Sin palabras
Cuando niña, no necesité palabras que me explicaran el significado del dolor causado por la muerte de un ser querido. Aprendí de las mujeres mayores de mi familia (mi madre y sus hermanas, mis tías) que es inevitable no sentir la pena y el llanto por la partida de un ser amado. Aprendí también a respetar ese misterio de la muerte y los rituales del duelo y despedida, para luego continuar caminando por la vida abrazada a sus dones.
A esas mujeres (mis amadas ancestros), hijas de un tiempo signado por los rigores y una cultura cruelmente machista, las llevo siempre conmigo.
Los defectos que tuvieron no fueron más grandes que la esencia de unas mentes claras, que su alegría y su gracia. Su manera de enfrentar los momentos amargos con ingenio e inteligencia natural las hizo especiales ante mis ojos y el de infinidad de personas que las conocieron y valoraron. Generosas a raudales y valientes ante la adversidad, aprendí de ellas que cuando el sufrimiento amenaza con volverse excesivo, es necesario enfrentarlo con la inteligencia del buen sarcasmo, reír y reírse de artificiosas solemnidades y de momentos pasajeros chuscos que son tomados por otros como desgracia.
Por estas fechas, las charlas de mi madre y sus hermanas eran en torno a los ausentes. Y la inevitable tristeza por ellos, la transformaban en desfile de anécdotas divertidas que siempre hubieron en la familia. La risa, el canto la poesía fueron su manera de rendir amoroso homenaje a los ausentes y la de entregar lo mejor de ellas a los aún vivos de la familia.
Comparto una de las tantas anécdotas que me acompañan, y que fue protagonizada por mi madre y su sobrina (mi prima , hija de la hermana mayor de mi madre). El hecho tiene relación con un velorio, cuya solemnidad, como corresponde a un momento así, ellas lo convirtieron de manera accidental en algo chusco:
Sucedió que una media hermana del padre de mi madre, vivía en un poblado situado a poco más de 25 kilómetros, falleció. No fue sorpresa la noticia, puesto que era ya muy mayor y se esperaba su desenlace en cualquier momento. Las encargadas de asistir a dar las condolencias a nombre de toda la familia fueron mi madre y mi prima. En el trayecto en la micro, ambas, vestidas de negro, velo cubriendo la cabeza y un manojo de flores, platicaban de otras cosas y, de vez en vez, reían por algún comentario o recuerdo familiar gracioso. Las personas que iban en el mismo transporte, miraban extrañadas a esas señoras (una entre 65 años y otra de alrededor de 50) enlutadas, pero que reían como si fueran a un festejo. Al llegar a su destino se encaminaron a la casa de las parientes. Encarriladas en la risa, mi prima, poseedora de un ingenio y carácter travieso, siempre jovial, audaz y mucho también de impertinente, insistía en bromear y hacer reír a mi madre. A unos pasos de llegar a la casa del velorio, mi madre le pidió que guardaran ya la compostura.
Las casas de pueblo, construidas a lo ancho de un amplio terreno ( por lo menos las de entonces) tenían al frente dos puertas, de acceso. Mi madre sugirió que no entraran juntas, cada una por diferente puerta. Así lo hicieron. Se cubrieron el rostro con el velo y entraron cada una por su lado buscando a los deudos, hasta que se perdieron de vista una de la otra.
Mi madre se entretuvo en la entrada saludando a las personas conocidas. Pasado un momento, vio a unos pasos adelante y frente al ataúd a un grupo de mujeres. Creyó reconocer entre ellas a la hija de su tía difunta. Se acercó para darle el pésame. Impregnada por la solemnidad del momento, mi sollozante madre le abrazó y prodigó las palabras de consuelo. La supuesta doliente no decía nada, sacudida por espasmos que mi madre tomó por sollozos incontrolables a causa del dolor por la pérdida. Conmovida, la abrazaba más. De pronto, el pésame de mi madre fue interrumpido por la voz de la abrazada, que no era otra que su sobrina con la que había llegado al velorio y que, divertida por la confusión de mi madre, hacía esfuerzos por hablar: “Tía, soy yo. Me estás confundiendo con la hija de tu tía, mi prima”, dijo ya con palabras entrecortadas por la risa incontenible. Los presentes que estaban cercanos a ellas soltaron la carcajada al ver el momento chusco, puesto que hija de la difunta y mi prima eran parecidas en estatura, cuerpo y forma. Los dolientes cercanos a la difunta y parientes, incluida la hija con la que mi madre confundió a mi prima, terminó riendo también.
