Autoría de 4:12 pm #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito

Tres lustros de la muerte de Monsiváis y tres décadas y media de la presentación de Juanga en Bellas Artes – Víctor Roura

Hace tres décadas y media, en mayo de 1990, se presentó en el Palacio de Bellas Artes el cantautor Juan Gabriel —fallecido a los 66 años de edad el 28 de agosto de 2016—, convirtiendo, de súbito, al INBA en una sucursal de Ocesa, que justo en ese momento —en el segundo año, apenas, del salinato en un periodo fabuloso de apertura pop (todo lo que oliera a dinero en el neoliberalismo, ya se sabe, era apresuradamente domesticado y apropiado)—, comenzaba a expandir el mercado masivo del entretenimiento mezclando apoteósicamente el espectáculo con la cultura sin medir más parámetros cualitativos que el dinero obtenido, que eso finalmente era la modernización salinista. La influencia, por supuesto, de Carlos Monsiváis —fallecido a los 72 años de edad hace tres lustros, el 19 de junio de 2010— para montar ese show fue determinante.

      Esta plática con Monsiváis no fue sencilla: en aquel entonces el intelectual era reticente en hablar de Televisa, tema que solía evitar supongo que por intereses suyos muy personales.

Coincidencias de género

La prensa, en su abrumadora mayoría, no quiso ver en ese espectáculo la diáfana sumisión del espectro cultural a los hábitos televisivos. Por una poderosa razón: detrás de la actuación del Divo de Juárez estaba nada menos que la aprobación de Carlos Monsiváis, a quien nadie se atrevía cuestionar por temor a ser abruptamente descalificado. O ignorado en el medio intelectual. Por el contrario: a raíz de esta aparición “cultural” en el coso de Bellas Artes no faltaron los arduos ensayos para tratar de ubicar culturalmente a Juan Gabriel, entonces de 40 años de edad (¡hasta salió con prontitud un libro con varios textos literarios en torno de Juanga!). Aquí y allá, de pronto, el cantor se convirtió en el tema recurrente… a pesar de su generalizada mediana producción discográfica.

      (A nadie debió haber extrañado, por lo tanto, la asistencia de, se dice, 70,000 personas a la explanada al aire libre de la Cineteca Nacional de la Ciudad de México, el viernes 13 de septiembre de 2024, para mirar la película Juan Gabriel: Mis 40 en Bellas Artes: en un periodo como el actual, donde las redes sociales son las regidoras del hábito de espectáculos sin escudriñar en los resquicios de la música, lo de menos es la hondura musical, lo de más es la exaltación de la figura pública; ¿no durante el primer sexenio morenista las autoridades culturales trataron de reivindicar a Bud Bunny y la banda favorita del presidente de la República no era otra sino el Grupo Firme? Treinta y cinco años después, el concierto de Juanga en Bellas Artes es ya historia para las nuevas generaciones que no supieron, nunca, la verdadera historia detrás de aquel entramado comercial con la alianza del sistema cultural: si bien en ningún otro país el cantautor Juanga es apreciado musicalmente, en México continúa siendo —la marca Juan Gabriel— una gran maquinaria de hacer dinero sin importar —porque en el comercio estas cosas no son trascendentes—, la equidad de género.)

      Lo que estaba ocurriendo en ese momento, en realidad, no era sino un acto de reivindicación de géneros. Carlos Monsiváis nunca salió literalmente del clóset, pero era conocida su inclinación homosexual. Por lo menos en el ámbito literario no era éste un rumor, sino una insospechada confirmación. Como en el caso de Ricky Martin, que no era necesaria su confesión para adivinar lo que ocultaba, en Carlos Monsiváis lo obvio no requería tampoco una corroboración. Y no es sino hasta uno de sus últimos libros: El Estado laico y sus malquerientes (2008), donde por fin se extiende, en un largo ensayo, en este complejo tema… aun sin aceptar su propia condición.

