Autoría de 4:22 pm #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito • 2 Comments

Declaracionitis – Víctor Roura

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EI corresponsal de The Economist en México, Gideon Lichfield (nacido en 1971, después editor de Wired, si bien no ha dejado la corresponsalía del informativo británico), escribió un punzante ensayo en Letras Libres de julio de 2000, intitulado “La declarocracia en la prensa”, donde puntualizaba, con desparpajo mas con exactitud, los renglones torcidos del periodismo nacional: “Abundó. Aceptó. Aclaró. Acusó. Adujo. Advirtió. Afirmó. Agregó. Añadió. Anotó. Apuntó. Argumentó. Aseguró. Aseveró. Comentó. Concluyó. Consideró. Declaró. Destacó. Detalló. Enfatizó. Explicó. Expresó. Expuso. Externó. Informó. Indicó. Insistió. Lamentó. Manifestó. Mencionó. Observó. Planteó. Precisó. Profundizó. Pronosticó. Pronunció. Prosiguió. Puntualizó. Recalcó. Reconoció. Recordó. Redondeó. Reiteró. Señaló. Sostuvo. Subrayó. Me parece que esta lista de palabras —decía Lichfield— ha de ser un catecismo que se exige aprender religiosamente a todos los estudiantes mexicanos de periodismo en su primer semestre de estudios. Basta revisar cualquier diario mexicano, resaltan como gemas entre los metros de palabrería insípida. Esto, el catálogo inenarrable de sinónimos de dijo, garantiza que no falte en informe alguno del último discurso del licenciado Fulano de Tal, aunque se lo cite veinte veces, el oportuno verbo para enmarcar todas sus adorables frases. Humildemente, quisiera acuñar un nombre para estas palabras sacras: los dijónimos. Dios quiera que no se me haya olvidado alguna”. [Sí, dejó en el olvido el verbo “acotar”.]

      Que lo dijera Lichfield (y qué bueno que lo dijo, porque tenía el aval de ser una voz externa, que es suponer que el periodista se encontraba de observador en la tribuna y no en el ruedo, a pesar, paradójicamente, de ser un corresponsal viviendo y haciendo periodismo en México), y no un periodista mexicano, tenía, aún la tiene, su importancia porque, por razones incomprensibles e intransigentes de la “crítica especializada” local, su observación era, es, entonces considerada, sí, imparcial. Si lo hubiera dicho, por el contrario, un periodista mexicano habría prontamente sido descalificado por innumerables motivos. Uno de ellos podría ser que estuviera resentido o quería vengarse de alguien. Recuerdo que cuando advertíamos que tal o cual institución se había negado a proporcionar la información requerida, cosa que he hecho siempre que la ocasión así lo ameritaba, las secciones culturales de otras publicaciones observaban con desprecio, recelo y desdén estas, según su punto de vista, “innecesarias” y “superfluas” acotaciones. Incluso, algunas de ellas servían, o aún, sirven de colchón para “aminorar” el periodismo que practico. Es decir, a los dos días de haber publicado tal o cual reportaje donde no había quedado bien parada una institución, curiosamente salía editada, en otra publicación, una especie de contrarréplica (con generosas declaraciones, ahí sí, de los funcionarios afectados) de lo que había dado a conocer unos días antes. Nunca apuntaban, por supuesto, que se trataba lo suyo de una respuesta a un reportaje cuya fisonomía no acabó de gustarles, pero la exhibición era obvia. Alguna vez, en los tiempos del salinato, de la sección cultural del ya desaparecido periódico oficial El Nacional llamó “golpeadora” a la sección cultural que entonces comandaba Víctor Roura porque, adujo, no buscaba el tal Roura la concordia ni la concertación con los funcionarios culturales sino, nada más porque sí, el gratuito desacuerdo y la torpe exigencia: ciertas instituciones y políticos culturales desplegaron, incluso, macizas inserciones en diarios como La Jornada o Reforma nada más para amainar, edulcorar o, de plano, otorgar un giro radical a informaciones “contrarias” que se había atrevido a publicar el tal Roura en la sección cultural que en esos momentos editara, pero con la debida pulcritud de no mencionar, ni por asomo, el origen “real” de la bienhechora noticia (esto es, al tal Roura no lo mencionaban por su nombre, sino sólo se indicaba la “falsa” o “tergiversada” información cultural, mas cuando requería hablar con estos funcionarios para que aclararan ellos mismos estas “alterados” altercados, jamás estaban disponibles).