La anécdota quedó en la memoria familiar. Apenas una de las tantas que se vivieron en ese y otros momentos, donde —como decía— hubo hechos de gran tragedia. Sin embargo, pese al dolor profundo que vivieron a lo largo de su vida al tener que despedir a más jóvenes o pequeños de la familia a causa de muertes súbitas (por accidente carretero y, en el caso de una otra hermana de mi madre que vivía en una ranchería alejada del pueblo, perdió a un par de gemelos a causa de piquete de alacrán y otra por tétanos), no sucumbieron a los abismos de las tragedias vividas a su paso por este plano terrenal. De ellas aprendí a no permitir que una pena nos provoque costras en el alma. Que la felicidad tampoco es permanente. Son instantes que sostienen a la vida. Y aprendí también a amar profundamente a nuestro terruño y a nuestro país todo, hoy presa de una violencia inconcebibles por su brutalidad multiplicada.
Tardes apacibles
Otro el país, otra la vida de entonces. Aunque los sobresaltos nunca faltaron en el pueblo y cercanías; pero nunca fueron de la dimensión de los de ahora. Había límites y una noticia relacionada con muertes violentas nos sacudía.
Calles seguras, vibrando con los juegos infantiles y nuestros gritos y risas, mientras mi abuelo Wenceslao, al que llamábamos de cariño: “Papa Wence”, nos miraba atento, sentado en su silla, esperando la hora de tertulia con sus tres amigos que tarde a tarde iban a visitarle para platicar de política y —decían en la familia— de sus aventuras amorosas. Viudo antes de los 90 años, su fama de enamorado irredento nunca menguó. Cuando se conocieron con mi abuela, ella iba a cumplir alrededor de 18 años, él tenía 37, o más. Mi abuela murió a los casi 70 años, aquejada por la diabetes. Mi abuelo a los 110 años, entero, caminando derechito, salvo una muela extraída toda su demás dentadura completa, su memoria, igual. Y aunque presumía tener buena vista, lo cierto es que tenía dificultades para ver de lejos; pero admitirlo… ¡nunca! Antes bien, todavía a sus 100 años gustaba de presumir que podía ver la hora en su reloj de pulso. Aprendí de él a amar el conocimiento, más que acumular bienes materiales. Ese fue mi punto de partida y durante mi trayecto tejí sueños de volver a mi terruño, sin imaginar que llegaríamos a este grado de infamia y desprecio por la vida, distintivo de nuestro tiempo.
A menudo, cuando pienso en lo que se ha convertido mi entrañable estado, Guerrero, se me atraviesan los rostros de mis amadas ancestros y de los que no lo son, pero que nos enseñaron que pese a las desventuras que son propias del vivir, el amor por la vida debe mantenerse inalterable Se fueron con la certeza de que al morir tenían un lugar que acogería sus huesos viejos para fundirse en un proceso natural con la tierra en la que nacieron y que, por fortuna, ya no están aquí para presenciar el deterioro moral del país y la desgracia que aqueja a nuestro estado.
RIP-DEP
Otra la vida. La gentileza y consideración para con los otros era un valor que no se decía. Se vivía. Fui testigo también de otras formas de vivir el dolor, del amor en el alma desquebrajada de una anciana abuela. Como aquella, cuya delgada figura recortándose en el umbral de la entrada de nuestra casa no olvidé. La recuerdo vestida de oscuro, entrecruzando su cuello con un rebozo gris y jaspeados blancos.
