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A finales del mes de julio de 1957, Emmanuel Carballo (1929-2014) escribió en el suplemento “México en la Cultura” del diario Novedades una reseña sobre el libro Antología del cuento mexicano, de Luis Leal: “Las antologías, productos de la subjetividad, muestran las predilecciones y antipatías del antólogo —apuntó Carballo—. Exponen, asimismo, la concepción que éste tiene del género, la familiaridad con la literatura o literaturas que analiza, su conocimiento del periodo o periodos que abarca la investigación. Una antología permite conocer los aspectos sobresalientes de un tema, de un autor, de un periodo o de una literatura y permite, también, enjuiciar la capacidad crítica del recopilador. Los errores más frecuentes de un libro de esta índole puede ser de dos clases: objetivos y subjetivos. Los primeros radican en presencias o ausencias que falsean un panorama histórico; los últimos, en el criterio con el que se eligen los textos. Aquéllos dañan a la antología; éstos, a la reputación del antólogo”.
Ser un seleccionador de textos, pues, no es un camino venturoso, sobre todo porque, como bien acotaba Emmanuel Carballo, nunca se queda bien con los protagonistas ni con la Historia. El propio Carlos Monsiváis (fallecido hace tres lustros, a los 72 años de edad, el 19 de junio de 2010), en su libro Lo fugitivo permanece (Cal y Arena, 1989), intenta también una aproximación del cuento mexicano (en un periodo de medio siglo, comprendido entre 1934 y 1984, sólo escoge a 20 narradores —excluido Juan Rulfo—, ¡de los cuales ninguno vive, o vivió, en la denominada provincia nacional!), pero cae, irremisiblemente, en la trampa de las amistades ¡e incluye a Héctor Aguilar Camín como uno de los más destacados cuentistas de fin de siglo!
Hay que recordar, nada más, que antes del salinato Monsiváis era muy amigo de Aguilar Camín, relación intelectual que desde aquella administración presidencial se fue afianzando más. Por algo, el director de la empresa Cal y Arena —un regalo prácticamente de Salinas de Gortari, se dice—, precisamente Aguilar Camín, editó con gusto dicho volumen: ¡por primera vez era él, Aguilar Camín, incluido en una antología de cuentos y era nada menos Carlos Monsiváis el juez de tan definitiva decisión literaria, oscurecidos Ramón Rubín y Efrén Hernández —excluidos de la antología—, iluminando a Aguilar Camín ubicándolo al lado de Carlos Fuentes y José Revueltas! (El libro, con generosa dotación económica, ya previamente había sido editado —cinco años atrás, en 1984— con motivo del centenario de la línea Aeroméxico vaya uno a saber con qué autores seleccionados, ya que el volumen no pude tenerlo en mis manos.)
Y como estas ferias de exclusiones e inclusiones son tan caprichosas, no sabemos si, de estar aún con vida, Monsiváis siguiera estando de acuerdo en continuar sosteniendo a Aguilar Camín como un connotado cuentista, pero lo más seguro es que, sin ningún rubor —de existir una reedición, que no fuera en Cal y Arena de Lo fugitivo permanece—, supliría simplemente ese nombre por algún otro.

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Los propios antólogos no se ponen de acuerdo por una sencilla razón: no todos se mueven en un mismo círculo, que es decir no todos leen los mismos libros ni todos tienen las mismas amistades. En El cuento mexicano / Homenaje a Luis Leal (UNAM, 1996), Vicente Francisco Torres, en su ensayo sobre los últimos tres lustros antes del arribo del siglo XXI, dice que “si bien pueden establecerse algunas afinidades entre los narradores contemporáneos —afinidades que superan en sus variantes la narrativa urbana con la rural, la realista con la fantástica, la de la Onda con la surrealista—, la diversidad de búsquedas, proyectos y logros es lo que caracteriza no sólo al cuento mexicano contemporáneo, sino a la narrativa en general pues creo con Mario Muñoz que la actual narrativa mexicana es un discurso oscilante orquestado por muchas voces de variada entonación y de diferente alcance; por consiguiente, su sonoridad no está en la uniformidad o cadencia de tonos, sino en la resonancia del conjunto, en la confrontación de lo maduro y de lo que está en vías de llegar a serlo”.
Es decir, todo y nada.
No decir nada para decir todo.
