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Cuatro décadas de “La Jornada”: sacar el cinturón – Víctor Roura

Foto de portada: En la elaboración del número uno de La Jornada, aparecen de izquierda a derecha, Carmen Lira Saade, Carlos Payán, Humberto Musacchio, Miguel Ángel Granados Chapa, Gabriel García Marquez y Vicente Rojo

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En mi pequeño departamento de la calle Baltimore, en la colonia Nápoles de la Ciudad de México, nos reuníamos una veintena de trabajadores, después de haber cerrado la edición del unomásuno, para discutir sobre la posibilidad de crear un nuevo diario para distanciarnos del periódico dirigido por Becerra Acosta quien había exhibido su codicia económica en la repartición desleal en la administración interna: tras distintas asambleas improvisadas se dispusieron las fechas de las partidas del viejo medio, las congregaciones en la colonia Roma para definir la nueva publicación, el embate personal del desempleo y otras cuestiones más que determinaron nuestro alejamiento del unomásuno en el año 1983.

      Por cierto, los únicos que no renunciaron al viejo medio sino sólo un día antes de la salida de La Jornada, sí, fueron los caricaturistas, que nunca dejaron de percibir sus salarios a diferencia de nosotros, porque en el unomásuno jamás, por lo menos a mí, me dieron un quinto por haber trabajado más de un lustro en aquellas instalaciones de la Nochebuena Mixcoac.

      Fui designado jefe de la sección cultural del nuevo diario y en ello nos pusimos a trabajar arduamente en el diseño del nuevo medio, cuya dirección estuvo, desde el inicio, a cargo de Carlos Payán quien traería, con cierta facilidad (por haber mantenido contratos y tratos políticos previos en el unomásuno, que le sirvieron de mucho a Payán para soldar y consolidar la salida del nuevo medio “independiente”, pues todo periodista sabe que los medios en México se dicen independientes siendo absolutamente dependientes del gobierno en turno), la propaganda oficial jugando, como siempre jugó —Carlos Payán—, a la independencia expresiva quedando bien, como se hace en la política, tanto con Dios como con el Diablo.

      Han pasado cuatro décadas desde entonces.

      Y casi desde entonces La Jornada, luego de censurarme arteramente un artículo que consideró “extravagante”, hacia finales de los ochenta del siglo XX,  me borró del mapa escritural o, más bien, me puso en su horrísona lista negra para matarme editorialmente con la anuencia de toda la gente que ahí labora, incluido el plantel entero contratado por mí para laborar en aquel diario.

      Aún hoy, cuarenta años después, yo no existo para La Jornada.

Roura y Adolfo Gilly con el primer ejemplar de La Jornada, hace 40 años.

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Como nada más quería publicar asuntos de su incumbencia en la sección cultural, el director de La Jornada, Carlos Payán Velver, a quien pusimos en ese puesto por mera solidaridad porque había sido el subdirector del unomásuno (diario del que proveníamos), aunque todos sabíamos que no era periodista, y nunca lo fue, empezó a tener con prontitud numerosas dificultades (desencuentros, enfrentamientos, confrontaciones) conmigo.

      Una vez me pidió que enviara a un reportero a cubrir un publirreportaje en Veracruz.

      —Es una orden —dijo, innecesariamente.

      Por supuesto, no lo hice. No iba a hacer perder el tiempo a ningún periodista. Llamé directamente al corresponsal para que se encargara de la cuestión. Aceptó encantado, porque, según dijo, tal vez podía llevarse a sus arcas algo de la comisión.

      Y dejó en el olvido la circunstancia, pero no Payán Velver. Porque lo primero que estableció al llegar al periódico, al siguiente día, fue citarme en su oficina. Contrariado, nada más me vio entrar empezó a gritar, otra vez, algo acerca de las jerarquías.

      —¿Quién es el director aquí, cabrón? —increpó.

      —Usted —respondí.

      Me miraba fuera de sí.

      —¿Entonces por qué no haces lo que te pido? —bramó, de nuevo—. ¡Era más de un millón de pesos, que hemos perdido! —vociferó.

      Yo lo veía sin una turbación en mi aposentada templanza.

      —¿Pero quién manda aquí, cabrón? —gritó, otra vez.

      —Usted —volví a contestar.

      Me abrumaban las viejas costumbres de los viejos periodistas, aunque fueran nuevos en la redacción.

      Estaba a punto de estallar nuevamente cuando le dije que ya no me gritara, que todo estaba controlado, que sus anuncios los tenía, que el dinero podía contarlo de acuerdo al tiempo en que el gobierno veracruzano tardara en depositarlo, y se me quedó mirando con una cara de atónita incomprensión.

      —El corresponsal cubrió la información con puntualidad —le dije—, no iba a enviar a ningún reportero a escribir una inserción pagada.

      Tomó asiento en su silla, respiró hondo.

