Autoría de 4:30 pm #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito

Hunter S. Thompson: deseo y miseria – Víctor Roura

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Era todo lo contrario a, digamos, Ryszard Kapuscinski, pero su fortaleza narrativa, que también la tuvo, lo ha situado dentro de la poderosa corriente del nuevo periodismo de Estados Unidos, incluso a veces por encima del mismo Tom Wolfe. Hunter S. Thompson, desde la década de los sesenta del siglo XX, supo intervenir, con desmadroso entusiasmo, en la realización de agudos y sorprendentes reportajes que otorgaron a la prensa una cara menos adusta, antisolemne y decididamente abierta a los temas marginales de la sociedad.

      Si bien las éticas o las avanzadas ideologías no permearon, en lo absoluto, en sus trabajos, y sí influyeron las dinámicas de los dólares, los acomodamientos oportunos según los soplidos de los vientos, el desinterés político por las multitudes rebeldes, estos trabajadores del nuevo periodismo ciertamente empataron las líneas dubitativas de la escritura periodística con las de la literatura. Thompson, con sus audaces reportajes (su testimonio con los denominados Ángeles del Infierno, aquellos forajidos y matones motoristas que levantaban pavor a su paso en California durante la eclosión del buen rock, es célebre en los anales de la prensa norteamericana), desempolvó las viejas máquinas de escribir en las grandes redacciones de los totémicos diarios, incapaces de reírse de sí mismos, pasivos observadores de la vida cotidiana, vigilantes de la moral de la tribu anglosajona.

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De muchos modos, la intromisión de estas personalidades al mundo periodístico, tales como Tom Wolfe, Richard Brautigan, Terry Southern, Robert Greenfield, Michael Herr, Norman Mailer o el propio Thompson, dio un giro radical a las líneas editoriales de los grandes rotativos, que por primera vez se mostraron, debido a las escrituras abiertas y desenfadadas de esta nueva clase de reporteros, imparciales, desprejuiciados y hasta de ocasional buen humor.

      Pues bien, 40 años después de haber escrito su primera novela, a los 22 años en 1959, por fin Hunter S. Thompson decidió desenterrarla del húmedo sótano de su fortificado rancho de Colorado, donde se hallaba, para darla valientemente a la luz: su título es El diario del ron, y no es sino la crónica de aquellos días en que, sin dejar de beber, este periodista se confrontaba con los valores desvergonzados de una prensa envilecida y corrupta. Traducida al castellano por Jesús Zulaika, la barcelonesa Anagrama la editó en el mercado en español en 2002.

      El diario del ron cuenta la aventura de Paul Kemp, un joven periodista que se traslada a Puerto Rico para laborar en el San Juan Daily News, empresa para la cual trabaja una verdadera fauna donde hay de todo… menos acaso periodistas. Casi toda la novela ocurre en un bar denominado El Patio Trasero de Al, propiedad de un exjockey llamado Al Arbonito que, a mediados de los años cincuenta, montó precisamente en el patio trasero de su casa una pequeña cantina que acabó por convertirse en “el club de prensa de lengua inglesa, porque ninguno de los errabundos y soñadores individuos que vinieron a trabajar en el nuevo periódico de Lotterman [llegado desde Florida para administrar el San Juan Daily News] podía permitirse los bares caros tipo Nueva York que proliferaban por la ciudad como una suerte de sarpullido de hongos de neón. Los reporteros y redactores del turno de día iban llegando poco a poco al patio a eso de las siete, y los del turno de noche (de la sección de deportes, correctores de pruebas y personal de composición) solían llegar en masa hacia la medianoche. De cuando en cuando alguien llevaba a su chica, pero en las noches normales una mujer habría resultado una visión rara y erótica. Las chicas blancas no abundaban en San Juan, y la mayoría de ellas eran turistas o putas o azafatas de líneas aéreas. No era en absoluto extraño, pues, que prefirieran los casinos o las terrazas del Hilton”.

Hunter S. Thompson en Puerto Rico.

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Para el News trabajaba todo tipo de personas: ahí estaban los “radicales desaforados que querían rajar el mundo por la mitad para volver a empezar desde el principio”, pero también se hallaban, en franca y desequilibradora convivencia, los “gacetilleros cansados, de panza abultada por la cerveza, que no querían más que vivir lo que les quedaba de vida en paz antes de que una pandilla de lunáticos rajaran el mundo por la mitad para volver a empezar desde el principio”.