Vicente Francisco Torres, al final de su exposición, recuerda a algunos olvidados y los sube al andamio nomás por no dejar, exhibiendo con ello, acaso con fina ironía, la anodina superficialidad con la que suele manifestarse el antólogo: “Si ya perpetré las páginas anteriores, no me queda más que asumirlas insatisfactoriamente, pues cuando estoy decidido a poner punto final a este panorama, desde el escritorio me miran los libros de Julián Meza, y me injurian los volúmenes de cuentos de Luis Humberto Crostwaite y Vicente Quirarte, autores a quienes he leído con admiración pero que no recordé al momento de hacer este inventario que no pretende ser objetivo, como ya se habrá observado, sino un muestrario de mis preferencias”.
A mediados de los cincuenta del siglo XX, poco antes del arribo de la Mafia Literaria que tomara en sus manos prácticamente a las instituciones rectoras de la cultura, las cosas eran diferentes.
Se intentaba, por lo menos, una mayor democracia en los asuntos de la literatura. El Instituto Nacional de Bellas Artes, creado en diciembre de 1946, poseía una bella colección: sus Anuarios tanto de poesía como de cuento mexicano. En la edición correspondiente a 1960, Luis Leal escribía en el prólogo: “Los Anuarios, cuya publicación inició en 1955 el departamento de Literatura del INBA, son ya una de las mejores fuentes para el conocimiento del tema en nuestros días. El propósito de tales Anuarios, desde esa fecha, ha sido tanto el de poner al alcance de los investigadores la producción de cuentos y relatos que aparecen durante el año en periódicos y revistas, como la de dar a conocer al público en general lo mejor de la producción cuentística nacional. El doble propósito es encomiable, ya que muchos de los cuentos que se publican en los periódicos y revistas no alcanzan una difusión adecuada. Al presentarlos en forma de Anuario el público tiene la oportunidad de leer una selección característica del cuento mexicano actual, y el investigador de estudiar la evolución del género según la ve representada en la selección, que se le facilita en forma permanente”.
Sin embargo, por algún motivo que sólo saben las autoridades de la cultura, ese Anuario de pronto dejó de ser editado, y con ello la literatura nacional recortó su nómina para, poco a poco, irse quedando con unos cuantos nombres que, desde entonces, han dominado las esferas intelectuales.

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Don Luis Leal apuntaba de la cuentística de finales de los años cincuenta del pasado siglo: “Más que uniformidad, en el cuento mexicano de nuestros días hallamos una gran diversidad, tanto en el interés temático como en la técnica y la actitud del cuentista ante la realidad circundante. En los temas predomina, tal vez, la tendencia a recrear escenas pretéritas y al análisis psicológico. Pero también destaca en estos cuentos el deseo de condensar brevemente una emoción, experiencia o sensación, tendencia legítima en el cuento moderno. Cada autor nos da una síntesis personal de su mundo; en unos es un mundo objetivo, realista; en otros predomina el deseo de adentrarse y revelarnos un mundo interior, subjetivo. Y así debe ser el cuento, expresión de las relaciones emotivas entre el autor y su mundo: síntesis de la realidad. Algunos de estos cuentos son mensajes breves, personales; la mayoría logran no sólo entretenernos, sino también dejarnos en los labios el sabor de una escena bien pintada, de una idea bien expresada, de un personaje bien delineado, de un sueño bien captado. Esas son las características del cuento mexicano de nuestros días”.
¿No son también las características de los cuentos de hoy?

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Estos bellos Anuarios recuerdan, asimismo, a aquella revista hermosa El Cuento, de don Edmundo Valadés (Sonora, 1915 / Ciudad de México, 1994), quien publicaba a todo aquel interesado sin importar su procedencia ni el tráfico de influencias. En los Anuarios del INBA se dieron a conocer hoy cuentos famosos, como el “Chac Mool” de Carlos Fuentes (en el Anuario de 1955). Pero toda esta democratización de antologías se fue perdiendo con el paso del tiempo.
¿Quién recuerda, por ejemplo, la edición excelsa de Imagen de la poesía mexicana contemporánea, de Raúl Leiva (Guatemala, 1916 / Ciudad de México, 1974), publicada en la Imprenta Universitaria, “bajo la dirección de Rubén Bonifaz Nuño”, el 28 de enero de 1959? ¿O la antología 500 años de poesía en el Valle de México que Aurora Marya Saavedra (Ciudad de México, 1930-2003) publicó en 1986 en la Editorial Extemporáneos?
