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En la colección literaria del ISSSTE, que antes de finalizar 1999 había llegado a 60 títulos, Emilio Carballido (nacido en la veracruzana Córdoba hace un siglo, el 22 de mayo de 1925, fallecido 82 años después, el 11 de febrero de 2008) entregó su obra teatral ¡Silencio, pollos pelones, ya les van a echar su máiz! (publicada incluso con las originales partituras musicales del compositor coahuilense Rafael Elizondo —1930-1984), cuyo argumento, pese a haber sido escrito hace más de medio centenar de años, continúa siendo alarmantemente vigente. Estrenada el 28 de agosto de 1963, la puesta está centrada en la inesperada muerte de Porfirio, que así deja en el abandono a su familia, ya de por sí en la miseria. A partir de ahí, se desarrolla una interminable relación entre la ciudadanía y la burocracia federal.
Ahogado Porfirio en el río, Erasto es el encargado de avisar sobre la infausta muerte a doña Nieves, la esposa (“pues… fíjese que… Porfirio, que en paz descanse, no va a venir a comer”), que decide ir a la capital para ver a Leonela, directora de Asistencia Pública, y de quien se sabe, aparte de ser la tía del gobernador, es una buena y comprensible persona, dispuesta a ayudar al prójimo pero, tal vez, demasiado ingenua.
Carballido, con el mismo tema, también elaboró un célebre cuento (“La caja vacía”), que a su vez dio título a uno de sus agudos libros de relatos. Si bien en esencia el argumento es el mismo, Carballido diferenció correctamente los géneros. Modificó el trato, la forma, el estilo. Como cuento va al grano, sin rodeos, sin pormenores. En cambio, teatralizado el asunto, busca que no se le escape ningún detalle y hasta inventa situaciones para dejar clara la representación. Su cuento “La caja vacía” ocupa, en un libro, un promedio de doce páginas. Su libro de teatro ¡Silencio, pollos pelones, ya les van a echar su máiz! contiene un poco más de 100 páginas. En teatro, por ejemplo, Carballido extiende las bondades de Leonela para exhibir, asimismo, el comportamiento contradictorio del ciudadano.

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Un borracho la va a ver (en los tiempos de su Refugio Guadalupano, antes de ser funcionaria del gobierno) para pedirle dinero —y así continuar la parranda—, ya que sabe que ella lo da, pero se ingenia un truquillo inocente: dice que su madre está enferma.
Borracho: (Llorando) ¡Se muere! Necesito 70 pesos para medicinas; que sean 50 si no se puede más.
Leonela: (Bondadosa) No llore. Irá el médico a visitarla. Le llevará todas las medicinas que hagan falta. Deme la dirección.
Borracho: (Desconcertado) Pero es mucha molestia…
Leonela: ¿Molestia? Para eso nos puso Dios aquí.
Borracho: (Lloroso) En Tumbaburros 3 interior 12 tiene usted su casa.
Leonela: (Anota) Váyase tranquilo. Su madre tendrá médico, medicinas, hasta hospital si hace falta.
El borracho le besa las manos de rodillas.
Borracho: Gracias. Gracias. ¿No tiene un peso para mis camiones?
Leonela: Váyase a pie, el aire le hará bien. (A la secretaria) Que acuda inmediatamente el médico a esta dirección y proporcione cuanto haga falta.
Mientras la mujer cumple a cabalidad con sus funciones, el borracho se va decepcionado.
Borracho: Fregada vieja tacaña, ni un centavo aflojó.
Coro E: ¿Pues no que tanta caridad?
Borracho: Lloré, hasta a mí me daba tristeza. Ella nomás me pidió la dirección para mandar médico y medicinas.
Coro E: ¿Y qué le hicistes?
Borracho: Le di la de una pinche vecina que está muriéndose.
Pero Leonela, prontamente, detestará el oficio. Ya como funcionaria, en dos meses se acaba el presupuesto de un año. Las regaderas que ha regalado a los pobres para su aseo personal, al no tener tuberías apropiadas las han mal vendido a peso y dos pesos. El gobernador, su sobrino Eustaquio, le impone con severidad un alto total a su despilfarro y le exige que exhiba el cuadro del Señor Presidente, que la tía Leonela había suplido por una imagen religiosa. Después del regaño, la tía cambia radicalmente. Ya no atiende a la gente que acude a verla, y si lo hace se vuelve desconfiada, reticente, voluble. Se burocratiza con rapidez. Es cuando llegan Nieves y su amiga Domitila a pedir ayuda: no han encontrado el cuerpo de Porfirio, pero necesitan dinero para el entierro. Cuando le enteran a Leonela del caso, la funcionaria se desespera: “Si se hiciera un reporte por cada muerto, por cada enfermo, por cada indigente, no alcanzaría todo el papel que hay en el estado. ¿Y por qué están así? Por sinvergüenzas y tramposos, por sucios, por embusteros y farsantes, por vividores. Chillan como pajarracos hambrientos, hasta que les llenan el buche. Se les vacía: vuelven a chillar. Me han robado los años de mi vida, me han hecho parecer estúpida y ladrona, ¡a mí! ¡Que les gasté cuanto dinero me sobraba! Me hacían creer que yo era buena: idiota, eso era yo. Mi tiempo, mi dinero, todo tirado al pozo. Quisiera yo juntarlo otra vez: abriría mi Refugio de nuevo, nada más para darme el gusto de echarlos a empujones. ¿No les gusta vivir así como viven? iPues que ellos mismos hagan algo!”
Ante la petición de las mujeres, Leonela ordena que se les envíe un ataúd porque, como el cuerpo de Porfirio no ha aparecido por ningún lado del río que se lo ha comido misteriosamente, el entierro no puede realizarse.
Sin cuerpo no puede haber entierro.
Leonela enfurece.
“Pretextos —dice—. Lo sé muy bien: ésas han escondido al muerto para exigir dinero en efectivo, y bebérselo. (Golpea la mesa) ¡Así son, las conozco! Se les dará caja y entierro, o nada”.
Y las mujeres no saben qué hacer con la caja vacía, que no cabe en su casa.
“Lo guardaron debajo de la cama —dice Carballido en el cuento—, pero ahí asustaba a los niños (ya les habían dicho que era una caja de muerto); lo metieron al corral, pero las gallinas empezaron a ensuciarlo. Afuera de la casa era imposible que estuviera. Al fin lo pusieron de pie: esquinaron un ropero y lo acomodaron detrás, pero los adornos de metal, muy grandes, no permitían un equilibrio permanente y se venía súbitamente de boca, balanceaba así al frágil ropero, amenazando tirarlo; esto ocurría cada vez que pasaba el tren. Allí lo dejaron, sin embargo, porque las dos mujeres ya estaban hartas de andar acarreando el fúnebre mueble de un lado a otro”.

3
En su obra, Carballido exhibe los dos polos opuestos de la sociedad (pueblo-gobierno), cada uno con necesidades diversas, caminando acaso juntos, pero de manera paralela, equidistante, jamás encontrados, nunca unidos en un cruce ni un punto común.
Las mujeres pobres de Emilio Carballido, según él mismo apunta, viven, a falta de estímulos más reales, “de milagros”, tal como lo han hecho, desde el origen de los tiempos, los desafortunados de este reino.
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