La ingrata influencia
Una vez, hace ya muchos años, una docena de años tal vez, conocí a una mujer que odiaba las cenas de la Nochebuena, pero quería hacerme a mí una cena exactamente la noche del 24 de diciembre.
—Para apartarnos de la tradición —dijo.
Y a la tradición la odiaba con infinito odio.
—Pero si aborreces el jolgorio de la Nochebuena, ¿por qué hemos de reunirnos precisamente en la noche de esa infausta fecha? —pregunté, muy quitado de la pena.
Entonces, me contó su historia.
Tenía nueve años y, que recordara, siempre sus padres celebraban la llegada de la Navidad con una exquisita cena, pero a los nueve años, dijo, algo ocurrió que hizo modificar de súbito la fiesta decembrina. Dice que su madre se negó a comprar el pavo porque alguien le había metido en la cabeza que matar un pavo en Navidad era un símbolo de infortunio. Su padre no daba crédito a lo que oía de la boca de su madre.
—¿Pero entonces estos años que llevamos comiendo pavo no significan prosperidad? —preguntó el padre, acongojado.
La madre dijo que justamente por eso no salían de pobres.
Pero el padre hizo caso omiso de las absurdas creencias de la madre y fue al mercado a comprar un pavo.
No lo hubiera hecho.
Porque, al regresar, la madre ya había empacado su ropa y se disponía a abandonar el hogar.
El padre no lo podía creer.
—Pues si no regresas ese pavo, ahorita mismo me voy y te dejo a los chamacos —dijo la madre.
Eran seis los chamacos. Mi amiga era la mayor. Casi uno por año. Su padre regresó el pavo, pero no logró que le devolvieran el dinero. La noche del 24 cenaron huevos con chorizo.
Entrado el Año Nuevo, el padre perdió el empleo y la madre decidió llevarse a los chamacos a vivir con el influidor de las ideas del destino infausto si se come un pavo en la Nochebuena. Era un tipo endeble que hablaba siempre en voz baja. La madre estaba encantada con su hombre nuevo. Mi amiga no volvió a saber nunca más de su padre. En la primera Navidad que pasaron en la casa del influidor de aquella desastrosa idea, cenaron huarachitos de chuleta empanizada y al otro día, que era Navidad, el hombre se despidió de su madre para no regresar jamás.
La madre creció a los chamacos en medio de penurias y de hambres.
Ante tal perspectiva, mi amiga huye a los diecisiete años, dos días después de una cena de la Nochebuena, para ir a vivir con su profesor de matemáticas, que la abandonó cinco días después de haber cenado pavo en su primera Nochebuena amorosa y apasionada, según recuerda, con suspiros de nostalgia, mi amiga.
Luego, cinco años después de aquellos incidentes, la conocí.
Tenía 22 años, ella. Hace una docena de años el día que me invitara a cenar la noche del 24 de diciembre para, según su apreciación, separarnos del acto tradicional. Entendí su odio a las cenas de la Nochebuena después de su fatídico relato, pero le hice ver que mejor pospusiéramos la celebración para evitar cualquier guiño al sombrío destino.
En vano.
Estaba decidida a romper el maleficio, y yo era el individuo indicado para espantar, en definitiva, ese mal agüero. Me puse nervioso. Ya poco le faltaba para conducirse por los caminos del mal a la pobre mujer.
—Pero, ¿por qué yo? —pregunté, ya hondamente preocupado por el asunto.
—Porque ya es tiempo de alumbrar mi destino —dijo, sencillamente.
Y me citó a las nueve de la noche. Llegué puntual, con un ron en la mano.
Puso música de Óscar Chávez y empezamos a platicar de minucias. De la cocina salía un olor rico de hojaldre de avellanas que ella misma había preparado con entusiasmo durante toda la tarde.
Eran las once y todo parecía andar sobre ruedas, pero casi al mediar la noche tocaron a su puerta. Ambos nos miramos, sorprendidos. Ella no esperaba a nadie. Ni yo. Mucho menos yo. Fue a abrir.
Eran los vientos aciagos de la noche.
¡La vi platicar con nadie!