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Lo que tal vez ignoraba el buen Lichfield era que en las secciones de cultura acontecía lo mismo que en las otras planas de los diarios, con la diferencia de que el periodismo cultural, ya con sus veintipico de años incluido en la nómina de los medios escritos, aún no alcanzaban, ni tenían para cuándo, el nivel “trascendental” que poseían, y poseen, las otras remunerativas y, por lo tanto, confiables secciones: “Los dijónimos son síntoma del aspecto quizá más asombroso de la prensa mexicana: la idea de que las noticias no son lo que hay de nuevo, sino lo que haya dicho alguien importante, aunque esa persona o cualquier otra ya lo hubiera dicho, sin importar, realmente, si es verdad o no” —apuntó Lichfield.

      La prensa mexicana, observaba Lichfield, tal vez haga “un excelente registro de lo que dicen los poderosos, pero no sirve para entenderlo, que es el propósito del periodismo. Los periodistas mexicanos reconocen esta enfermedad que les aflige y tiene su nombre: declaracionitis. Podría alegarse que, como persona de lengua inglesa, mi punto de vista es sesgado. Para nosotros la palabra que se traduce como noticia es news; o sea, novedades, mientras en español noticia sugiere algo como información oficial. Un observador ajeno podría deducir, por los ríos de tinta dedicados a los discursos oficiales, que la mano del gobierno sigue pesando mucho en los medios de comunicación. Pero hoy en día los periódicos dedican igual cantidad de espacio a imprimir los también repetitivos lugares comunes de los críticos del gobierno. El control oficial ha disminuido enormemente; lo que queda es el hábito de informar adquirido por la prensa [la cual, hoy,] está menos a merced del gobierno que de sí misma”.

      Ciertamente, el lugar común en el ámbito cultural también ha ganado a la prensa (y a veces hasta a la buena prensa) mexicana. ¿Cuántas veces no vimos, durante el reinado panista, en la prensa televisiva a un puñado de críticos del gobierno (los mismos que ahora continúan debatiendo sobre política en la televisión mexicana), porque pareciera que no hay más de una decena, de pronto volcados a declarar las virtudes del apenas ayer defenestrado Vicente Fox? ¿No hay una impulsiva gana de declaracionitis sólo para figurar en un primer plano, sólo para no estar rezagado en la atmósfera politiquera (y para la muestra morenista, que no se queda rezagada en estos asuntos, la responsable de Cultura de la Ciudad de México, Ana Francis López Bayghen Patiño, declaró que no había, o no debía de haber, ningún conflicto por la contratación del Sonido Polymarchs, propiedad del padre de Paulina Silva, coordinadora de Comunicación Social de la Presidencia de la República: importó, pues, más la declaración que la audición misma, y rápidamente los 12 millones de pesos supuestamente sufragados al sistema de sonido se hicieron a un lado)? ¿No los cansinos y vacuos discursos políticos son lo de menos ante la prominencia de los personajes que declaran con solvencia crítica acerca de los poderes gubernamentales? ¿Nadie puede percatarse, acaso, que estos connotados críticos del gobierno, los más, casualmente han vivido a su costa, que es decir a costa del gobierno, y que su “fiereza crítica” y su “lucidez contestataria” les ha valido ser recompensados económicamente, de manera excesivamente puntual, y con desorbitada generosidad, por ese mismo gobierno del cual discrepan y critican a veces con inusual ansiedad? ¿No El Fisgón (1956) y Helguera (1965-2021) recibieron cientos de miles de pesos en premios que ellos mismos solicitaban en el sexenio zedillista siendo los dos “críticos feroces” del zedillismo?