Son antologías llevadas a cabo por el conocimiento literario de los autores, no pergeñadas a partir de amistades o de lucro personal, porque ha habido antologías, cómo no, encargadas a autores, desde las oficinas burocráticas de un gobierno o de una institución, para ensalzar a determinados personajes de la cultura nacional. La academia superior, por ejemplo, se ha basado, y mucho, en estos libros para ejercer sus enseñanzas en sus respectivas aulas sin analizar la procedencia de los valores literarios de los que producen estas antologías (el caso de Monsiváis incluyendo en una antología suya a Aguilar Camín, por ejemplo, es patético sólo por el hecho mismo de que varios académicos, en las áreas tanto de literatura como de filosofía, sociología o periodismo, en verdad se lo tomaron en serio).
El estudio de 29 poetas de Leiva es admirable, si bien dejado su ensayo en el olvido: “Creemos que México es uno de los países de lengua española donde la poesía ha alcanzado un desarrollo más orgánico y coherente. Otras naciones pueden poseer valores individuales más altos, o parecidos (España a un García Lorca, a un Cernuda, a un Aleixandre; Chile a un Neruda; Perú a un Vallejo; Argentina a un Borges; Cuba a un Guillén; Guatemala a un Asturias, a un Cardoza y Aragón); pero acaso ninguna de ellas cuenta con un conjunto de voces en donde a la exigencia técnica se iguale una jerarquía expresiva, un hondo valor humano, tal como sucede en México. Aquí podemos decir que ya existe una conciencia poética, reconociéndole al término conciencia toda su importancia. Y esto que decimos no es por azar: aquí, en esta tierra prodigiosa, poetas de todos los rumbos del idioma hemos venido [Leiva, el autor de estas líneas, había nacido en Guatemala] a convivir con los mexicanos contribuyendo al desarrollo de su lirismo. Bástenos recordar algunos nombres: Rubén Darío, que pasó rápidamente por México, pero que ya había influido en los poetas anteriores a los que aquí se estudian, Porfirio Barba-Jacob, José Santos Chocano, Emilio Prados, Pablo Neruda, León Felipe, Juan Larrea, Andrés Eloy Blanco, Juan Rejano, etc. El exilio nos reunió a la mayoría y ha permitido que en la realidad mexicana se hayan expresado distintos y valiosos matices, tanto de la península como de la América hispánica, enriqueciendo la materia poética: el lenguaje. Si Madrid, durante la República, podríamos decir que fue la capital del idioma, este centro se ha desplazado desde hace veinte años a dos ciudades nuestras: Buenos Aires y, sobre todo, México”.
Y así como la antología de 1957 de cuentos de Luis Leal ha sido una y otra vez reproducida por diversos antólogos calcando el modelo, de igual modo las antologías tanto de Leiva como de Aurora Marya Saavedra han sido —tal vez sin ser reconocido por los nuevos antólogos— imitadas (el último de los 29 poetas incluidos en la antología de Leiva es Jaime Sabines, quien entonces contaba con 34 años de edad —y sigue siendo considerado, en varias otras antologías, como uno de nuestros grandes últimos poetas, sin evaluar por supuesto la calidad moral de la persona, que esta comparación entre nobleza y artista no resistiría la cuerda floja de las consideradas grandes personalidades del arte mexicano).
Lo cierto es que las antologías ya no son lo que fueron alguna vez.
(Hoy acaso sirven como currículum o para presentar credenciales y poder entrar en las puertas de la Alta Cultura, nada más. Quién sabe, pero es probable que ya algún abusado antólogo esté en estos momentos preparando una nueva antología de cuentistas mexicanos para, por fin, ahora sí incorporar a Paco Ignacio Taibo II, a Rafael Barajas o a Fabrizio Mejía Madrid ya que, como están las cosas, el libro podría tener demasiado alcance en los medios de comunicación, además de ser editada con premura la antología, ¡vaya si no!, en el Fondo de Cultura Económica. Porque, además, ¿cómo es que tan insignes varones no habían sido incluidos en las antologías narrativas?)

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“En mi experiencia —me dice Vicente Francisco Torres después de haber leído los cuatro capítulos anteriores—, una antología se prepara para difundir un tipo de literatura (El cuento policial mexicano, 1982, y El que la hace, ¿la paga?, 2006). En otras ocasiones, para ordenar las lecturas hechas a lo largo de tres o más lustros (Cuentos mexicanos de hoy, 1991).
“Producto de la condición humana, las antologías están determinadas por diversas circunstancias: en ocasiones queremos manifestar el orden que encontramos en un género, pero es indudable que a veces se cuelan razones que no son precisamente literarias, como apuntas a propósito del amiguismo.
