A Efrén del Valle lo conocían en toda la redacción como el último poeta de la nota roja. A pesar del sudor, de las prisas, de los cafés requemados y de los jefes de información ladrando titulares imposibles, él llegaba cada mañana con su cuaderno de espiral y su chaqueta de cuero raída como si acabara de bajarse del Citybus Express.
Escribía desde las entrañas. El oaxaqueño tenía la rara virtud de hacer que una nota sobre un choque en la Avenida Central pareciera sacada de un cuento de Raymond Carver, por su realismo. Y no era por arrogancia, era por instinto. El cabrón escribía bien. Muy bien. Como ya nadie.
Cubría todo. El barrio, el crimen, la política, la tragedia del día. Lo suyo era el ritmo. Las frases caminaban. Respiraban. Hacían pausas como si tomaran un cigarro entre palabra y palabra. Sabía cuándo golpear con una línea y cuándo abrazar con una imagen.
Sus textos no sólo se leían, se escuchaban. Pum-ba-pa-pum-pum-pum, como una marcha fúnebre con mariachis.
A nadie dijo que su escritura, se inspiraba en el tamborileo de los sonámbulos.
Pero un día se quebró. Así, sin aviso. Lo vieron salir del edificio de cantera de Magdalena Apasco, doblado, derrotado, con los ojos vacíos de tinta.
Nunca volvió a firmar una nota como antes. Ni ocho columnas, ni secundarias, ni siquiera un pie de foto en la página de sociales.
—Vale madre —decía mi compadre Juan, el viejo jefe de cierre, con su voz de borracho—. Se le murió su editor.
Y con eso estaba dicho todo.
Porque lo que nadie había querido admitir es que en la redacción —como en muchas otras del país— el último corrector de estilo había sido despedido la semana anterior. Sin ceremonia. Sin un adiós. Sin siquiera un pinche aplauso.

El editor de Efrén no era sólo quien le ponía comas o corregía un “haiga” escapado. Era su espejo. Su domador. Su cómplice. Era el tipo que le sacaba brillo al diamante bruto. Que sabía cuándo cortar, cuándo empujar, cuándo dejar una frase temblando al final del párrafo para que doliera.
En aquellos tiempos, los periódicos todavía contrataban correctores de estilo. Humanos, no algoritmos. Gente que había leído a Faulkner, a Monsiváis, a Leila Guerriero. Tipos que se bebían el diccionario como otros se beben el mezcal. Que podían encontrar el alma de una crónica entre diez párrafos mal escritos y devolverla del otro lado como un milagro.

Hoy, en las redacciones hay pantallas brillantes y jefes que no leen. Y lo que se publica no está escrito, sino escupido. Se entrega directo, sin pasar por el alambique de la corrección. Se presume la inmediatez. Se sacrifica la belleza.
Efrén cayó entonces en una especie de orfandad narrativa. Nadie le dijo que una frase cojeaba. Nadie le limpió la sangre de los adjetivos. Nadie le devolvió la música. Y cuando un periodista pierde el ritmo, pierde también el alma.
Ahora anda por ahí, todavía, en redes sociales, posteando cosas. A veces escribe columnas que nadie edita. Tiene seguidores. Lo comparten. Pero algo falta. Algo se siente vacío, desacompasado. Como una sinfonía sin director. Como una nota escrita en tiempo pasado que debería haber sido presente.
En las redacciones modernas ya no se oyen las teclas como metralletas. Pocos superaban los 500 impactos por minuto en la máquina de escribir. Ni los gritos del corrector que tira la nota al cesto de basura o devuelve un texto a mano limpia: “¡Esto no se entiende, carajo, vuelve a escribirlo!” Ahora todo es silencio y scroll infinito.
Y es que nadie se da cuenta, pero cada que un corrector se va, se muere una forma de mirar el mundo.
Y lo peor es que ya nadie los llora.
Siempre dedicados, y muchas veces poco reconocidos y a la sombra de los reporteros, que algunos ” no sabemos escribir”. Descanse en paz Efrén, ahí quedó plasmada su labor bajo los artículos firmados por otro.
Triste pero es la realidad se está pasando la estafeta a las máquinas y se está perdiendo el lado humano de una buena crónica
Qué triste, poco a poco se pierde el alma del periodismo y con ellos el alma de los humanos.