1
Un buen periodista corre los riesgos, aunque sea vilipendiado en su propio medio por ello. No importa dónde esté, su mirada y su palabra son firmes. Debe cobijarse en su criterio, amplio e ilustrado, no en los decires ajenos, si bien éstos (las voces que no son las suyas) en una entrevista son su fortaleza y su guarida. No importa si está frente a un narcotraficante o un funcionario sobornador, frente a un espurio líder político o un asesino sin madre, frente a un envilecido juez o un pederasta irredento, el informador describirá con veracidad lo que mira, oye y percibe (sin mitificar, sin heroísmos, ni protagonismos, ni recibir dinero a cambio, como suele ocurrir en entrevistas sobre todo televisivas, aunque también hay cobros en los portales y en los medios radiofónicos y en los escasos medios escritos), y no recibirá —ni espera recibir— componendas por su arrojo, como ha acontecido después de conversaciones con narcos pasando los periodistas como inmaculados héroes saliendo de los infiernos.

2
Un mal periodista uniformiza el lenguaje de sus entrevistados, a pesar de que es sabido que nadie se expresa del mismo modo. No corre riesgos, espera siempre que las cosas le lleguen en lugar de buscarlas. No explora, institucionaliza nada más. Le importa la opinión de sus colegas, aunque a espaldas de ellos se mofe de sus comportamientos. Se mimetiza donde va, carece de personalidad. Selecciona a sus entrevistados (y los mitifica, y los vuelve acorazados guerreros, poniéndose él a sus alturas), pues deniega de ciertos personajes, a quienes no considera trascendentes en la sociedad. No todos valen lo mismo. Y de asesinos y de políticos, vaya uno a saber cómo, siempre recoge agua para su molino.

3
Un buen periodista no pertenece a mafias, ni deambula en circuitos cerrados. Si bien no está aislado, corre en su propia ruta; no se hace acompañar de otros porque no teme la crítica ajena, pues la confronta. En él las llamadas listas negras son inexistentes, porque las otras personas son visibles. A nadie niega, hasta a sus insultadores trata con deferencia. Porque entiende, como Kapuscinski, que su oficio no es para los cínicos. Por eso no consulta lo que publica con los detentadores del poder, ni los busca para satisfacerse con las aprobaciones de los acaudalados. Primero está su escritura informativa, luego —muy luego— vendrá un libro, si es que decide escribirlo.

4
Un mal periodista sólo espera de su círculo el aplauso, sin importarle el resto del gremio: al no ser los otros sus amigos, no tienen ninguna importancia. Por eso recurre a la sistemática negación, evitando sus nombres en el medio donde labora. Nunca está solo: siempre tiene a su lado a sus compinches, sobre todo si su puesto es de alta envergadura. Dice una cosa, pero hace otra (y no se mortifica por ello). Una de sus máximas satisfacciones es saberse apreciado por los jerarcas de los emporios mediáticos y de los partidos políticos. Parcializa su información cuando la publica para poder tramitar los contratos con sus editores, que esperan las revelaciones finales precisamente en los libros de impacto periodístico.

5
Un buen periodista no recibe dádivas del funcionariato político, ni busca a los jerarcas de la administración pública para desayunar con ellos. Se distancia discretamente del principado. Ventila sus comentarios sin esperar adulaciones de nadie, ni llama a los citados en sus textos para recibir tácitos agradecimientos. Estudia, escribe, lee, investiga, polemiza, corrige, vitupera, consulta, admite, disiente, acepta, cuestiona, impugna, agradece. Su escritura es su arma vital, poderosa, única, solidaria.

6
Un mal periodista justifica los obsequios de los poderes políticos con la consabida consigna de yo no lo insté a que lo hicieran. Tal como se han justificado cuando reciben, de manos del mandatario en turno (cuando lo critican en sus artículos a veces con demasiado escarnio, como solía suceder en los periodos priistas y panistas), la componenda que han solicitado obtener —llámese premio, galardón, reconocimiento, que, en México, ya se sabe, se otorgan por compromisos de amistad o intelectuales, premisas que no han dejado de ocurrir ni durante el obradorismo— con las efervescentes palabras: “Si ya lo recibió [ponga usted aquí el nombre que mayor resonancia le retumbe en la cabeza], ¿por qué no habría de recibirlo yo?” Escribe, lee, vitupera según sus intereses, no admite, machaca, fusiona, disiente siempre, no acepta nunca, agradece los comentarios —favorables, obviamente— de la alta clase política, desprecia a sus contrincantes que no simpatizan con sus ideas. Su escritura no es su única arma poderosa, sino es apenas el complemento de sus pujantes relaciones públicas.

7
Un buen periodista trata de leer todo lo que en torno suyo se escribe (no necesariamente sobre él), aunque provenga de plumas que le descorazonan. Está inmerso en su oficio. Es plural y pluraliza, que son dos cosas distintas. No desdeña a sus oponentes, si bien no simpatiza con la mayoría. Come carne de perro, contradiciendo el proverbio periodístico. Porque lo mismo desnuda a un corrupto político que a un corrupto periodista. No discrimina, ni arremete con gratuidad. No espera premios, y si llegan, si es que llegan, se conmueve, pero pronto los olvida.

8
Un mal periodista no lee sino las cosas de sus amigos, pues en realidad su oficio es un pretexto para ganarse la vida. Está inmerso en los susurros de su oficio y se nutre de amigos que un día pueden serle de utilidad. Sólo le interesan los decires de la gente en el poder, los demás son lo de menos. Se dice plural, pero en realidad sabe que es sectario (exquisitamente sectario, si sabe escribir, o le ayudan a bien escribir, o tiene negreros que saben escribir). Desdeña a sus colegas, aunque se cobija de un aura mítico, que lo hace respetable. No come carne de perro, porque en el fondo es tradicionalista. Sabe que un querido amigo suyo es corrupto, pero jamás lo delatará. Si lo premian es porque lo ha buscado y, después de obtener las loas y los reconocimientos (con la debida influencia en los jurados de su especialidad), intenta entonces premiar a los suyos. Discrimina, pero nadie lo nota.
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