Paciencia, que el tiempo vuela.
El niño sabe exactamente la hora en que pasan en la radio sus canciones favoritas, de modo que, digamos a las cuatro con cuatro minutos de la tarde (aunque ya lo ha hecho a las tres y antes a las dos y antes a la una de la tarde), interrumpe su juego del incendio forestal para correr donde está el mueble del televisor, al lado del mecanismo radiofónico, el cual enciende justo en el momento en que comienza su canción: la tararea, la baila y, al final, apaga de nuevo el aparato receptor para volver a su entretenido instrumento electrónico para acabar de una vez por todas de extinguir ese loco fuego que está a punto de matar a toda la fauna del bosque devastado.
A un costado, unos encima de los otros, sin ser tocados, permanecen los dados de colores con el alfabeto entero para que el primogénito aprenda a identificar las letras.
Después, a las cinco con once minutos, retorna al radio, lo enciende justo en el momento en que comienza a ser transmitida otra vez su canción favorita, la que tararea y baila con desmedido júbilo, luego de lo cual apaga de nuevo el aparato receptor y regresa con su juego electrónico, que ha matado ya a más de seiscientas fieras enloquecidas por el tormento del incendio que no cesa. Los dados jamás los ha tocado, ni parece que los ha visto, no sabe ni qué son.
Más tarde, a las seis con tres minutos, se levanta de su asiento para ir corriendo al radio y encenderlo en el momento justo en que empieza su canción favorita, la que tararea y baila con desmedido fervor, luego de lo cual lo apaga de nuevo para retornar a tratar de salvar la vida salvaje, a punto de desaparecer del mapa forestal. Los dados parecen no tener existencia.
Así, hasta que el niño es llamado a cenar y obligado a ir a dormir, que acepta refunfuñando la orden, metida en su cabeza la melodía de su canción favorita.
La madre, al ver a su hijo compungido, dice a su esposo, que juega en el televisor al boliche en el wii, si no ya va siendo hora de que le regalen una Tablet al pequeño para ahorrarle tanta corretiza en vano rumbo al radio.
—O vamos poniendo su cuenta personal en el Spotify para que suba sus canciones preferidas —agrega la madre.
—¡No! —dice el padre con firmeza en la voz, sin perder de vista la pantalla curva de su televisor alargadamente horizontal—, aún no, ahora está demasiado chico como para inundarse de estas perversiones mediáticas. ¡Déjalo crecer, por Dios, que lo que le sobra es precisamente tiempo! Además no está mal que se vaya entrenando, mientras tanto, con su game pocket. Ya dentro de un año, cuando deje el chupón, obtendrá mi permiso de jugar este wii. Te lo prometo. Pero déjalo crecer. ¡Paciencia, mujer, por Dios, que el tiempo vuela!
La madre, sin apartar la vista de su celular (porque recibe en su Facebook más de cuatrocientos ochenta mensajes diarios) vuelve a la cocina.
Mira el calendario: el jueves siguiente cumple dos años su adorado hijo, y está preocupada porque el niño todavía no tiene celular, con la falta que le hace; pero, por más que ha rogado a su marido, éste se ha negado sistemáticamente a concederle ese deseo (“por lo menos vamos a comprarle uno de esos lentes de realidad virtual para que vaya conociendo cómo es de ancho este mundo”, le ha pedido a su esposo, también en vano), incluso, según ella, rebajando la calidad de vida de su bebé (“no le compremos un iPhone veinte, sino un décimo o duodécimo, para que vaya sabiendo sus usos”, le ha pedido ella; “¡no, por Dios, el celular hasta los cuatro años, después del ipod y el wii!”, ha subrayado de modo irrefutable, y estentóreo, el marido).
Pero ella no va a dejar de insistir, que por algo es la señora de la casa.
Faltaba más.
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