      Por eso era difícil refutar la presencia de Juan Gabriel en Bellas Artes, so pena de verse sorprendido como un vulgar homofóbico, que fue, en ese entonces, la silenciosa deturpación para todo aquel que se opusiera estéticamente a dicho espectáculo. Y el video de su actuación lo dice todo: Bellas Artes fue momentáneamente un palenque, un estudio de Televisa, un recinto de Ocesa. La magnífica coyuntura, pues, del naciente empresariado nacional popero para introducirse en campos fértiles, inexplorados, velada, raquítica, reducidamente seducidos.

      (Ya se sabe que en cuestiones de dinero los aspectos musicales no cuentan. Ahí están para confirmar esta grandiosa teoría los Osmond Brothers o los Jackson Five, Breatney Spears, los Backstreet Boys o las Spice Girls o las Blackpink, Rose o Sabrina Carpenter. Lo importante, como ocurría con Juan Gabriel, es llenar estadios o auditorios.)

“La TV lo rige todo”

La prensa recibió sin objeciones este regalo de Televisa a la cultura nacional —la aparición de Juan Gabriel en Bellas Artes—, porque estaba de antemano avalado por el gran cronista urbano, quien ―según reveló en su momento el periodista Jenaro Villamil en Proceso―, entre los días 26 y 27 de marzo de 2010, antes de que cayera en coma en el Hospital Médica Sur, hizo algunos breves borradores para un largo ensayo que ya no le fue posible redondear, pero en los cuales apunta lo que siempre Monsiváis y quien esto escribe discutieron sin llegar a ningún término bonancible: “La industria del disco ―bocetó Monsiváis, de acuerdo con Villamil―. cambia la idea del espectáculo porque la TV lo rige todo. Internet. Bajar canciones. El intérprete es el primer intermediario de una cadena que deposita la canción en la zona de la moda que es intercambio social. Creación de las famas a plazo fijo”.

      Ya en 1981, en su libro Escenas de pudor y liviandad, Carlos Monsiváis inserta a Juan Gabriel como una “institución” nacional precisamente, y sobre todo, por haber triunfado siendo “distinto” en un mundo masculinizado. “En el encono contra Juan Gabriel ―escribió Monsiváis― actúa el odio a lo distinto, a lo prohibido por la ética judeo-cristiana, pero también se manifiesta el rencor por el éxito de quien, en otra generación, bajo otra moral social, hubiese sido un paria, un invisible socialmente”.

      ¿Cómo se atreve Juan Gabriel a atreverse?

      Y no faltaba, nunca faltaba, la incorporación de Salvador Novo, ese modelo avasallador para Monsiváis: “Toda proporción guardada, el caso de Juan Gabriel es semejante al del escritor Salvador Novo. A los dos, una sociedad los eligió para encumbrarlos a través del linchamiento verbal y la admiración. Las víctimas consagradas. Los marginados en el centro. Ante el acoso, Novo se defendió con el uso magistral de la ironía y la creación del ubicuo personaje irónico también llamado Salvador Novo; Juan Gabriel con el sentimentalismo de doble filo y la fabricación de un gusto popular”.

      Por eso la cuestión del cantor comercial en Bellas Artes, más que un acto de conciencia creativa (y no dudo de que a Monsiváis le gustaran sus canciones, que en gustos se rompen géneros… hasta sexuales), fue una provocación cultural: el arrebato homosexual rompe las barreras del machismo en la máxima plaza del arte en México. No en vano Monsiváis fue el encargado de escribir el texto en el programa de mano para la presentación del showman televisivo… ¡adelantándose con generosidad a lo que aún no veíamos pero basándose en las previas actuaciones del Divo en cabaretes, palenques, foros mediáticos! Repito: todavía Ocesa no entraba de lleno en su caudalosa ola de conciertos que llevaría a cabo a partir de noviembre de 1990, seis meses después de que Juan Gabriel ocupara Bellas Artes.

      Carlos Monsiváis no quería ver que Juan Gabriel era obra de la televisión privada (aunque también entiendo el difícil papel del crítico que era, o debía ser, Monsiváis con la televisión a pesar de ser empleado, él mismo, del emporio Televisa). Porque, vamos, Juan Gabriel no se hizo solito, sino fue impulsado, primero, por la transnacional RCA Víctor y, después, por los programas del emporio masculinizado de Azcárraga Milmo, donde se desenvuelven, y desarrollan, en su interior cientos de simpatías amaneradas, por lo que se puede subrayar, sin temor al equívoco, que esa empresa televisora abrió sin prejuicios los canales del entorno gay al sistema de los espectáculos, subrayado visiblemente con la entrada del heredero Azcárraga Jean en 1997.

