En política, los distractores funcionan igual que en los trucos de magia: te hacen mirar hacia una mano mientras la otra hace la verdadera maniobra. En México, el gobierno de la nueva presidenta Claudia Sheinbaum parece haber adoptado esta estrategia a la perfección. Dos temas han acaparado los titulares y la conversación pública en las últimas semanas: el conflicto con España y el caso de Genaro García Luna. ¿El problema? Ambos son, en realidad, cortinas de humo. Mientras nos distraen con estos asuntos, el país se desmorona bajo la inseguridad desbordada, el narcotráfico campa a sus anchas y el gobierno avanza con una peligrosa reforma que amenaza con desmantelar el Poder Judicial, uno de los últimos contrapesos que nos queda frente al poder político.
El reciente conflicto con España, centrado en la no invitación al rey Felipe VI a la toma de posesión de Sheinbaum, parece sacado del guion de una telenovela. Desde el gobierno, han intentado avivar viejos rencores coloniales, como si una disputa diplomática con la madre patria fuera lo más urgente para los mexicanos. A algunos sectores les encanta este juego de reivindicación histórica, especialmente aquellos que sienten que hay una deuda pendiente con la historia de la conquista. Pero, seamos honestos: ¿realmente necesitamos estar en guerra diplomática con España ahora mismo? El tema suena más a cortina de humo que a problema real.
Este “conflicto” internacional es un recurso de manual para desviar la atención de lo que realmente importa. Mientras los medios y los políticos se enredan en debates sobre la conquista y la soberanía, el país está sumido en una crisis de inseguridad brutal. En el arranque del gobierno de Sheinbaum, la violencia ligada al narcotráfico ha escalado en varias regiones. En lugar de atender este problema, el gobierno prefiere enfocar la atención pública en España, como si fuera el enemigo a vencer, cuando el verdadero enemigo está aquí, en casa: la violencia, el crimen organizado y la falta de un plan efectivo de seguridad.
Luego tenemos el caso de Genaro García Luna, exsecretario de Seguridad Pública durante el sexenio de Felipe Calderón, que fue sentenciado en Estados Unidos por sus vínculos con el narcotráfico. Este juicio ha sido una mina de oro para el gobierno de Morena, que lo ha usado para golpear a la oposición, especialmente al PAN y a Calderón, como si eso resolviera algo. García Luna es el perfecto villano para la narrativa oficial: un símbolo del pasado corrupto, el tipo de personaje con el que pueden llenar los noticieros y las redes sociales mientras la realidad del presente queda en segundo plano.
Pero ¿realmente se está haciendo justicia o simplemente estamos siendo testigos de otro episodio de una telenovela política? El gobierno ha utilizado este caso para distraer la atención de su propia incapacidad para controlar la creciente violencia en el país. En lugar de asumir responsabilidad por el aumento de homicidios y la falta de resultados en la lucha contra el crimen, la narrativa oficial apunta al pasado. Es como si dijeran: “Miren, García Luna era el problema, nosotros sólo estamos limpiando el desastre que dejó”. Claro, mientras tanto, el narcotráfico sigue extendiendo su poder, los cárteles siguen peleando por territorios y las comunidades siguen atrapadas en la espiral de violencia.
Pero el verdadero truco de magia aquí no es el pleito con España ni el juicio de García Luna. La jugada más peligrosa está ocurriendo en silencio: la reforma al Poder Judicial de la Federación (PJF) que Morena y sus aliados han impulsado. Bajo la bandera de democratizar la justicia y “limpiar” el sistema judicial, lo que realmente están haciendo es quitarle dientes a uno de los pocos contrapesos que tenemos frente al poder ejecutivo.
Los jueces del PJF son los encargados de resolver casos clave que protegen a los ciudadanos de los abusos del Estado, desde amparos hasta controversias constitucionales, pasando por la revisión de leyes y casos de corrupción. Si se debilita su independencia, lo que está en juego no es solo el equilibrio de poderes, sino la capacidad del sistema judicial para actuar como un freno a los excesos del gobierno. Y en un país donde el poder político tiende a concentrarse, esto es gravísimo.
La reforma que promueve Morena busca, entre otras cosas, tener más control sobre el nombramiento de jueces y magistrados. Esto suena muy mal, porque lo que están buscando es convertir al Poder Judicial en una especie de brazo extendido del gobierno, eliminando su capacidad de actuar de forma independiente. Sin jueces que puedan ponerle freno al Ejecutivo, los ciudadanos quedamos desprotegidos frente a posibles abusos de poder.
Mientras nos entretenemos con estos temas, la crisis de inseguridad sigue empeorando. El narcotráfico, lejos de ser contenido, parece haberse fortalecido. Desde la militarización de la seguridad pública hasta la estrategia fallida de “abrazos, no balazos”, el gobierno de López Obrador, y ahora el de Sheinbaum, no han ofrecido respuestas claras ni eficaces para combatir la violencia. Los homicidios están en niveles récord, los cárteles controlan vastas regiones del país, y el miedo se ha convertido en parte de la vida cotidiana de millones de mexicanos.
Pero hablar de esto no es conveniente para el gobierno. Es más fácil avivar disputas internacionales o centrarse en el pasado que aceptar la realidad del presente: no hay un plan de seguridad claro, y la violencia sigue siendo uno de los mayores retos para México. El caso García Luna y el pleito con España sirven para desviar la atención de este problema, pero no ofrecen soluciones.
El conflicto con España y el juicio de García Luna son los trucos visibles, la mano que te muestran para que no veas lo que está pasando realmente. Mientras nos distraen con estas historias, la violencia se desborda y el Poder Judicial se encuentra en la mira de una reforma que lo haría menos independiente y más vulnerable a las presiones del poder político. México está enfrentando una de sus mayores crisis de seguridad, y el gobierno parece más interesado en controlar el relato que en resolver el problema. La magia en política, al igual que en el escenario, consiste en distraer al público con lo superficial. Pero tarde o temprano, los trucos se acaban, y lo que queda es la cruda realidad: un país donde el narcotráfico sigue siendo una amenaza, donde la justicia está en peligro de ser capturada y donde los ciudadanos, al final, son quienes pagan las consecuencias.