Regresó y dijo eso, precisamente:
—Es el viento que dice que hacemos demasiado ruido…
Le dije que ya no se sirviera más ron, que pasáramos mejor a cenar, pero estaba muy enojada con el viento.
—No tiene derecho a venir a interrumpir nuestra alegría —dijo.
El olor de las avellanas era penetrante.
De pronto dijo que lo sentía mucho, pero la cena ya había sido amargada por la intolerancia del viento. Que la dejara sola. Que pasara a retirarme. Que su desesperación había llegado a un límite.
Traté de explicarle su alucinación, pero no hizo caso. Ya estaba dando de gritos sordos por toda la habitación.
—¿Entonces si no fue el viento quién diablos tocó la puerta? —preguntaba a grito abierto.
Ciertamente, ¿quién vino a perturbarnos en la medianoche?
Recogí mis cosas, me serví el último ron y abandoné su casa.
Su odio por la Nochebuena no tenía ya razones lógicas, ni yo iba a encargarme de encontrarlas.
Afuera hacía mucho frío.
Me tomé la copa, tiré el vaso al suelo rompiéndolo en añicos y me fui platicándole al viento sobre impertinencias navideñas.
Y me tuvo paciencia, demasiada paciencia, ya que no fue capaz, el muy cobarde, de interrumpirme una sola vez.
Triste destino
Pidió por teléfono una pizza para su cena de Nochebuena, pero nunca llegó.
Llamó a la mujer que deseaba, pero no le contestó.
Tomó once rones para derrotar a la soledad, pero ni una copa se le subió a la cabeza.
Pensó en el cuerpo de la última mujer que tuvo en sus brazos, mas no pudo recordar ni el cuerpo ni a la mujer.
Pasadas las doce de la noche intentó dormir, pero nunca pudo conciliar el sueño.
Por eso decidió salir a la calle, para distraerse un rato, pero fue asaltado al llegar a la esquina.
Al regresar, temeroso, a su casa se percató de que en la cartera que se había llevado el ladrón tenía guardadas las llaves, por lo que decidió esperar en el vano de la puerta a que prontamente amaneciera.
Se concentró entonces en su triste destino, pero no pudo concebirlo porque sólo alcanzó a percibir la negritud de la noche, que era también el color de su triste destino.
Al rayar el Sol, con los ojos entornados, acrisolados, por la falta de sueño, recibió una moneda de cincuenta centavos de una anciana que, caritativa, compadeció al mendigo que se moría de frío en la calle, sentado a un lado de un modesto conjunto habitacional.
—¡Váyase a otra parte que aquí arruina el paisaje! —le gritó un hombre, que barría el frente de su casa.
La hora incierta
Al despertar lo primero que miró, con los ojos todavía apagados, fue la fecha y la hora que se encendían automáticamente en la video que tenía arriba del buró, a un lado de la cama. Marcaba 23 de diciembre, 8:15 horas. Se desperezó, dándose un tirón corporal. Se dio una ducha y se disponía a salir al mercado para hacer las compras de la Nochebuena cuando recordó que precisamente esos menesteres los había hecho un día antes. ¡Distraídamente compró los aditamentos con 48 horas de anticipación!
Como aún tenía algo de sueño, volvió a acostarse en su lecho, con el cabello todavía mojado, y durmió bárbaramente largas horas. Despertó hacia el mediodía. Fue directo a la cocina para adelantar, en lo que fuera, la cena de mañana. Después salió a caminar y se introdujo a una sala de cine. No vio la película. Dormitó durante casi toda la cinta. Luego, caminó en un parque y vio las horas de la tarde caer. Ya entrada la noche, regresó a su departamento. Escuchó discos, marcó los números telefónicos de algunas amigas; pero todos estaban ocupados. No insistió. Cerca de las diez de la noche se sumió en un profundo sueño.
Esta vez, se levantó con premura sin mirar la hora. Se metió al baño y de ahí, en ropa íntima, se fue a la cocina para continuar los adelantos de la Nochebuena. Salió al mercado, pero todos los puestos estaban cerrados. No había nadie en las calles. Unos señores pasaron, abrazados, con la copa en la mano. Venían hablando a gritos ininteligibles, cayéndose por la ebriedad. Regresó a su casa. Total, eran minucias lo que le hacía falta a la cena. Insignificancias. Sus amigos dijeron llegar temprano, antes de la caída de la tarde, y las horas se pasaron volando entre la estufa y la mesa.