“Tú sabes que, en toda antología, el primer texto establece la manera en que los escritos seleccionados entroncan con una tradición, pero el último apunta hacia el futuro; es una proyección que la literatura tiene hacia el porvenir.
“En 1991, cuando preparé Cuentos mexicanos de hoy, un número monográfico de La Palabra y El Hombre, Juan José Reyes dijo que yo estaba inventando escritores (Fabio Morabito, Jesús Gardea, Severino Salazar…) El último de mi selección era Enrique Serna, quien apenas había publicado su primera novela y Amores de segunda mano, precisamente en la Universidad Veracruzana. El tiempo me dio la razón. Por cierto, en esa muestra de lo que sucedía en la literatura mexicana de hace 33 años, incluí a Taibo II sin saber la arbitrariedad que enarbolaría cuando el presidente Andrés Manuel López Obrador le diera el poder que todavía tiene. El Conaculta había dictaminado favorablemente un libro mío y sólo esperaba la firma del contrato. En ese momento llegó Taibo II y tiró todo lo que estaba aprobado; fue famosa la protesta que armó un puñado de jóvenes excluidos de la colección Tierra Adentro. Lo mismo sucedió en el Fondo de Cultura Económica, en donde el nuevo Atila echó por la ventana libros que ya estaban contratados. Bruno Estañol me habló de un libro sobre la sífilis y la literatura, escrito por un médico amigo suyo, que fue borrado de la lista.
“Una colega que trabajaba en El Universal me preguntó si quería contar eso en una entrevista, pero me negué porque pensaba, torpemente, que eso sería dar armas a los enemigos del presidente en quien tantas esperanzas teníamos.
“Cuando recién había aparecido Cuentos mexicanos de hoy, un investigador de The Quarterly Review, que preparaba el número 85 de la revista, vino a México para hacer una muestra de nuestras letras. Visitó a Luis Arturo Ramos en Xalapa, director por entonces de la Editorial de la Universidad Veracruzana, y el novelista le entregó un ejemplar de mi antología con la promesa de que eso lo ayudaría. El joven estadounidense me buscó y me dijo:
“—¡Qué raros son ustedes los mexicanos! Me han ofrecido dinero para incluir a alguien, pero nunca para que quitara a un autor.
“En otra ocasión me solicitaron una antología de crónica y, cuando me pidieron que la titulara A nosotros nos consta, como un homenaje a Monsiváis, yo me negué. Les dije que escribieran en internet la expresión ‘La muñeca tetona’, para saber mis razones, y jamás me volvieron a buscar”.
Razón tiene Vicente Francisco Torres cuando afirma sobre las indecibles vicisitudes de las letras mexicanas. Mi querido amigo Eduardo Monteverde, recién fallecido a principios de enero de 2025, me dijo, empecinado él en que se me publicara un libro de periodismo en el Fondo de Cultura (ya que trabajaba ahí, en el campo de la edición de la ciencia, por su amistad con Taibo II), me decía, afligido, que Taibo II nada quería saber de mí en dicha editorial. No sé en qué momento, efectivamente, Taibo tomó tirria contra mí pero, es cierto, estoy excluido, como Vicente Francisco Torres, de la famosa editorial del Estado sin saber las razones de tal destierro.
El pago miserable que Andrés Manuel López Obrador diera a los trabajadores de la extinta Notimex que todo el tiempo estuvieron con él para beneficiar a los sindicalistas que mataron a la agencia del Estado mexicano, disidentes a su gobierno desde el principio (millonadas a cada uno de los triunfadores sindicalistas y un breve racimo económico a los que despidiera sin argumento alguno), jamás me hizo contraobradorista porque, como Vicente Francisco Torres, soy de los que aún creen que este país merece verdaderamente un cambio para bien de la ciudadanía en general, no nada más para unos cuantos, tal como está gravosamente sucediendo: pareciera que las prácticas políticas no se han modificado, sólo han cambiado los nombres de los ahora beneficiados.
Esta anómala situación obradorista la he contado ya sin tocar, jamás, alguna fibra sensible ni del funcionariato en turno ni del entorno periodístico. Tantos millones les dio la Secretaría del Trabajo a los sindicalistas que ya trabajan ellos, tranquilamente, en una propia agencia noticiosa solventada, por supuesto, por el gobierno morenista.
Y uno, desterrado y burlado por el propio obradorismo, anda buscando inútilmente peras en el olmo.

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