—Buenas tardes—, dijo la anciana, cuya imagen me impresionó por el encorvamiento de su espalda y el rostro de tez blanca en el que no cabía una arruga más.
Presurosa, mi madre salió a su encuentro para ofrecerle asiento y un vaso con agua. La anciana aceptó y una vez que intercambiaron algunos tópicos dijo a mi madre, mirándome:
Emilita, quisiera pedirte de favor que me prestes a tu chamaca para que me acompañe al camposanto. Ya no veo bien y como acaban de hacer algunas reparaciones al mausoleo de la familia, me da temor caerme por allí.
Vivíamos a la entrada del pueblo, o a la salida —según se vea—, y casi frente al panteón. Nos dividía la que en ese entonces era la ancha avenida principal. En las noches cuando nos daba por jugar a las escondidas, los más osados se metían por entre las primeras tumbas del panteón a sabiendas de que allí no serían buscados. “No pises las tumbas donde reposan los fieles difuntos… respeta los santos lugares”, fueron recomendaciones que escuché de niña.
Respeto a la vida… y a la muerte
Acompañé a la anciana que, con una de sus manos garrudas se afianzaba a mi hombro de niña de 10-11 años. Entramos y pidió que leyera los nombres de las cruces por las que pasábamos. Algunos estaban desdibujados y yo hacía lo que podía volteando a ver su rostro que se ensombrecía más a medida que avanzábamos por aquel sitio del eterno reposo. Pronunciaba yo el nombre del difunto y las fechas, pero obviaba las tres letras que la mayoría de las cruces tenían y que no sabía qué querían decir: RIP.
—¿Solamente tienen los nombres y fechas, niña? ¿No dicen nada más?
—Casi todas tienen unas letras que dicen: RIP, o DEP—, contesté apenada, sin saber por qué.
—¿No sabes lo que quieren decir esas letras, niñita?. RIP Requiescat In Pace, o Descanse En Paz— explicó la anciana, sin más.
Respiré tranquila. Había aprendido algo que era desconocido para mí. Repetí para mis adentros una y otra vez el significado para que no se me olvidara.
Llegamos al enorme mausoleo de su familia. Sobresalía de entre las de alrededor, la mayoría modestas. Algunas con apenas montones de tierra comprimida y cruces con letras desteñidas por el tiempo y —quizá— por el olvido. O también por las lágrimas de los humildes deudos. Más tarde, entendí que junto al juego que es la vida está también la certeza de la muerte que viene por igual para ricos y pobres. Llegado el momento no seremos más que polvo y suspiros del tiempo. Y, en algunos casos, quedará en un nombre inscrito en pretenciosas o modestas lápidas que sustituirán con su frío material un cuerpo que ya no será más.
Bajamos por unos escalones que estaban recién hechos al interior de la bóveda familiar. Al centro de éste había un altar. La anciana se estremeció al hincarse con trabajos y con mi ayuda frente a la tumba más fresca: la de su nieta recién fallecida, apenas al cumplir 15 años. De su pecho seco salió un sollozo dulce, profundo, doloroso. Sus ojos secos, sólo avivados por el dolor y el rezo de la promesa de un no lejano encuentro con su amada nieta, muerta a causa de una enfermedad que —después supe— tenían los descendientes de la familia. Enfermedad de Reyes, decían por allá o acá.
Permaneció allí durante un largo rato y después emprendimos la penosa salida del camposanto. El sol acababa de desaparecer, dejando un tibio rastro de su calor inmisericorde. La tarde asomaba pálida, pero afanosa, abriendo su sombra como un enorme abanico, esperando que una nube solícita soplara sobre ella para disipar los rastros de calor propios de la costa, esa amada tierra que arde, no por el sol, sino por la temeridad de los corazones cuya ira no mengua y antes bien, amenaza instalarse por un tiempo que no sabemos cuánto más.
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