Autoría de 1:37 pm #Opinión, Patricia Eugenia - Narrativa en Corto

Confesiones de una mujer bienintencionada – Patricia Eugenia

Hace muchos años, mi ahora exmarido me inculpaba de cuantas cosas le venían a la cabeza, supongo que pensaba que, anticipando la acusación, evitaba ser él, el señalado, es decir, el muy precavido actuaba en legítima defensa, pero en realidad no necesitaba defenderse, porque yo era “bienintencionada”, entrecomillo el término porque sé que el adjetivo debería ser cambiado por uno más preciso. Cámbielo el lector cuando lo estime conveniente, hágame el favor.

“Bienintencionada”, como era pues, no dimensionaba algunos detalles de mi vida pasada que a continuación enlisto, porque ahora me parecen relevantes.

A mi joven pareja de entonces, cuando yo también era una joven pareja, no se le daba bien ningún empleo. Él no estaba para recibir órdenes, así que buscaba mil formas disparatadas de hacer dinero sin tener que adaptarse a normas enojosas. Se le ocurrió, por ejemplo, poner una lavandería automática en su tierra, Tamaulipas, a 800 kilómetros de donde vivíamos: la Ciudad de México.

Él no tenía estudios, pero sí un elevado concepto de sí mismo, de manera que, mientras medio asistía a clases en la Prepa Popular, daba, allí mismo, clases de orientación sexual. Yo me preguntaba si coger bien era suficiente para tal empresa, pero si a sus pupilos les bastaba… Por supuesto, nunca terminó la prepa.

Una tarde cualquiera, me acusó, temblando de ira, de que yo no había llegado virgen a su encuentro. Se había enterado por un amigo de mi “artero engaño”, dijo. Acunando a nuestro primogénito, me defendí, no porque fuera devota de la virginidad, sino porque, para mi desgracia, sí era virgen cuando llegué a su encuentro, de manera que me brotaron las palabras perfectas:

-Si no crees en lo que tú mismo viviste, pero sí en lo que un tipo que acabas de conocer te dice… no tengo nada que agregar. Cerró su boquita y no habló más.

Él iba con alguna frecuencia a su tierra para atender la lavandería que instaló en la casa de su madre. Yo lo recibía feliz cuando regresaba, sin sospechar –era “bienintencionada”– que de paso visitaba a su antigua novia, no tan antigua: él tenía veintiún años, ella unos veinte, supongo. Yo tenía veintidós.

Un fin de semana, mi hermano me invitó a la alberca de su unidad habitacional. No sé nadar, pero me divertí muchísimo. Por la noche, al notarme las marcas del sol, “mi amor” me dijo severo:

-¿Así que te anduviste mostrando semidesnuda en casa de tu hermano? Tuve otra salida perfecta:

-¿Tú te metes vestido a las albercas?

Para entonces, ya mi enamoramiento estaba poniéndose endeble y no encontraba nada que alimentara mi creencia de que “por amor” un esposo querría superar sus rijosidades y atrasos.

Un día, a propósito de nada, “el amor de mi vida” me miró fijamente y se preguntó en voz alta:

-¿Por qué me habré quedado contigo? A mí me gustan altas, morenas y delgadas, y tú eres chaparra, gorda y güera.

Como no le gustaban los patrones, algo tenía que hacer con su dinamismo juvenil, así que se puso a construir un clóset; muy bueno por cierto, cuarenta años después todavía dura. Yo no era muy crítica entonces y seguro solventé los gastos para su construcción y para la manutención del “carpintero”, porque las ganancias de la lavandería no eran tantas.

Su trato conmigo era distinto ahora de lo que había sido cuando la fiesta hormonal nos atrapó, cuando yo no veía más allá de sus labios carnosos y su estatura.

Una mañana, en la que me sentía agobiada de manera especial, además de inmensamente sola y muy triste, decidí arreglarme con más esmero de lo acostumbrado para contrarrestar mi malestar. Me dije: “Ya están listos los niños –ahora eran dos– así que tengo tiempo. Arreglada, nadie va a notar el vacío que me traigo”.

Salía de casa –pestañas pintadas, medias estiradas y zapatillas– con las dos mochilas de los pequeños para la guardería, más la mía para el trabajo, y mis hijos, uno cargado y otro de la mano, cuando mi hombre, aún en pijama y calientito desde la cama, me lanzó un:

-Y ahora ¿por qué tan arreglada? ¿Ya te vas de puta?

