Acostumbrado a trabajar bajo presión. Eso decía la oferta de empleo de los periódicos, como si fuese un elogio. Una sentencia disfrazada de virtud. En los diarios era literal. Presión. No esa que romantiza la productividad, sino la que aplasta. La que te corta el sueño, la que te dobla la espalda, la que te deja el estómago vacío y el alma llena de notas sin firmar.
La redacción era un campo de batalla sin sangre, pero con muertos. No eran visibles. Caían en la madrugada. De pie, frente al monitor, o sentados con la cabeza entre las manos. Periodistas que morían de noche, porque así eran los cierres. Tardíos. Eternos. Un infierno de teclas, líneas, teléfonos, gritos de editores y miradas perdidas en el papel, después en la pantalla. El día siguiente era el mismo. Y el siguiente también.
Eso era el diarismo. Un bucle sin pausa.
Había aprendices. Llegaban con hambre y se iban con úlceras. Los formaban a la antigua, sin permiso para el miedo. Debían traer agenda propia, historias propias, ideas propias. A falta de sueldo justo, se les enseñaba la dignidad del oficio. El método era observar, husmear, preguntar, sobrevivir. Con suerte, escribían diez notas en un día. Y guardaban otras para después. Como quien esconde pan para el invierno.
No es como ahora.

Ahora el reportero llega tarde, transmite en vivo desde el celular, tartamudea, dice lo que ve y después edita el video para explicar lo que quiso decir en el en vivo. Si es que habla. Periodismo a la inversa.
Hubo un tiempo en que los periodistas eran estrellas. Sin título universitario varios, pero con olfato. Sin másteres, pero con calle. Eran más activistas que comunicadores. Gestores, puentes entre el poder y la rabia popular. Su directorio de contactos era más valioso que cualquier diploma. Algunos cargaban con demandas sociales como si fueran propias. Otros sabían a quién llamar para conseguir una silla de ruedas o detener un desalojo.
Su única obligación era llevar la nota
No sabían de logística. Ni les importaba. Solo pensaban en el cierre. La quincena llegaba con descuentos creativos, porque los editores se clavaban su parte. A veces por errores inventados. A veces por costumbre. Las vacaciones eran una leyenda. El descanso, un lujo. El director se las birlaba con una sonrisa: “¿Quién va a cubrir tu fuente?”
Y luego, cuando dominaban el oficio, desaparecían. Sólo el editor sabía de ellos. Les bastaba un “lánzate para allá”. Y allá iban. Donde dolía, donde ardía. Donde nadie quería ir. Y lo hacían sin aspavientos.
Pero algo se rompió.
Un día entendieron que estaban siendo usados. Que las órdenes de trabajo coincidían sospechosamente con lo que se decía en voz baja la noche anterior. Que los chismes terminaban como titulares. Que sus comentarios servían para extorsionar. Que cualquier revelación era arma de doble filo. Y entonces dejaron de hablar. De confiar. De compartir.
Guardaron silencio.
Ya no hubo sobremesas informativas. Sólo saludos secos. Hasta entre ellos se volvieron desconfiados. Las frases se volvieron neutras. La redacción, un desierto de secretos. Aprendieron a callar. A proteger lo que sabían. A escribir lo justo. A guardar lo importante para sí. Fue una forma de resistencia. Un escudo. Una tregua con el desgaste.
Así se fundó una ética involuntaria.
Se perdieron fuentes. Hubo desconfianza. Se cayeron pactos. Se desvanecieron lealtades. El oficio cambió. Menos presión, dicen ahora. Pero también menos periodismo.
Porque hay una verdad incómoda, muchos no han aprendido la lección. Creen que el periodismo es rasgarse las vestiduras, un hilo en X o una selfie con el gobernador. No han olido el miedo de una cobertura nocturna. No han sentido el sabor metálico de la urgencia. No han tenido que escribir bajo amenaza, con las manos temblando, mientras el editor grita: “¡Falta una más para la primera plana!”

Pero no es su culpa. El tiempo es otro. El oficio también.
Lo que sí pueden hacer, si algún día lo necesitan —una fuente difícil, una historia delicada, una pista perdida, un hombro para llorar—, es acudir a uno de esos periodistas de la vieja guardia que aún respiran, aunque hayan muerto ya varias veces en cada cierre.
Uno de esos que trabajaban bajo presión.
Seguro, les dará mucho gusto ayudarles.
Sin cobrar. Sin regañar.
Sólo por no dejar que se pierda del todo el oficio.