No sé por dónde comenzar.
Hoy fue un día de mucho aprendizaje, lleno de trabajo en casa, de trabajo en línea, de trabajo como alumna, de trabajo como mamá, de trabajo como maestra, tutora o ¿prefecta?, de productora, editora, camarógrafa, fotógrafa y tutora de mi hijo, que ahora es como mi alumno; de entrenamiento físico, de afinar el oído, de practicar la paciencia, de ver hacia adentro.
Leo notas en diarios digitales de varias partes del mundo; leo comentarios, sobre todo en Facebook, leo cifras de contagiados, casos sospechosos, muertes, cadáveres esperando ser llevados al panteón; drones que graban imágenes de calles vacías, sin gente, sin autos, sin niños, sin prisas, sin contaminación, pero con animales de la fauna local que salen de la prisión que la humanidad les impuso al ocupar sus territorios. ¿Esas imágenes son reales?
De un día para otro la vida nos cambió de golpe. Desde principios de enero supimos que había una enfermedad súper contagiosa, como una severa gripe, pero mortal, que se propagó por el mundo tan rápido como una mala noticia, con la velocidad del tiempo real de las redes sociales. Tuvimos las primeras noticias del encierro desde China. Ningún país del orbe parece haberse salvado de los contagios, la muerte, la desgracia, el colapso de los servicios de salud, de la economía y de lo que puede quedar de vida cuando no has podido despedirte de tus seres queridos porque han tenido que morir entre médicos y enfermeras, pero con la ausencia de sus seres queridos.
Es como una pesadilla, como una película de terror con un guion impecable, aterrorizante, que no deja cabos sueltos, que es una cadena interminable de eventos desafortunados. Un argumento de espanto en el que vencen sólo los que se quedan dentro de casa, sin tener contacto personal o físico con nadie, aislados, sin hacer comunidad física. ¿Un divide y vencerás? Una guerra contra un enemigo invisible que no distingue entre clases sociales ni razas ni edades, que se aloja 14 días donde menos lo buscarías, donde no podrías encontrarlo y que, cuando se manifiesta, ya ha golpeado a todos con los que cruzaste palabra.
Una guerra que se libra en los hospitales, el encierro, los comunicados y ruedas de prensa, los mensajes científicos y políticos. Una guerra que se libra en redes sociales dentro de una sociedad dividida entre ganadores y ¿resentidos? Entre bandos contrarios de un mismo país, el mío, el país al que amo, pero que no acabo de entender.
Aquí, además de la batalla que se libra a nivel mundial, también se vive una guerra de credibilidad y descrédito, de acusaciones sin evidencia, una guerra de cifras, como si el hecho de que hubiese más muertos fuera la mejor noticia para un pueblo tan desigual como el nuestro: la enfermedad no hace distingos; la muerte, tampoco.
Y entre todo eso parece que “la receta”, “la cura” es mirar hacia adentro. Adentro de tu casa, adentro de tus libros, adentro de las letras de tus canciones de toda la vida, adentro de tu closet, adentro de tu mente, adentro de tu corazón, adentro de tu cuerpo, adentro de tu alma.
¿Saldrá algo positivo de todo esto? ¿Aprenderemos a vivir sólo con lo necesario? ¿Dejaremos las compras compulsivas? ¿Aprenderemos a pedir perdón, a decir “te quiero”, a decir “te necesito”, a ofrecer ayuda sin esperar un pago? ¿A hablar de frente? ¿A reconocer lo bueno del otro? ¿A ser solidarios? ¿Aprenderemos a tener humildad, a no sentirnos más que los demás? ¿Aprenderemos a aceptar que necesitamos de otros para estar completos?
Muy al principio del texto quise decir algo así como que nadie, ningún país del mundo estaba preparado para esta pandemia y me salió todo lo demás que han leído. ¿Hay países mejores que otros? ¿Naciones de norte de Europa dejarán de ser de primer mundo por la cantidad de fallecidos? No, los índices económicos no se miden por el número de víctimas fatales. Pero se cuestionará por años la eficacia de sus sistemas de salud, de la obediencia o desobediencia civil, de no salir para no contagiarse, para no contagiar…
ANALFABETISMO DIGITAL
En los tiempos de la era digital, la pandemia nos está revelando que no estábamos preparados para resolver todo vía electrónica, hemos visto la ausencia casi generalizada de alfabetización digital. Y lo digo porque hemos tenido (mi caso es así) que aprender sobre la marcha a lidiar con las aplicaciones para hacer reuniones virtuales en vivo. Otros aprendizajes han sido grabarme a mí misma para exponer un tema de una materia de posgrado y subir el video a youtube; ayudar a mi hijo a organizar su calendario de tareas, entre muchas otras cosas.
La falta de alfabetización digital –en un país con una gran brecha digital– se ha dejado ver en detalles sencillos. Sé que hay profesores que no saben que es casi imposible enviar un video por correo electrónico, así sea de dos minutos y medio, pesa mucho y el email no lo carga. Y que, aun así, solicitan a sus alumnos ese tipo de tareas.
Pero también he conocido el otro lado de la moneda: profesores que repiten una clase on line porque la luz se fue en casa de algunos alumnos al momento de su explicación y, tomando tiempo de otras clases, reponen la sesión para que ningún alumno se quede con dudas.
Lo único que me queda claro de todo esto es que la presencia física es irremplazable, nada podrá suplantar el cuerpo físico de carne y hueso, el abrazo, el olor, la palmadita en la espalda, el beso, las caricias y el placer de comer con tus seres queridos, tomar un café con los amigos; nada sustituye las miradas cómplices con tus compañeros de banca.
Ojalá que cuando regresemos a la vida que para nosotros era habitual no hayamos perdido la sensibilidad de la comunicación no verbal, las ganas de aplaudir, las ganas de reír, las ganas de correr, de respirar, de escuchar el relajante sonido de las hojas de los árboles.
Yo sé que falta mucho para que termine el confinamiento en México; quedan muchos días, muchas reflexiones, muchas luchas internas y externas.
No podemos salir de aquí siendo los mismos.