La noche se asomó, de golpe, por su ventana.
Y se sentó a esperar, inútilmente.
Porque a las diez de la noche empezó a tener sueño. Fue al teléfono para indagar los motivos de la desesperante tardanza cuando vio, de pronto, con el corazón oprimido, la fecha y la hora automáticas de la video: ¡23 de diciembre y 8:15 horas!
La huella de un reconfortable hogar
El gordo Lisandro tenía que llegar a las once en punto de la noche a la casona del licenciado Bermúdez, deslizarse por la chimenea vestido de Santa Claus para sorprender a los chiquitines ahí reunidos, sacar de la talega los respectivos regalos que ya previamente le habrían entregado por la puerta trasera y volver a salir por la espaciosa chimenea. Luego de la hazaña, el licenciado Bermúdez le depositaría los cinco mil pesitos correspondientes por la puntual labor.
Así que, dadas las 23 horas, ya estaba recibiendo veintiún regalos del sirviente que, atildado y solemne, le pedía que, al entrar a la sala por medio de la chimenea desde la azotea, sonriera jocosamente. Que pusiera rostro de felicidad infinita. Y lo apuraba. Y el hombre se subió al techo de la casona, de dos pisos, sudando por el peso de la talega. Además, a la escalera le faltaban varios tablones por lo que el esfuerzo fue doble. En una ocasión, estuvo a punto de venirse al suelo.
Al llegar a la chimenea se percató de que por dentro tenía tabiques salidos, de modo que conformaban una escalera sinuosa y no estaba tan ancha como le había dicho el licenciado. Aparte de su natural gordura, los almohadones en su estómago (“para representar con dignidad al viejo Claus”, señaló el licenciado) le estorbaban, pero ya no había tiempo de echarse atrás. Los cinco mil pesitos valían el sacrificio. El sueldo de un mes se lo daría el licenciado por una sola noche. No, no estaba mal el trabajito. Pero esta chimenea. No era curva, además, sino cuadrada. No podía mirar su final.
Y ahí va el gordo Lisandro haciendo un agotador esfuerzo por descender esa complicada escalinata (¿cómo no le permitió el licenciado conocer antes la chimenea?). No podía ni mirar hacia abajo. Era imposible. Así que se concentró y fue bajando lentamente, pero un olor penetrante lo detuvo. El calor lo agobiaba. El humo lo empezaba a sofocar. “¿Pero acaso habrán encendido una fogata estos desgraciados?”, pensó, alarmado, el gordo Lisandro. El calor se hacía cada vez más insoportable.
Según sus cálculos, ya iba a la mitad del camino. ¿Qué hacer? ¿Y si se trataba nada más de un hilillo instalado en la chimenea a medio recorrido? ¿Y si era una alucinación producida por la agotadora labor del descenso?
Bajó un poco más, pero ya no pudo continuar. El calor lo estaba intoxicando. Y comenzó, como pudo, a escalar, a escalar hacia arriba, a subir la compleja cuesta. Al llegar al principio de su destino, sudoroso y herido de los codos, incluso sangrante, gritó al sirviente, o a quien fuera. Gritó al licenciado Bermúdez, en vano. Y tampoco ya estaba la escalera por donde había subido. De la casona provenía un ruidaral insoportable de música de discoteca.
Decidió sentarse a esperar en las tejas del techo, pero el amanecer lo sorprendió dormitando, con los regalos en la talega, recargado en la chimenea, de donde salía un breve humillo, que no era sino la huella de la calidez de un reconfortable hogar.
Aprendizaje pasional
Una semana antes de la cena de la Nochebuena, la mujer se sumergía en una abismal tristeza. Nadie podía remediar su aflicción. Incluso, voluntariamente se separaba de los demás. Se negaba a ver hasta a su mismo amante.
—Tengo que poner en orden mi vida —decía.
Y nadie sabría de ella sino hasta llegado el nuevo año.
