Autoría de 12:06 pm Memorias Peregrinas - Andrés Garrido

El Querétaro intervenido (IV) – Andrés Garrido del Toral

WILLIAM SEWARD, EL MINISTRO DE RELACIONES EXTERIORES DE ESTADOS UNIDOS QUE CORRIÓ A FRANCIA DE MÉXICO

Cinco meses antes de la llegada de Benito Juárez a Paso del Norte, el 12 de mayo, una fragata austriaca, la Novara, había llegado a Veracruz con los emperadores Maximiliano y Carlota a bordo: él, Fernando Maximiliano de Habsburgo, hermano del emperador de Austria Francisco José; ella, Carlota Amalia, hija del rey Leopoldo de Bélgica y mujer de singulares cualidades.

Mas no fue grato el primer contacto de los príncipes con su nueva patria según el ministro de Francia allí presente. Éste escribió a París que la población jarocha recibió fríamente a sus distinguidos huéspedes, y que la bella Carlota Amalia “no pudo contener las lágrimas”.

No eran un buen principio esas lágrimas, ni de buen agüero los centenares de zopilotes que sobrevolaron la embarcación de los recién llegados. A pesar de esto el emperador no perdió el ánimo y tan pronto desembarcó dio lectura a la proclama preparada en la travesía.

“Mexicanos: ¡Vosotros me habéis deseado! Vuestra noble nación, por una mayoría espontánea, me ha designado para velar de hoy en adelante sobre vuestros destinos. Yo me entrego con alegría a ese llamamiento…”.

Lo de haber sido llamado por una “mayoría espontánea” no era del todo gratuito, pues los exiliados mexicanos le llevaron a Miramar centenares de actas con miles de firmas, según ellos recogidas en los pueblos, villas y ciudades de México, y Maximiliano las tuvo por auténticas pese a caber la fundada sospecha de que las masivas adhesiones fueron “cocinadas” en París, o en la ciudad de México en el mejor de los casos. Mas el príncipe no ponía en duda la autenticidad de los documentos porque necesitaba creer en ellos, tal y como Napoleón no podía embarcarse en la aventura sin dar fe a las versiones de los exiliados conservadores.

Si no hay peor ciego que quien no quiere ver, tampoco hay creyente más tenaz que quien se ha propuesto creer. Y en cuanto a que le hubiesen “llamado”, acertada al pensar en la jerarquía-eclesiástica y en unas cuantas viejas pelucas, pues en él cifraban la esperanza de corregir la marcha del gobierno provisional. Aún no se hacían a la idea de haber errado en la elección de su “mesías político”, como Gutiérrez Estrada llamaba al emperador, pero fuera de ese círculo no tenía sentido el optimista “¡Vosotros me habéis llamado!”. Se le seleccionó entre los miembros de las familias reales europeas como hoy se escogen candidatos para la presidencia de la República y otros cargos de elección “popular”, lo que no obsta para que sigan estos el ejemplo de Maximiliano, y con otras palabras se digan igualmente deseados.

Maximiliano cantaba victoria mientras que el destino del imperio se resolvía no en México o en París sino en Washington. Durante los malos tiempos de la guerra civil, William H. Seward, secretario de Estado norteamericano, reunió los argumentos suficientes para actuar en cuanto se despejara el horizonte doméstico, todos ellos sobre la dimensión exclusivamente económica de la Intervención, y el trono mexicano de Fernando Maximiliano, apoyado en las bayonetas francesas, era prueba evidente de que los objetivos del emperador de los franceses habían rebasado las reclamaciones de esa índole.

Por si esto no bastara, el mismo Napoleón tuvo en 1862 la debilidad de revelar sus intenciones, en una carta nada privada, al general Forey: «No faltarán personas que le pregunten por qué vamos a gastar hombres y dinero en colocar a un príncipe austríaco en un trono. Dado el estado actual de la civilización del mundo, la prosperidad de América no es indiferente a la de Europa, porque alimenta nuestra industria y hace vivir nuestro comercio. Tenemos interés en que la república de Estados Unidos sea poderosa y próspera, pero no en que se apodere de todo el golfo de México, domine desde allí las Antillas y América del Sur, y sea la sola dispensadora de los productos del Nuevo Mundo. Dueña de México, y por tanto de América central, no habrá más potencia en América que los Estados Unidos. Pero si un gobierno estable llega a formarse con apoyo en las armas de Francia, habremos puesto un dique al desbordamiento de los Estados Unidos».

Después de escribir esto, y de permitir su difusión, Napoleón estaba obligado a romper relaciones con Washington y establecerlas con Richmond, pues los confederados, aunque peores que los unionistas, apremiados por la guerra respaldaban los proyectos mexicanos del emperador. Pero lejos de dar ese paso despachó con cajas destempladas a quienes le ofrecían su amistad. Más tarde, ya vencedora la Unión, Napoleón pretendió que su ministro en Washington convenciera el presidente Johnson de sus buenas intenciones: estaba dispuesto a retirar de México al cuerpo expedicionario si Estados Unidos le daba como «garantía» de su neutralidad. ¡El reconocimiento del gobierno de Maximiliano! Nada menos que eso. Ni siquiera podía decirse que Napoleón estaba en la luna, pues de la luna se ve la tierra, y al emperador de los franceses no le servían los ojos ni para eso.

La respuesta del secretario de Estado a la gestión francesa es pieza decisiva en la historia del imperio mexicano; parteaguas entre su remota posibilidad y su absoluta imposibilidad de subsistencia. Mr. Seward lamentaba, para principiar, que la idea de Napoleón fuera impracticable, pues aun reconociendo el derecho de las naciones soberanas «para hacerse la guerra», Washington no podía perder de vista que ese derecho se encontraba sujeto a no invadir los derechos norteamericanos o amenazar «nuestra seguridad o justa influencia».

El motivo de queja no consistía tanto en la presencia en México del ejército francés sino en el hecho de haber establecido y sostener a una «monarquía extranjera», considerada por el gobierno de Estados Unidos como ofensiva y amenazadora, en lugar y sustitución del gobierno republicano, con el cual simpatizaba «muy profundamente».

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Last modified: 24 septiembre, 2021
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