“No puedes negar que Juan Gabriel tiene muy buenas canciones”

―¿Por qué no quieres ver que el caso de Juan Gabriel ―le decía a Monsiváis― es un “fenómeno” inducido, un portento de la mercadotecnia televisiva, una imposición radiofónica?

      Me miraba pensativo, tras sus grandes lentes.

      ―No puedes negar que tiene muy buenas canciones ―me respondía.

      ―Un puñado, ni siquiera tres decenas…

      Y esquivaba de nuevo la conversación. Y ni hablar de coincidencias gay, ni de posibles leves enamoramientos, que podían pasar como una ofensa soterrada, dada la nunca, como ya dije, salida del clóset monsivaisiana (un año después de la muerte del cronista oriundo de la Portales, Guadalupe Loaeza publicaba, en abril de 2011, su libro En el clóset donde pasa revisión, en 234 páginas, de los homosexuales “famosos” que jamás salieron del clóset, incluido Carlos Monsiváis). Pero debido a las especiales ―y delicadas― circunstancias, uno necesariamente pasaba de homofóbico, aunque no lo fuera.

      En 1990, ante la inminente presentación de Juan Gabriel en Bellas Artes, los periodistas, la mayoría, si no es que todos, aplaudieron la entrada de la “estrella” televisiva al Palacio de Mármol. Yo pensaba que era un asunto demasiado serio como para cortejar, así nada más, la filtración del emporio mediático en la cultura nacional, cuando esta empresa no tiene definida, nunca la ha tenido, una política al respecto, dada su entrega parcializada y absoluta al mercado azaroso de la imposición del entretenimiento baladí, transitorio, fútil, irrazonable y, muchas veces, vulgar, de manera que, en aquel momento, abordé a varias figuras de la cultura mexicana para escuchar con atención sus puntos de vista: Daniel Cazés, Adolfo Gilly, Armando Ramírez, Carlos Ramírez y Paco Ignacio Taibo II, entre otros numerosos personajes, que mostraban, primordialmente, su renuencia a dar cabida a tal hecho insólito: el descreimiento de la certeza de que aquel concierto no basara sus cimientos en una proyectada mercantilización de los objetivos banales de la industria electrónica, una inmersión a la indefinida política cultural, pues, con claros fines lucrativos, por no decir aviesos.

      No hubo debate, entonces. Fue más sencillo loar a Juan Gabriel que internarse a su trabajo musical (su grabación con mariachi, El México que se nos fue, por ejemplo, pudo ser un “éxito” de ventas, pero es inobjetablemente inferior, y esto ya es bastante decir, a cualquier disco anterior suyo ―de Juan Gabriel). Monsiváis ya lo había captado con el paso irremediable de los años: “Cambia la idea del espectáculo porque la TV lo rige todo”, escribió por fin en sus últimos borradores, según nos dice Jenaro Villamil, para un texto que lamentablemente nunca pudimos leer sino sólo anduvo merodeando en la sabia cabeza de un entonces ya agónico Carlos Monsiváis.

      A continuación, transcribo íntegra la entrevista con Carlos Monsiváis realizada en aquellos momentos, la cual exhibe a un intelectual remiso a aceptar la connivencia sustancial entre “entretenimiento” superficial y cultura sin resquicios suntuosos. El discurso teórico del autor de Amor perdido, entonces de  52 años de edad, de cualquier modo es de una irrefutable lucidez.

Inmutables ante las omisiones

―Ahora, por vez primera de manera abierta, artistas surgidos de la televisión están siendo promovidos por el Estado. ¿Se puede hablar, ya, de una definición de política cultural?