Fue tan brutal el impacto que tomé una decisión pronta, bien que fuera con retraso. Mi capacidad de reacción dejaba mucho que desear, pero en ese momento lo supe de cierto: “Ese no era el hombre ni la vida que yo necesitaba”.

Tras haber considerado que a los niños no les convenía vivir entre dos padres disgustados que no se respetaban y que no crecerían bien si los educaba una madre infeliz, más o menos un mes después lo corrí de la casa. Aclaro que yo intentaría ser feliz, por mí y para mis hijos.

Sin mayor oposición, mi marido se dio a la tarea de conseguir un amigo con carro para llevarse todo cuanto pudo, incluidos discos y libros míos, y se fue a su tierra, a casa de su mami, a atender sus lavadoras.

Antes de irse, amenazó con quitarme a los niños, y como yo era “bienintencionada”, tuve miedo de que su amenaza fuera real.

Sin imaginar lo caro y tortuoso de mi decisión, inicié los trámites para el divorcio casi por puro orgullo cuando me enteré de que el padre fervoroso tenía que dar su permiso si yo quería salir del país con mis hijos; tramitar el divorcio me sirvió, además, para sustentar las instrucciones precisas en la escuela del mayor y en la guardería del pequeño para que el padre no pudiera recogerlos, pero lo cierto es que yo pasaba un miedo atroz. ¿Y si un día aparecía y con alguna triquiñuela astuta se llevaba a mis hijos?

Un dato al margen: el pequeño nació porque yo quería. No importó que mi joven y apuesto esposo opinara que era imposible que “mantuviéramos” otro bebé.

No estuvo presente el día en que nació.

Mis hormonas no dejaban de azuzarme y ¡oh! autotraición, a veces lo extrañaba. Elegía entonces entre la cantidad de admiradores que aparecen como por encanto cuando una mujer se separa o se divorcia; pero estaba claro: todos eran hombres chatarra, y ellos y yo ejercíamos relaciones basura que sólo aplacaban al cuerpo, pero no las necesidades esenciales, que se quedaban sin abrigo.

El año posterior a su alegre partida, las palabras viejas hicieron su efecto: Yo era chaparra, gorda y güera. Vecinos, parientes y amigos me culpaban: “No luchaste lo suficiente”, o me condenaban sin decirlo: “Si era un buen muchacho ¡y tan atento!, ¿por qué se fue?”. Algunas personas se condolían de mí, otras me temían. Una vecina piadosa dijo:

-¡Pobre! ¿Y qué vas a hacer ahora solita?

En esa ocasión, usé una de mis respuestas asombrosas:

-¿Ahora?… ¡Pues voy a hacer de todo!

No agregué que estaba abrumada, que algunas amigas se alejaron ante el peligro de que una bruja ganosa y libre –yo– les arrebatara al marido. Era como si tuviera un mal contagioso y… lastimaba.

Saber que no podía viajar con mis hijos –era la indignación lo que me enfermaba, porque dinero para hacerlo no tenía–, más el trabajo de no hablarles mal de su padre para no lastimarlos, y atender lo mejor que podía sus sensibilidades, y las carencias económicas… Sólo imaginen cuatro –ahora nada más tres– comiendo con un salario de maestra, e imaginen además a mi padre, dueño de la casa en que yo vivía, corriéndome de ella justo en el peor momento… porque dije algo indebido.

Entonces descubrí la solidaridad femenina: fui alojada con mis hijos en casa de Melita, una mujer que ya murió para casi todos, pero nunca para mí.

Ese año fui infeliz, insegura, fea, amedrentada y pobre, pero sin casi notarlo y con una pequeña, pero enorme ayuda de mis amigas reales, fui avanzando hasta la mañana luminosa en que al fin pude advertir al sol; él, templando mi piel, me dijo: “Aquí estoy para ti también ¡vente!”.

Esa mañana recomencé la vida.

Dicen que los seres humanos somos los únicos animales que chocamos dos veces con la misma piedra, así que algunos años después volví a enamorarme, y una tarde aciaga mi nuevo amor me dijo:

-¿Y tú qué te crees, que eres la única? –y agregó– Voy a casarme con otra.

No lloré en su cara, me salvó el metro: lo abordé y en cuanto avanzó di rienda suelta a mi dolor. Alguien me cedió un asiento, alguien me extendió un pañuelo y yo seguí llorando, llorando hasta llegar a mi destino, donde lloré más, mucho rato más, desconsolada, pero cuando escampé me dije, porque ya lo había aprendido:

-Esto también pasará. Y pasó.

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Last modified: 4 octubre, 2024
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