      A Lichfield le cuesta un poco de trabajo entender estas fabulosas contradicciones, pero no era, ni es, el único en complicarse la vida.

Ana Francis López Bayghen Patiño.

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EI inglés Gideon Lichfield ha de haber conocido una frase aún favorita de los periodistas mexicanos: “Perro no come carne de perro”, cuyo significado metafórico radica en que un periodista no debe, o no puede (acaso porque porta un parecido comportamientio), acusar, levantar injurias o denunciar a otro periodista, aunque sean conocidos sus sobornos, su medianía y sus corruptelas. De esta forma, mutuamente se protegen en el lodazal. De ahí que, en el medio, reluzcan las virtudes, pero se oculten los defectillos. Es imposible hablar, digamos, de un Manuel Buendía cuando utilizaba su pistola para azuzar a los periodistas al despedirlos del diario que le tocara dirigir o de sus nexos no impolutos con personalidades nefandas del gobierno. O de ese otro mito llamado Julio Scherer García, de quien se insiste “renovó” el periodismo mexicano a partir de la revuelta del 68; sin embargo, bastaría echarle una miradita al Excélsior de aquella temporada para comprobar la falsedad de dicha afirmación. Y apenas en enero pasado la revista Proceso publicó una edición especial para, a diez años de la muerte de Scherer García —ocurrida el 7 de enero de 2015—, exaltar su figura periodística.

      Y Lichfield recurrió a los archivos para mirar la realidad. Lástima que no consultara el propio libro de Scherer García: Los Presidentes, donde apunta el exdirector de Proceso su pesar por haber sido excluido de Palacio Nacional luego de los sucesos del 2 de octubre. Sí, Excélsior había proporcionado mayor información verídica que los otros diarios (el colmo hubiera sido lo contrario, teniendo en sus páginas a toda la “conciencia crítica intelectual” del momento), pero Scherer no se engañaba: “Habíamos escamoteado a los lectores capítulos enteros de la historia de esos días —escribió Scherer García en Los Presidentes—. Poco sabíamos de la vida pública de los presos políticos, menos aún de su intimidad, y habíamos evitado las entrevistas con ellos. Habíamos permanecido en la calle, presos nosotros frente a su cárcel. Sabía bien que en nuestras manos había estado la decisión de cumplir o no con ese trabajo, pero también sabía que el presidente no había propiciado el mejor clima para el desarrollo de una información irrestricta”.

      Lo único que le preocupaba a Scherer García aquellos tenebrosos días del 68 era concretar una cita con Gustavo Díaz Ordaz, asunto que ignoraban los lectores, ahítos por encontrar una información que seguramente no hallaban. Hay que recordar, asimismo, que fue el propio Julio Scherer el que recibiera, con cordialidad, al presidente Díaz Ordaz en las puertas del Hotel Camino Real, ocho meses después de la masacre de Tlatelolco, para rendirle honores el Día de la Libertad de Expresión el 7 de junio de 1969.

      “En los años siguientes —apuntó Lichfield—, los artículos de opinión y editoriales de Excélsior son palpablemente más críticos que los demás. Pero sus notas siguen las mismas pautas que las de El Universal. En 1970 ambos periódicos le dedican el gran espacio de costumbre al candidato del PRI a la presidencia, Luis Echeverría, informando de todos y cada uno de sus actos de campaña. Pocas veces Excélsior le prestó atención a los candidatos de la oposición o informó de algo que dijera Echeverría sin defenderlo servilmente”.

Luis Echeverría y Julio Scherer.