      ―Sólo por omisión y de manera vaga, irregular, oportunista, rendida a las evidencias que impone el comercialismo más atroz ―respondió Monsiváis―. (Es decir, y viéndolo bien, sólo si reconocemos que se trata de la política cultural ya habitual, de la línea de menor resistencia.) Ni el gobierno de Miguel de la Madrid, ni el de Carlos Salinas de Gortari, han promovido una línea propia de “cultura de masas”, ni al respecto tienen la menor intención de competir con Televisa. Más bien, y de un modo que no sé si calificar de ingenuo y apasionado, se quiere aprovechar a los prestigios creados por la industria para apuntalar las campañas oficiales, aceptando explícitamente su falta de credibilidad. Así, recurren a Humberto Zurita y Verónica Castro para las campañas de “conciencia cívica”, y a Mijares, Yuri y Antonio Aguilar para alejar al músico joven, a la joven juvenil y al campesino desorientado del pavoroso mundo de las drogas. “Di no a quienes algo te recomienden sin pertenecer al espectáculo”. Lo único que se consigue, por supuesto, es publicidad multimillonaria para quienes, en verdad, la necesitan mucho menos que los políticos. Y además se implanta el miedo o pánico hacia campañas sin sello de garantía. ¿Quiénes recomendarán el voto en 1991? Los únicos, según el gobierno, con autoridad moral: Tatiana, los de Timbiriche, Sasha, Cepillín (por si alguien lo recuerda), Daniela Romo y algunos otros que sí son conocidos. Eso es lo que hay de política estatal ante la cultura de masas: aprovechamiento tardío, y a fin de cuentas tan exiguo que no vale la pena.

      ―El concierto de Juan Gabriel en Bellas Artes se hizo público con la advertencia, por parte de Víctor Flores Olea [a dos años de ser un sexagenario, nacido en Toluca en 1932, elegido presidente del Conaculta pero expulsado del mismo, en 1992, por el propio Salinas a petición expresa de Octavio Paz a quien el presidente de la República no podía negarle nada al ganador del Nobel literario en 1990; Flores Olea falleció a los 88 años de edad el 22 de noviembre de 2020 distanciado del aparato cultural siendo, ahora sí, un crítico denostador de las políticas gubernamentales], de que el cantante estaría en ese recinto porque lo ganado en sus audiciones sería cedido a la Orquesta Sinfónica Nacional. De no haber sido por esta generosidad, ¿hubiese sido posible este acto?

      ―Lamento carecer de la empatía suficiente como para intuir lo que ocurre en los ámbitos del poder. Lo que sé es más sencillo: Bellas Artes no es un templo (tan no lo es que allí se presentaron muchísimas veces Gustavo Díaz Ordaz y José López Portillo, para citar algunos nombres profanos); en Bellas Artes han cantado Los Panchos, Lola Beltrán, Guadalupe Pineda y muy justamente nadie ha dicho nada; Juan Gabriel es un gran artista popular, creador de un público y revelador de una sensibilidad que ese público ignoraba. Sumo estos elementos y descubro tras el rechazo a Juan Gabriel la más vulgar homofobia maquillada como respeto al recinto que la mayoría de los impugnadores de su presencia jamás frecuenta. Resumo: Juan Gabriel, generoso o no, tiene todo el derecho del mundo a presentarse en Bellas Artes.

      ―La política modernizadora, como se ha estado viendo (el Departamento del DF [lo que ahora es el gobierno capitalino] paga los gastos de un ridículo video de Emmanuel, se aproxima la primera obra teatral coproducida por el INBA y Televisa…), ¿difumina el arte para favorecer el entretenimiento?

      ―La política modernizadora no le ha dedicado un minuto de su ajetreada atención al arte (basta ver las escasas palabras que a las humanidades se le dedican en el Plan Nacional de Desarrollo). Lo que se tiene, y que algo funciona, por lo menos con mayor regularidad y amplitud que en el resto de América Latina, es la vieja estructura de Bellas Artes y los organismos de difusión cultural. Son los restos de un proyecto muy útil en su momento, y ya rebasado por las exigencias de la sociedad de masas, que no se conforma con festivales en la Alameda, y cree en una cultura (popular por las dimensiones del público) que mezcle Mozart y el rock, Picasso y la salsa, García Márquez y el cómic, Kundera y el bolero. Pero atender a las nuevas exigencias es asunto de presupuestos y planes específicos, y no se dispone ni de unos ni de otros. Por eso, ni se favorece ni se deja de favorecer el entretenimiento. Se vive al día en cuanto a proyectos, y si hoy es Emmanuel, mañana con suerte será (para dos mil 500 personas) Rostropovich, y si el libro se encarece “ya leerán pasteles”, como dijo al parecer María Antonieta en Versalles al enterarse del hambre cultural de las turbas. Al respecto, creo que es conceder demasiado referirse a políticas estatales muy delineadas. En este contexto, el largo plazo de la política cultural es, con dificultades, un trimestre.

