1. Licenciado en Derecho
Limpiaba tan bien las botas que los políticos, encaramados en el poder, decidieron nombrarlo jefe de Comunicación Social aceptando, éste, el cargo, orgulloso de su ascenso (reconociendo, sin embargo, no haber terminado la carrera de comunicación en la Universidad), pero hizo tan bien las cosas —buen lustrador finalmente que era— que fue nombrado edil del poblado unos meses después autonombrándose, él mismo en los boletines oficiales, licenciado en comunicación; pero este hombre, llevándose a la perfección con todos y entendiendo a las mil maravillas el juego económico de la política, llegó a ser gobernador de su estado cimbrando a la gente en sus estudios profesionales, pues se apuntaba ya que el Señor Gobernador había estudiado el doctorado en Derecho en una proeza académica sólo digna en los grandes mandatarios.
2. Regalos para sí mismo
El gobernador, a sabiendas de cuánto dinero le había proporcionado a ese medio, le pidió una residencia como obsequio para su matrimonio, regalo que fue dado con puntualidad el mero día de la boda. La pareja matrimonial se llenó de ofrendas valiosas, todas a pedido expreso del político a cuenta de la generosa entrega anual de la percepción millonaria presupuestal a la prensa. El convite, con todos los comunicadores presentes, fue inolvidable. Incluso diversos medios independientes obsequiaron al Señor Gobernador lujosos regalos, no pedidos ciertamente por la autoridad local, con la esperanza de ser incorporados, ahora sí, en la lista de la distribución publicitaria oficial.
El matrimonio no cabía en sí de gozo supremo, al grado de que la consorte, ´pasada de copas, bailó casi sin ropa arriba de una mesa, anécdota por supuesto jamás notificada por la prensa citadina.
3. No se lo cuentes a nadie
Una fábula de Agustín Ramos, intitulada “Consejo de Cultura”, me altera los nervios por la veracidad de la contingencia corruptora mexicana, que pareciera no se va a ir nunca a pesar de las aseveraciones, falsas, de López Obrador, porque el tabasqueño no se ha parado jamás, solo con su alma, en una alcaldía o Ministerio de Justicia u oficina gubernamental para comprobar lo incierto de su teoría pírrica.
Cuenta el narrador Agustín Ramos que un personaje suyo, acaso él mismo, se enorgullecía de su paso por una institución cultural sin haberse embolsado un solo quinto:
“Había trabajado sin pensar más que en cumplirle al gobernador, en distinguirme de mis antecesores y sucesores en el puesto que sí habían hecho, hacen y harán cochinito y telarañas. Quise quedar bien con dios y con el diablo, como quien dice.
“—¿Nada, hermano Francisco? —achicó todavía más los ojos, como la primera vez que lloró y la última que aguantó mis golpizas.
“—Nada, hermano lobo.
“—Pues entonces jamás lo confieses —leyó en mis ojos que no le estaba entendiendo y agregó—: mira, san Agustín, te voy a dar un consejo.
“—¿Un consejo?, ¿otro?, ¿también de cultura?
“—Sí, de cultura… general —se acomodó el cuello de la camisa, creí que le iba a dar un ataque de asma, pero no, al contrario, sus ojos recobraron tamaño y profundidad suficientes para comerme mejor.
“—¿Por qué no he de decir la puritita verdad?
“—Porque nadie te va a creer y van a decir que eres un mentiroso. Pero —me apuntó con un dedo medio torcido por la artritis— si alguien te llegara a creer, cosa que dudo, va a decir que eres un pendejo”.
Eso exactamente sucede en la órbita periodística: como la corrupción fluye por todas partes, arriba y abajo, a los costados, a la derecha y a la izquierda, se sabe que todo periodista —sobre todo de, o con, renombre— recibe, o debiera recibir, dinero mal habido o bien habido, según de donde provenga la artillería económica, por su trabajo informativo. A mí me han dicho, numerosas veces, que soy millonario pero que me niego a aceptar tal calificativo, e incluso no faltaron los que apuntaron en las redes sociales que desde mi llegada a Notimex, en julio de 2019, había sido, ya, corrompido por el poder político, mas cuando estos insultadores (huelguistas que lograron su cometido de matar a la agencia noticiosa del Estado, porque no quisieron resolver jamás el conflicto laboral si no eran ellos mismos registrados de nuevo en la nómina) fueron compensados con desmesura financiera por el obradorismo, guardaron un cauto silencio convenenciero incluso cuando supieron, sorprendidos muchos de ellos, el inmoral castigo pecuniario que se les otorgó a los que los sindicalistas creían sus enemigos: la burla de López Obrador era inconcebible, pero nada, ni nadie, podía negar el dolo.
¿Millonario yo?
Millonarios, sí, los sindicalistas de la extinta Notimex, que para eso son, o fueron, no lo sé, periodistas.
Anécdota que me traslada a años ya idos, mas resueltamente contemporáneos porque la situación periodística es hoy la misma que ayer, es la de siempre confluyendo consigo misma: estaba yo cubriendo un festival de jazz en Tijuana cuando, al final del mismo, el jefe de Comunicación Social quiso conocer personalmente a cada uno de los periodistas que reseñó la congregación jazzera citándonos en un bar para, además, darnos, según había apuntado, un presente que nos enviaba el señor gobernador como agradecimiento por haber cronicado el festival musical.
Y así fue: cada uno de los periodistas hablaba a solas con el político a la vez que brindaban, ambos, con una deliciosa copa llena de licor, y salían, los compañeros de prensa, alborozados, con la contentura a flor de piel. En eso que llega mi turno donde pude comprobar la razón del júbilo compartido periodístico: la gratitud del gobernador consistía en la entrega de un sobre amarillo repleto de dinero, que rechacé educadamente abandonando, de inmediato, el bar… sólo para ser zarandeado por mis compañeros de prensa que me dijeron hasta lo innombrable.
—¡Si no querías el pinche dinero, nos lo hubieras dado y se acababa el puro desmadre, cabrón! —me dijo uno de ellos, verdaderamente alterado.
Otro me miró con odio indecible:
—¡Muy puro el pendejo! —me gritó altaneramente.
Dejé de oírlos porque me fui, solo con mi alma, a otro bar para escuchar en mi cabeza los ecos sonoros de Gerry Muilligan.
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