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Rosario Castellanos, centenario natal – Víctor Roura

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Decía Elena Poniatowska (1932), señalaba Eduardo Mejía (1948) que Rosario Castellanos era una escritora con sólo sor Juana Inés de la Cruz como antecedente literario “y, como otros grandes escritores mexicanos —refiere el propio Eduardo Mejía, autor de la compilación y las notas del segundo tomo, que abarca poesía, teatro y ensayo, de las Obras de Rosario Castellanos que el Fondo de Cultura Económica editó en 1999, en la colección ‘Letras Mexicanas’, en el XXV aniversario de la muerte de la poeta, ocurrida el 7 de agosto de 1974—, sin discípulos ni escuela aunque, sí, por fortuna, muchos seguidores, muchos lectores, muchos admiradores”.

      El volumen, de 1,028 páginas, contiene los poco más de 160 poemas, las cuatro piezas teatrales y los más de 100 ensayos que construyera Rosario Castellanos a lo largo de sus 49 años de edad, truncados por un corto circuito provocado por una lámpara mal conectada en Israel, donde fungía como embajadora mexicana desde 1971: “Su obra crítica —comenta Mejía, a quien se debe también el descubrimiento y la postrera publicación, en 1997, del libro de Rosario Castellanos intitulado Rito de iniciación, que durmiera inédito más de 20 años—, vista a más de dos décadas de distancia, es una de las más rigurosas de esta época: lectora voraz, sabía comprender géneros o estilos lejanos, incluso opuestos al suyo, y su visión abarcaba no sólo lo literario, sino, sobre todo, lo social y lo político; leía a los jóvenes, a los mayores, a los clásicos, a sus contemporáneos, con el mismo rigor y entusiasmo”.

      Sin embargo, pese a ser una “lectora voraz”, tal como la califica Eduardo Mejía, “fue una escritora reticente a las publicaciones y sólo accedió a llevar alguno de sus libros a la imprenta por la presión de sus amigos. De no haber sido por esa circunstancia sólo se conocería la poesía y la narrativa de la mayor de nuestras escritoras”.

      Aunque no fue liviana en sus juicios, “nunca se creyó ensayista, y fue en este género donde menos hizo por tener reconocimiento. Escribió muchos prólogos, no por compromiso editorial sino por identificación con los escritores a los que presentaba, con los géneros que recomendaba, sin pretender sentar plaza de conocedora ni de erudita. Sus prólogos son verdaderas introducciones a los temas tratados, invitaciones a la lectura, pero también son más que eso: reflexiones agudas, inteligentes, pero no definitorias”.

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Rosario Castellanos, cuyo centenario natal conmemoramos este 25 de mayo, “logró el ideal del crítico —subrayaba Eduardo Mejía—: no dejarse llevar por simpatías o por antipatías, no involucrar su pensamiento político con el del autor del libro comentado, leer sin prejuicios, entrar a cada libro con una inocencia absoluta, dispuesta a dejarse deslumbrar, creyendo siempre en el autor. Además, el rigor crítico no la condujo al silencio, como ha sucedido en México con la mayor parte de los buenos críticos, que terminan alejándose de la creación, y acumulan rencor contra los que siguen escribiendo”.

      En el último capítulo del grueso tomo, dedicado a los ensayos autobiográficos, podemos percibir con claridad lo comentado por el antólogo (“aunque era de una timidez y una antisolemnidad que excluían la autopromoción, Castellanos habló varias veces de sí misma con un desenfado, una humildad y un humor singulares en la literatura mexicana”). Percibimos una admirable, e insólita, autocrítica: apunta la escritora que su primer poemario (“larguísimo en el que quería abarcar el universo entero”) es tan ambicioso como fallido: “No me sirvió siquiera para aprender ni la brevedad ni la sobriedad —dice—. Todos sus excesos y sus defectos se repitieron en el poema siguiente: ‘Apuntes para una declaración de fe’, al que le añadía, como toque original, el uso deliberado de lugares comunes y de prosaísmos para pintar un panorama negro del mundo contemporáneo y terminar en una apoteosis esperanzada, y absolutamente gratuita, de un futuro mejor que tendría su desarrollo (¿cómo no?) en las ubérrimas tierras americanas. Aún me quema la cara la vergüenza de engendro semejante que fue recibido por la crítica con los denuestos que se merecía”.

      Su honestidad siempre fue palpable lo mismo en su prosa que en las entrevistas que concedía. En la ya clásica charla que sostuvo con Emmanuel Carballo —Guadalajara, 1929-2014—, incluida en el libro Protagonistas de la literatura mexicana, segunda serie de Lecturas Mexicanas, número 48 / Ediciones del Ermitaño y la SEP, 1986, Rosario Castellanos habló sin tapujos de su obra.

      Cuando Carballo le menciona el libro De la vigilia estéril, la poeta de inmediato dice que dicho título, para comenzar, es un desastre: “Allí se nota cierta tendencia a la abstracción, tendencia que también es evidente en el libro anterior. No me parecía válida la abstracción, por lo menos no deseaba escribir poemas intelectuales… y es que, por esos años [principios de los cincuenta], poseía una facilidad siniestra para alargar los poemas, y me dejaba llevar por ella: una imagen me conducía a otra, un adjetivo traía consigo otro adjetivo. Y así hasta el infinito”.

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En sus apuntes autobiográficos, Rosario Castellanos era igual de crítica consigo misma: “¿Justificar un libro? Es más sencillo escribir otro y dejar a los críticos la tarea de transformar lo confuso en explícito, lo vago en preciso, lo errático en sistema, lo arbitrario en sustancial —dijo a Emmanuel Carballo—. Pero cuando, como en mi caso, se reúnen todos los libros de poemas en un solo volumen que, al abrirse, deja leer un primer verso que afirma que ‘el mundo gime estéril, como un hongo’ no queda más remedio que, apresuradamente, proceder a dar explicaciones. Pues, como en su momento me hicieron ver los comentaristas, el hongo es la antítesis de la esterilidad ya que prolifera con una desvergonzada abundancia y casi con una falta completa de estímulos”.

      Lo que quería decir la poeta era que el mundo tenía una generación tan espontánea como la del hongo, “que no era el resultado de las leyes internas de la materia, ni la conditio sine qua non para que se desarrollara el drama humano. Que el mundo era, en fin, el ejemplo perfecto de la gratuidad. ¿Por qué [entonces] si era eso lo que yo quería decir, no lo dije? Pues sencillamente porque no acerté a hacerlo”.

      El valor de un poeta, ciertamente, también radica en su honestidad, elemento hoy tan prescindible en la poesía corno prescindibles son, hoy, las demandas y las renuncias en la relación amorosa.

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Last modified: 26 mayo, 2025
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