“Por fortuna, aún se mantienen las diferencias entre el Estado y Televisa”

―En cuestiones de música, el Estado parece haber aceptado francamente las reglas de Televisa. ¿Es posible diseñar una política cultural distanciada de esa empresa televisiva?

      ―Me rebelo ante la pregunta, porque da como hecho lo que no es ni puede ser cierto. Para empezar, en México hay un público enorme de música clásica, de música contemporánea, de las variedades infinitas del jazz y del rock, que para su formación no depende en absoluto de Televisa y muy poco del Estado. Estos cientos de miles o estos millones se enteran como pueden, oyen radio, intercambian preferencias, crean redes informativas de consideración, no necesitan de los videoclips para gustar de The Clash o Kate Bush, siguen con devoción a Philip Glass o Brian Eno o Peter Gabriel, y no se inmutan ante las omisiones de Televisa. Creo que es igualmente peligroso banalizar o exagerar el peso de Televisa, empresa muy importante pero no totalizadora. De hecho, en materia de música, el Estado nada tiene que ver con las reglas de Televisa, excepto con fines electorales. Y ahora con ustedes, directamente del Canal 2, para apoyar a nuestro candidato, la extraordinaria…

      ―Fenómenos notables, se les suele llamar, como Los Bukis o el propio Juan Gabriel, ¿son por eso mismo parte inherente de nuestra legítima cultura popular o son personajes impuestos por las normas radiofónicas?

      ―Creo difícil imaginar un medio más abyecto, en lo moral y en lo político, que el cine mexicano de donde surgieron figuras absolutamente legítimas de la cultura popular (Pedro Infante, Tin Tan, Joaquín Pardavé, Ninón Sevilla, Resortes). Y creo que la atroz industria cultural de hoy también producirá figuras, símbolos, emblemas, formas lingüísticas que, asimiladas y “reconvertidas”, serán parte de la genuina cultura popular… Dicho esto, prosigo. De Los Bukis no me atrevo a hablar, porque no tengo experiencia de vivir en pueblos o barriadas. Y Juan Gabriel, de un modo muy distinto a como se le presentaría en Siempre en Domingo [programa conducido por Raúl Velasco (nacido en Celaya en 1933 y fallecido 73 años después el 26 de noviembre de 2006) en ese entonces], es parte indudable de la experiencia popular de estos años. Y ya veremos si se desvanece o se arraiga tan profundamente en la conciencia del México Profundo como, digamos, el licenciado Miguel de la Madrid, carismático si los ha habido.

      ―¿El Estado se adentra en Televisa o Televisa se ha introducido de lleno en, de tenerla, la política cultural del Estado?

      ―Ni una cosa ni otra, según creo. Son, a la fecha, entidades políticamente complementarias pero no mucho más. Por raída que esté, la política cultural de Estado sigue siendo uno de los escasos factores que apoyan la visión humanista que requerimos, y de la que Televisa se desentiende. Lo que ocurre es que, ante la sociedad de masas, el Estado no concibe otra técnica que la de Televisa, y al reproducirla tan mal y tan precariamente, prefiere abstenerse casi del todo de incursionar en ese terreno. Pero, por fortuna, aún se mantienen las diferencias.

Carlos Salinas y Emilio Azcárraga

Destinos y polémicas

Decía Carlos Monsiváis que el destino de Juan Gabriel era la polémica.

      Como lo era también, pensaba yo, el de Verónica Castro. E iguales destinos también los de Daniela Romo, de Emmanuel, de José José, de Lupita D’Alessio, etcétera. Ese mismo destino lo era, lo es, para Lucero, Alejandra Guzmán, Gloria Trevi, Angélica Vale, Sasha. Asimismo, escándalo era también el nombre del destino de Lucía Méndez.