      —¿Por qué no me lo habías dicho, carajo? —bufó.

      Yo abandoné su oficina antes de que diera reinicio a sus majaderías.

Payán da su primer discurso como director

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Poco tiempo después mis reporteros dejaron de escribir.

      Literalmente.

      Dejaron de escribir. Sencillamente llegaban a la redacción y vaya uno a saber qué hacían, pero no entregaban una sola nota, de manera que yo me veía en la obligación de escribir —con varios seudónimos para no retacar a La Jornada de Víctor Roura— lo que fuera indispensable para poder llenar las páginas hasta que una mañana los cité a mi cubículo.

      Yo era el editor de esa zona cultural y todos ellos fueron contratados con mi anuencia después de algunas pruebas de redacción y de conocimiento general de cultura, con excepción de algunas individualidades que, según yo, no requerían de dichas comprobaciones para estar en el nuevo periódico —que saliera a la luz por vez primera el 19 de septiembre de 1984— como el poeta chiapaneco Javier Molina, que procedía del unomásuno, o del reportero oaxaqueño Pablo Espinosa, que venía de estar a las órdenes de Manuel Blanco en el periódico priista El Nacional.

      En el momento en que le pregunté a mi gente la razón por la cual ya no escribían, Braulio Peralta, el que me sustituyera por órdenes expresas (y felices, porque por fin había dado con un hombre que jamás lo contradecía, ni lo contrariaría) de Carlos Payán, simplemente dijo, con solemnidad exultante:

      —Por tres razones —exclamó Peralta.

      Yo lo miraba, casi enternecido. Pregunté cuáles eran esas razones; los reporteros con los ojos en el suelo, la cabeza agachada.

  —Una, no nos regañas; dos, no nos gritas; tres, no nos suspendes —declaró Peralta, quien agregó que lo que ellos querían era competir, competir, competir con los otros periódicos, cosa que yo no hacía, porque, yo decía, la competencia periodística es sobre todo con uno mismo: mientras mejor escribieras, mientras más honorabilidad tuvieras, mientras mejor dijeras las cosas, mientras mejor informado estuvieras, el lector lo agradecería sin duda.

      Eso efectivamente creía.

      Y lo sigo creyendo.

      —Así que por esas razones no escriben —les dije a todos, mirándolos uno por uno, que nunca respondieron a mi mirada.

      Entonces les dije que yo no trabajaba con esa clase de periodistas, que es un decir, y les dije que se fueran de mi cubículo, y me senté a redactar la nota de mi renuncia como editor de la sección cultural, que entregué a un satisfecho Carlos Payán, quien la recibió simuladamente compungido, diciéndome que lo solucionaría mañana a las 11 en punto, que no faltara a la junta, cosa que hice con puntualidad, sólo para saber que nadie estaba, que nadie acudiría, que la cita era un timo, una engañifa, un ardid.

      Cuando me retiré sesenta minutos después, llegó toda la comitiva, con Carlos Payán a la cabeza, sólo para decir que, dado que yo mostraba desinterés al ausentarme de esa importante reunión, nombraba como jefe de la sección cultural a Braulio Peralta, que fue aclamado por los reporteros, los mismos a los que yo, personalmente, había contratado para trabajar en ese nuevo, popular, progresista, diario.

      Y luego, sin notificarme, se me dio de baja en la nómina y mi amigo, el gerente David Márquez Ayala, sólo me entregó el salario de una quincena como agradecida despedida.

  —Si querían que los azotaras —me dijo Márquez Ayala—, hubieras sacado el cinturón y a darles de mandarriazos, de fuetazos, de chicotazos. Estarían todos a tu disposición.

      Tal vez, pero no lo hice.

      No trabajo con esos métodos.

Braulio Peralta

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La misma noche en que Payán Velver me expulsara de su diario, siete meses antes del nacimiento de mi Melissa, fue una docena de trabajadores a mi departamento, ahora en la colonia Moderna de la Ciudad de México, encabezados por el buen Hugo Martínez Téllez, para solidarizarse conmigo en una actitud que no voy a olvidar nunca y que agradezco enteramente. Me preguntaron si no podían hacer algo por mi inesperada partida, pero yo les dije que no había vuelta atrás, que era una decisión tomada por la dirección para eliminarme del mundo periodístico, a ver qué pasaba, y se fueron compungidos, como compungido estaba yo.

      Tres años después, Melissa con dos años de edad, fundaba yo la sección cultural del periódico El Financiero —creado en 1981 por Rogelio Cárdenas Sarmiento— donde me mantuve un cuarto de siglo sin silenciar a nadie, ni a los mismos que me habían expulsado de La Jornada aireando sus voces a pesar de negármela empecinadamente a mí.

      Independencias contrariadas, vaya si no.

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Last modified: 16 septiembre, 2024
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