La noche del 24 de diciembre se transformaba, empero: se vestía como nunca, realzaba su maquillaje, ponía la mejor de sus sonrisas y se iba a la calle para darse al mundo con la mejor de las intenciones. Ayudaba a cruzar a los ancianos las calles, a los niños les regalaba dulces, coqueteaba voluptuosamente con los hombres, bajaba la cabeza con sumisión al paso de las bellas damas, se introducía a las iglesias que hallaba a su paso para rezar devotamente cinco minutos.
Más de una vez tuvo problemas por esta incontrolable actitud, sin embargo.
Ya algunos hombres, enervados, le habían exigido la secuela lógica de su descarado flirteo, y ella ha tenido que ceder a estas naturales peticiones masculinas.
Pero, a pesar de estos escollos del camino, nadie la hacía cambiar su comportamiento navideño.
Además, como ella sola se enfrentaba al mundo en esta breve temporada, ella sola tenía que resolver los conflictos, y precisamente ese era el objetivo: saberse capaz de controlar su vida, aunque en ello se le fuese la intimidad de manera ocasional.
Pasadas las celebraciones decembrinas, su orbe retomaba a la habitual rutina.
E iba, desesperada, a los brazos de su amante con loco frenesí para evidenciarle su necesidad amorosa, y exhibirle uno que otro jueguito pasional aprendido durante su arrebato navideño.
Y su hombre se lo agradecía, enternecido y visiblemente conmovido.
El colérico opositor
La desgracia ocurrió una hora antes de la cena de la Nochebuena.
Para enaltecer aún más el fervor de la veintena infantil que no cesaba en su gritería, los anfitriones organizaron en el patio el juego de la piñata. Para ello construyeron, con sus propias manos orfebres meticulosos y entusiastas, la figura del expresidente Carlos Salinas de Gortari sin prever, en lo absoluto, el triste destino de tal desatino. Porque uno de los invitados, orador tempestuoso de mítines de la oposición, no pudo contener el hervidero de su sangre cuando vio la mismísima efigie de Carlos Salinas en el cuerpo de la piñata.
Con varios rones ya encima, desprejuiciado y altivo, empezó no a corear con júbilo pueril el gozo del espectáculo, sino a insultar con ardor a los niños que se iban en balde con el garrote en la mano. Mientras la mayoría se divertía con el cántico centenario (“dale, dale, dale no pierdas el tino, porque si lo pierdes…”, etcétera), el hombre de interés político se las arreglaba para ofender a quienes no podían romper la olla de barro en la panza del expresidente (“… no pierdas el tino porque si lo pierdes eres un vil cretino”, etcétera). Y uno tras otro niño, nadie podía rajarle el cuerpo al muñeco salinista.
Desesperado por la burla de Salinas ante los golpes inofensivos de los niños, el hombre arrebató el palo a una niña y se fue, ante el estupor de las familias, contra la piñata con un odio indecible y proliferando insultos al vapor. Y como tampoco podía romper el cráneo salmista, con una mano detuvo la soga y con la otra por fin pudo partir la olla; pero, descontrolado y rabioso, tiró con fiereza de la soga de modo tan violento que hizo caer del techo al hombre que maniobraba la piñata y, no conforme con eso, se fue hacia él para molerlo a palos (“¡cómplice furibundo del gobierno, hijo del máis!”, gritaba en tanto tundía a golpes al pobre hombre). ¡Y ay de aquel que se le acercara, porque en su encono no hallaba diferencias. “¡Priistas mal nacidos!”, gritaba a los cuatro vientos, que helaban la Nochebuena.
Dos horas después, enloquecido, el opositor abandonaba la casa con el palo en la mano para buscar a más encubridores del expresidente y ponerlos en su sitio. En el suelo yacían varios hombres, adoloridos, dos desmayados, enmudecidos por la insania del orador.
Dicen los que lo vieron que salió despavorido, echando lumbre por los ojos.
Una ambulancia llegó dos horas más tarde, cuando los heridos ya habían sanado debido a las pericias de un improvisado doctor.
AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “OFICIO BONITO”, LA COLUMNA DE VÍCTOR ROURA PARA LALUPA.MX
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Aún después de releer todos los textos, ¡no he podido elegir la que más me haya movido!
Lo único bueno es que NO las leí antes de la Nochebuena.