      Escándalos elaborados voluntariamente.

      Monsiváis afirmaba en su artículo “Del espectáculo y sus castos sinónimos”, publicado en Punto del 5 de febrero de 1990: “… Es el amo de las multitudes [Juam Gabriel]. Y la frase, tan irrelevante como parece, refiere hechos probados: conciertos sin asientos vacíos, venta incesante de elepés, cassettes y compact-discs, aglomeraciones en palenques. En su temporada en el Premier hizo bailar sobre la mesa a un público integrado por empresarios, políticos y demás habitantes del dinero y el poder, y en 1989 colmó el Estadio del Atlante, y a lo largo de las tres horas del concierto condujo a los espectadores a la felicidad de sentirse complacidos, mientras exhibían su devoción mnemotécnica”.

      Obvio.

      Rigo Tovar hacía lo mismo, pero Monsiváis nunca estuvo ahí para constatarlo. Timbiriche, también; Yuri colmó la Plaza de Toros México y ha entretenido a los habitantes del poder y de los dólares. Los únicos artistas en México son los que aparecen en las pantallas de televisión, como ahora en las digitales. Todo lo que hacían —los artistas de la televisión— iba a tener la aprobación de los empoderados y resonancia en los medios de comunicación. Eran bien recibidos por el espectador porque lo único que hacía era digerirlo. No le quedaba de otra sino contemplarlo e írselo grabando en la memoria, de ahí que Monsiváis hablara de la mnemotécnica.

      En su inicio Juan Gabriel, al igual que la inmensa mayoría de los cantantes, hizo todo lo posible por convertirse en una estrella pese a sus evidentes debilidades musicales, a su ignorancia cultural, a su admirable falta de imaginación que con el paso del tiempo supo equilibrar debido a su facilidad para melodizar algunas frases. Lo sorprendente no es que un joven iletrado haya hecho bailar sobre la mesa a un público culto y adinerado, sino que este mismo público culto y adinerado hiciera lo mismo a cada momento frente a cualquier artista, aunque esta situación pasara inadvertida al común de la población. No era insólito que esta gente se entusiasmara ante María Conchita Alonso o ante Julio Iglesias, o ante Emmanuel o Jorge Muñiz. Era una práctica continua y persistente. Tampoco debiera sorprender la venta de discos. Igual lo hacían Ana Gabriel, Microchips, las Pandora, Luis Miguel. En México se cantaba todo lo que se oía en la radio. La complacencia la repartíamos democráticamente. Igual nos podía hacer felices una pieza de Los Bukis que una de Guadalupe Pineda que una de José José que una más, sí, de Juan Gabriel.

      Nos sabíamos las piezas radiofónicas de memoria. Recuerdo que cuando trabajaba en el Departamento Editorial de la (entonces) ENEP Iztacala, un día escribí un artículo donde comentaba que era común oír en el búnker (donde se alojaba la rectoría y todos los departamentos básicos universitarios que la integraban) las canciones de Tatiana a todo volumen. Dos días después fui llamado a la subdirección. Creí que se trataba de un asunto académico.

      No.

      —Señor Roura —me dijeron—-, varias doctoras me han comentado su argumento editorial y han mostrado un severo enfado. Dicen que ellas son libres de escuchar lo que les plazca. Que usted no tiene derecho a juzgar sus gustos. Le pido, por favor, sea más consecuente de ahora en adelante…

      Salí cantando de la subdirección la pieza “Chicas de hoy”, nomás para que apreciaran mi inmediata integración a la sociedad académica.

Músicas esporádicamente ingeniosas

Carlos Monsiváis estuvo de acuerdo con el espectáculo en Bellas Artes otorgando su aquiescencia paea ello (sólo Juan Gabriel era el único artista popular en merecer ese espacio cultural, ningún otro a pesar de que lo solicitaran). Uno no necesitaba leerlo para saberlo. Su capítulo en el libro Escenas de pudor y liviandad dedicado a Juan Gabriel es demasiado elogioso, la foto de estudio con Lucía Méndez para la portada de Tele-guía, las gráficas regocijadas con las Flans no hicieron sino mostrar una posición del escritor ante ese mundo álgido de la frivolidad televisiva: esto es lo que existe y hay que reconocer los escasos o acumulativos méritos, estar con ellos porque son parte fundamental de la cultura popular.

