tiempo y de la historia – Patricia Eugenia

Él la espiaba. Podía notar el nivel de energía en ella con la misma claridad con que vería la cantidad de vino sobrante en una botella a contraluz.

Una alborada, en que miraba con descuido hacia abajo desde su Alto Cielo, la descubrió; desde entonces, cada día acudía intrigado a observar sin ser visto. Ella siempre se conducía de una manera que lo desconcertaba, y a la vez… lo fascinaba.

Abajo, en el Cielo de los Comunes, Luz no actuaba como correspondía a los fines para los que Él creó a seres como ella, Él nunca dispuso que obraran por cuenta propia fuera de las reglas, ni que compartieran su libre albedrío –ese entrañable dolor–.

¡No era posible!… un armadillo no vuela porque no debe volar; se trastocaría el Plan Divino Universal… su Plan.

Ahora mismo, abajo, Luz estaba afanada en transformarse: deseaba ser como los humanos, poder equivocarse, aprender, pero sobre todo, elegir. Relajando el cuerpo en un practicado movimiento, plegó sus alas en acordeón para que parecieran más pequeñas; con lienzos, las fijó a su tórax, y esta vez, logró controlar su apertura y, además, disminuyó su deseo de volar. Sonrió; al atar sus alas físicas, desataba las del alma, como quería.

Con su apariencia humana estaba hermosa, casi transparente. Era consciente de que la extravagancia azul de sus cabellos la delataba un poco frente a las otras, pero ¿qué podía importarle? Lo percibía, ella no era igual a las demás… tenía ideas propias, tomaba decisiones, ¡era poderosa! Produciendo variantes de luz al entrecerrar los ojos, intuía que un ángel como ella debería poder sentir, conocer; que sería posible abandonar el Cielo pese al mandamiento en contra.

La agitación de Luz, veloz como corriente de río, arrastró al Espía, que muy tarde se percató de que ese ángel hembra, fuera de toda lógica, lo rebasaba.

Inocente y sabia, estaba convencida de que, si no vulneraba el orden, su destino se reduciría a seguir designios, y ella se sabía capaz de crear realidades nuevas: conocer la Tierra, entender todas las formas y componentes de la vida allá; los límites humanos, sus potencialidades… Creyó adivinar que sería feliz sólo si abandonaba el intrincado Cielo, por eso se arrojó de allí sin más, entre las ráfagas heladas.

Vadeaba las cortantes aristas de hielo de los acantilados y buscaba los vientos contrarios para suavizar su caída.

Por su parte, Dios, irreverente y puro, libre por primera vez, se volcó a ser con ella uno solo. Al alcanzarla, tomó su cara con las manos, peinó sus cabellos con los dedos y vio el asombro y el misterio acogedor de su mirada; anhelante y conmovido, acercó su boca a los ojos de ella, cerró los propios, lamió los senos suaves de pezones erectos, la cubrió con su cuerpo entero. Tras algunos escarceos en el aire, que se puso denso para acunarlos, ella giró animada para cubrirlo a Él y lo rodeó completo con brazos y piernas respirando agitadamente. Ambos, entonces, olvidadizos voluntarios, se disolvieron en el humedal recíproco de sus sentidos y se rindieron a la caricia primordial…

Esto sucedió fuera del tiempo, y la Historia no lo registró.

Luz, al término, parpadeó para aclarar la mirada y, fijándola de nuevo en su objetivo, se sacudió el instante y continuó con decisión su viaje hacia abajo.

Dios se percató de que sus emociones eran terribles. Miró en derredor, miró hacia arriba, se tiró de los cabellos con fuerza. ¿Ante quién se avergonzaba por haber amado a un ángel? ¿De quién quería ocultarse? No había nadie para juzgarlo. No sólo el albedrío… ¡También la conciencia duele!

¿Ella?… antes de ella él nunca… ¿Y… si hablara con ella?, ¿y si…? Pero ¡no!, ella era sólo un ángel, ¡un ser que nunca debió…!

En ese momento asumió su soledad absoluta, se supo imperfecto, olvidó su jerarquía, cedió a la ira y, sin pensarlo más, castigó a una inocente.

Señalando a Luz con su índice de fuego, sentenció: “Jamás sabrás que tú fuiste mujer, que un día habitaste el cielo, que yo… que tú…”, y colérico regresó a las alturas sin volverse a mirar abajo. Por su lado, Luz, ahora Luzbel –como se nombraría a sí mismo sin entender la razón– tocó tierra con suavidad; se sentía exhausto y, por primera vez en su existencia milenaria, durmió… Aún desconocía la medida del tiempo, pero la barba muy crecida denotaba que su sueño había durado más que unas cuantas horas.

De algún recodo de su memoria –colmada de olvido– le brotó la alegría de sentir frío, y no precisamente porque le gustara, sino que… ¡estaba sintiendo! ¡Sintiendo!, y eso era bueno. Comenzó a andar, se acercó a un par de mendigos que le compartieron sus harapos y su pan. Bebió y cantó con ellos, entró en calor y en los ojos de esos hombres vio los efectos de la injusticia… y conoció la fraternidad, como descubriría después en otros ojos el odio, el miedo, la solidaridad; conoció a cobardes y valientes, diferentes colores de piel, culturas, rituales mortuorios…

Luzbel sabe que en él anida un misterio sin desentrañar; nunca anda solo, acompaña a quien se sienta derrotado. Ha cambiado de color y participado en todas las posibilidades sexuales imaginables, ha sido hombre, mujer, ambos… Ha estado al frente de batallas y ha sido muerto cuatrocientas veces. Se le ve en los bajos fondos y en las cárceles, en las barriadas, con migrantes… Por alguna razón que no acierta a recordar, tiene una sensibilidad especial con quienes sufren, los quiere como a sí mismo. Su infinitud no le estorba y lleva muy bien su antiquísima mala reputación. No cree en Dios.

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Last modified: 6 diciembre, 2024
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