      Asimismo, el ensayista británico se refirió a los apoyos gubernamentales, en sus distintas facetas, como el verdadero sujetador y controlador de la prensa: “La amenaza tácita de retirarles estos beneficios aseguraba que pocas veces fuera necesaria la censura; los medios más bien solían autocensurarse, con tal eficacia que rara vez hacía falta retirar esas prerrogativas”.

      Casos, sin embargo, no han faltado. “En ocasiones se ha retirado la publicidad del gobierno —dijo Lichfield—; entre los casos más dignos de atención están la revista Proceso, de Julio Scherer, a la que José López Portillo le quitó la publicidad con su famosa frase: ‘No parece sano el que paguemos para que nos peguen’. De manera parecida, Carlos Salinas ordenó a los bancos que dejaran de anunciarse en El Financiero cuando este cuestionó la legitimidad de su elección en 1988. Pero el intento de represión hizo salir el tiro por la culata, porque tanto El Financiero como Proceso aprendieron a ser económicamente independientes del gobierno”.

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Estas relaciones de la Prensa con el Poder dejaron asombrado al corresponsal en México de The Economist: “Los verdaderos controles —escribió Lichfieid— que quedan son más irrisorios que siniestros. Por ejemplo, la ‘regla del 12.5 %’, venganza de Gustavo Díaz Ordaz contra los medios electrónicos por su tratamiento (aunque fuera muy tímido) de la masacre de 1968, merced a la cual las estaciones de radio y de televisión tienen que dedicarle una octava parte de su tiempo en el aire al gobierno. Ni la dependencia oficial más vigorosa podría producir ese volumen de publicidad; pero todas hacen su mejor esfuerzo, razón por la cual hay que pasar horas de embotellamiento en el tránsito urbano escuchando a algún funcionario de la Secretaría de Salud decirnos que ‘¡Aprender a cuidarse es aprender a amarse!’. O la semanal Hora Nacional, durante la cual todas las estaciones de radio tienen que ceder a una pasmosa transmisión del gobierno. La primera vez que encendí la radio un domingo por la noche, y encontré en todas las estaciones a una señora de voz distinguida presentar recetas de mole, pensé que habría ocurrido una terrible crisis y las autoridades habrían suprimido temporalmente las noticias”.

      La Hora Nacional, tal vez no lo sabía Lichfield, es el único programa radiofónico que, por una vez, logra unificar simbólicamente, sin preámbulos ni reticencias de ninguna especie, a los mexicanos en una firme decisión: la de apagar, justamente, la radio.

      “Con todo, quizá me estoy excediendo —dijo, con humildad, Lichfield—. Las técnicas del periodismo mexicano se han engastado a través de muchas décadas de ejercicio. ¿Quién soy yo, un extranjero relativamente recién llegado a México, para decir que son un error?”.

      Por ello, proponía un método con nuevos dijónimos para hacer más crítica a la ya supuesta crítica prensa mexicana. Y daba un ejemplo de nota informativa con el nuevo método periodístico: “El problema de la corrupción policiaca es cada vez menor, fantaseó hoy el subprocurador de la PGR en un discurso pronunciado ante nuevos elementos de la Policía Judicial Federal. ‘Ya no hay impunidad’, mintió el servidor público. Además, evadió, ‘no hemos registrado ningún caso de corrupción en las fuerzas policiacas en los últimos seis meses’. No obstante, se contradijo, ‘estamos aplicando toda la fuerza de la ley a los que sigan con las viejas prácticas’. Después, el subprocurador deliró acerca de los logros en materia de combate al narcotráfico. ‘Hemos decomisado más droga este año que jamás en la historia de la PGR’, inventó”.

      No se excedió Lichfield en su crítica, ni mucho menos.

      Si la prensa hablara con mayor veracidad de la prensa, los medianos periodistas, que abundan en demasía en el medio, se difuminarían darwinianamente por una impecable selección (entonces ahora sí) natural.

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Last modified: 19 mayo, 2025
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