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Una cosa es el medio de comunicación y otra sus empleados, en ocasiones incluso no aptos para la comprensión informativa. Una cosa es el periódico y otra sus periodistas (el medio y sus mediadores), a veces no necesariamente imbricados. En un medio de inclinaciones derechistas puede haber cupo para gente progresista. En un medio de izquierda es posible la inserción de personas reaccionarias. En una publicación de aparente apertura democrática son imprescindibles las listas negras, cuya inexistencia puede ocurrir en revistas de férrea filiación política gubernativa. Durante los gravosos acontecimientos de octubre en 1968 la prensa más refinada intelectualmente no fue la que contó con mayor veracidad la relación de los hechos, sino la que, modesta, apenas se entreveía en los kioscos de las calles.
La comunicación, o lo que de ella pueda quedar, se vende al mejor postor, no forzosamente a la persona idónea. Los consorcios que adquirieron, a mediados de la segunda década del siglo XXI, el mercado de la televisión ya habían demostrado, con su trabajo previo, la línea mercantilizada (Radio Centro y Grupo Imagen Multimedia, que compraron el espacio satelital, vaya uno a saber las razones del tarifario impuesto tan desequilibrado, en más de tres mil millones de pesos y en sólo mil 800 millones el otro), afín a los emporios ya establecidos en el país: la sociedad felizmente convertida en un agraciado tetrapolio.
La declaración del entonces mandatario Enrique Peña Nieto acerca de que con estas licitaciones el mercado de la televisión ganaría en un abanico de pluralidad aumentando a su vez la sana (¿habría querido decir en realidad saña?) competencia creativa era, sólo, un discurso de cortesía a los inversionistas, pues sus antecedentes, demasiado visibles como para pasar inadvertidos, los calificaban de antemano como simpatizantes inequívocos de la banalidad, la cursilerías, el amarillismo y la explotación del rumor.
Porque una cosa es el medio de comunicación y otra sus empleados.
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La consecuencia de la independencia, o del manejo de la autonomía en un consorcio establecido, la vivió el país en 2015 en el caso de Carmen Aristegui, quien, ella sola, restauró los diales con su oficio informativo: fue despedida de los estudios de MVS con la soberana justificación, por parte de este medio, de que ella se estaba adueñando de una marca que no era suya. Porque, efectivamente, un medio no es lo mismo que un periodista, ni un periodista obligadamente representa a un medio; sí, en cambio, un medio puede sobrevivir sin un solo periodista, así como un periodista, sobre todo si tiene honorabilidad, puede no tener cabida en ningún medio. Porque es muy sencillo hablar de, y admirar y ensalzar a, los periodistas “peligrosos” e “incómodos” de tierras distantes, no así tratar con los cercanos, con los que pisan el mismo suelo, con los que pueden perjudicar los intereses, aun sin proponérselo, de terceros.
(El caso de Carmen Aristegui, luego de haber entablado ―con matices superfluos, incluso denigratorios, que muestran el vivo rescoldo que viven entre sí los periodistas― con su despido de MVS numerosas reacciones tanto de encono como de solidaridad, exhibió una sola cosa: las grandes empresas periodísticas no pertenecen a los periodistas, sino son movidas, o impulsadas, o aleccionadas, de acuerdo a los subterfugios y respaldos económicos provenientes de la sustanciación federal —en dicho caso también, de algún modo, salió beneficiada Aristegui porque la liquidación a causa de su despido fue aparatosamente millonaria, motivo por el cual, quizás, Aristegui se abstuvo de ofrecer entrevistas a la espera, tal como sucedió, de un nuevo contrato radiofónico alentado, tal como así ocurrió, por el obradorismo, del que ella misma fuera una opositora persistente y encausadora a tales grados que el mismo obradorismo, luego de haberla alentado, la declarara persona no grata en su sexenio.)
Porque el argüende aquél —el del despido de una periodista por haber señalado, ésta, ¡un acto de corrupción del mandatario que depositaba generosamente cuentas millonarias a la empresa, incluida la liquidación de la periodista expulsada!—, mal encubierto, conllevaba evidentemente un conflicto político: la Secretaría de Gobernación, sin tener razón alguna aparente para mediar en el suceso, intervino para declarar su respeto irrestricto, según sostenía, a la libertad de expresión.
¿Y por qué la aludía?
Porque notoriamente hubo una excesiva reprimenda a la libertad expresiva, esa vez (otra vez) en la figura de una comunicadora. Y la sentencia era, fue, una perfecta parábola: las adineradas empresas de comunicación no son de los comunicadores, sino de los que las sujetan y ciñen en los mercados de los arbitrios y las relaciones unilaterales.
La prensa electrónica no es para los periodistas, sino para el servicio de los que puedan solventarla. Cuando Pilatos se lavó las manos para excusarse de la crucifixión de Cristo, lo hizo a sabiendas de la trágica maquinaria que había desatado en contra de un hombre que se rebelaba en sus dominios. Era el arma pública para su propia redención.
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Y a las empresas, por supuesto, no les gusta (o les incomoda) que sus empleados se rebelen al interior de sus oficinas, porque para ello han establecido sus propias reglas: ningún trabajador debe estar por encima de la directiva, aun cuando la autoridad, de ser ése el caso, sea superada por el o los subordinados.
Sobre todo si hablamos de la prensa, de ahí la imposibilidad de una figura señera en los medios electrónicos, supeditadas, todas, a las imposiciones e intereses empresariales, abocados a conservar, o consolidar, el tegumento financiero más que a desarrollar una política veraz de información pública.
Así son las cosas.
Y a ellas se atienen los comunicadores.
Por lo menos, la mayoría.
Porque hay quienes se deslindan, o pretenden hacerlo, de estos parámetros de la sujeción tratando de conservar una autonomía dialéctica (ética y configuración propias), asunto sumamente complejo en las estructuras inamovibles de la comunicación, ceñidas a lineamientos circunscritos, por lo regular, a los propósitos pecuniariamente políticos.
La empresa periodística, en efecto, es una cosa y sus periodistas muy otra cosa.
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