      A ese mundillo escalofriante había llegado Kemp, y ocupando un privilegiado lugar, no en la redacción del News sino en una cómoda silla de El Patio Trasero de Al, conoció en realidad los perfiles de cada uno de sus colegas. Luego de una inolvidable borrachera, que le valiera a él y a otros dos de sus compañeros la cárcel y una fenomenal golpiza por parte de los lugareños, Kemp empieza a cuestionarse su profesión: “Sabía que estaba llegando a un punto en que tendría que decidirme respecto a Puerto Rico —apuntaba Kemp en su diario—. Llevaba ya tres meses en San Juan, y era como si apenas hubieran pasado tres semanas. Hasta el momento no veía nada que mereciera la pena buscar o conseguir, ni ninguno de los pros y contras que siempre había encontrado en cualquier otro lugar. Durante el tiempo que llevaba en la ciudad no había hecho otra cosa que echar pestes de ella sin que en realidad me desagradase. Sentía que tarde o temprano daría con esa tercera dimensión, esa profundidad que hace que una ciudad sea real y que uno nunca alcanza a ver hasta que lleva en ella un tiempo. Pero cuanto más llevaba allí sospechaba que por primera vez en mi vida había recalado en un sitio que carecía de esa dimensión vital, o que tal dimensión era demasiado nebulosa para que yo pudiera percibirla”.

      Sin embargo había en Paul Kemp —que no era otro sino el propio alter ego de Hunter S. Thompson—, como en casi todos los que integraban esa horda del nuevo periodismo estadounidense, esa ruinosa altivez que miraba por encima de sus hombros a toda la demás gente, periodistas que se empecinaban en mirar con superioridad todo lo que ocurriese a su alrededor, misóginos y cuasirracistas convencidos de que la vida giraba siempre en derredor suyo: sin ellos, nada ocurriría en este apaciguado y aburrido planeta.

      Por eso Kemp pensaba que también lo que podría estarle sucediendo era, y “Dios no lo quisiera”, que “Puerto Rico fuera realmente lo que parecía: una tierra de patanes y de ladrones, y de nativos desconcertados y confusos”. Por eso ellos, dioses en una tierra extraña, lo que es decir reporteros primermundistas en una zona vaga e infernal del subcontinente, no podían integrarse del todo al yerto y cadavérico sistema latinoamericanizado. Pese a que en su propio hábitat laboral vivían en medio de corruptelas, mediocridades, insanias, viles intereses creados, abusos visibles, los periodistas la pasaban mal no por las indignas y abyectas características de su medio laboral, sino por el país en que estaban lamentablemente hospedados. De ahí que la única vivencia reconfortante procediera de su misma clase.

      En un capítulo ejemplarmente narrado, Thompson cuenta la noche en que Kemp y un su amigo, Addison Yeamon, se introducen en una fiesta puertorriqueña en Saint Thomas donde la amante de Yeamon, una hermosa rubia de cuerpo monumental, baila sensualmente para los lugareños con tal vértigo alcohólico que se olvida de sus acompañantes, que la miran con pasmo demudado, y se desnuda con gozo para los negros que, ávidos de carne blanca, la secuestran para sí con la complacencia de la hembra y despiden con violencia a los dos inofensivos aunque airados reporteros, que nada pueden hacer ante el enjambre del morbo colectivo.

      Chenault, la irresistible amante de Yeamon, regresa días después, pero no a casa de su decepcionado y antiguo hombre, sino directamente al departamento de Kemp, quien la acepta hipnotizadamente erotizado. El periodismo se vuelve cada vez más irracional y el ron afianza los delgados hilos de la vida. El amor es, ¡diablos!, incomprensiblemente ciego y precipitado: no hay nada más apetecible y atormentador que el deseo profundo por una mujer ajena.

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Pocos años después de haber dado a la luz su novela, Hunter S. Thompson se pegaba un tiro en la cabeza para acabar con su vida, a los 67 años de edad, el 20 de febrero de 2005. Hace ya dos décadas.

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Last modified: 17 febrero, 2025
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