      En efecto, no se vinieron abajo los célebres telones de Bellas Artes ni se hundió más el edificio, como asentaba Monsiváis, con la presentación del compositor de Ciudad Juárez. Tampoco nadie subrayó los desperfectos vocales del compositor ni sus juegos ridículos con las líneas melódicas. Todo el mundo pareció no darse cuenta de estas nimiedades musicales. Tampoco con ello se iba a marcar un nuevo hito en la música popular. Ya otros artistas peores han estado en su escenario.

      Lo que sí fue un hecho irremediable, y era lo que en todo caso creo que debió atenderse, fue la súbita eliminación de la práctica del arte musical al margen del orden establecido. Cada vez con mayor frecuencia, el Estado va reconociendo y anexándose a la política de la música impuesta por Televisa… y ahora por las sucursales digitales. Los canales, a pesar paradójicamente de su innegable crecimientom se van estrechando más. A diferencia de hace ya varias décadas, el trabajo marginal es nulo. No hay variantes musicales, ni exposiciones que valgan la pena oírse —por lo menos en cuanto a lo que se refiere a la música popular he pretado atención a las niles de visitas en las redes sociales sólo para percatarme de que no se sale de una idea repetida una y otra vez con veintenas de variantes. Desde hace mucho tiempo, desde antes de la aparición de las pantallas digitales, la televisión nos rebasó en este sentido y nos hemos negado a creerlo. Dependemos de ella, aunque supongamos lo contrario.

      Por ello, no debió de habernos extrañado la autorización de los conciertos de Juan Gabriel (aunque ahí se usara la justificación barata de la generosidad del compositor al ceder el dinero a la Orquesta Sinfónica Nacional). Ya desde el sexenio de Miguel de la Madrid —1982-1988—, Televisa, y no Guadalupe Pineda (ella fue su canal), ya había entrado al recinto que uno modestamente consideraba una especie de espacio alternativo. No más. No tenía nada que ver la pureza o las reacciones (como decía Monsiváis en su artículo antes citado) preservadoras de la virtud o la sacralidad del Palacio de Bellas Artes. Más bien, era la pesadumbre por la música que no nos merecíamos.

      Así de sencillo.

      Que los más hayan sido melómanos complacientes no significaba que a una minoría no nos enturbiara la música que salía, o aún sale, todos los días de nuestros aparatos receptores.

      Porque, y sin caer en moralismos, no tenía la culpa Juan Gabriel de su pobre repertorio artístico. Hacía lo que podía.

      Y como carecíamos entonces de conciertos, uno sencillamente se apersonaba.

      En Alemania, por ejemplo, en un solo año de la década de los noventa se presentaban más de medio centenar de audiciones de diferentes artistas de diversas partes del mundo (incluyendo a Mercedes Sosa, la única que interpretó piezas en castellano, porque evidentemente esa nación no hubiese contratado, en lo absoluto, a Juan Gabriel), aparte de sus tantos conciertos de los propios alemanes, más sus festivales de jazz, pop, música clásica, electrónica, folclórica.

      —Otro mundo —se me dirá.

      Claro. (¡Y en un mundo donde habitara, qué horror,  Adolfo Hitler!)

      Pero no por eso iban a entusiasmarme cosas mediocres, aunque absolutamente nuestras y, sí, esporádicamente ingeniosas.

Juanga en lugar de Zappa

Y pensar que fue la misma Orquesta Sinfónica Nacional la que se negó a participar en un trabajo propuesto por el respetado compositor estadounidense Frank Zappa (fallecido 17 días antes de cumplir los 53 años de edad el 4 de diciembre de 1993). Lo que esperaban los atrilistas, se dijo entonces, era una oferta creativa superior y una mayor remuneración.

      Juan Gabriel solucionó ese vacío.

      De haberlo sabido antes…

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Last modified: 16 junio, 2025
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