Autoría de 6:27 pm #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito

Incluso Shakespeare se corregía sus textos – Víctor Roura

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La mitificación cultural es una constante en el periodismo mexicano.  Pareciera, incluso, una obligación del reportero halagar y exaltar  las cualidades de su entrevistado… aunque no sean palpables visiblemente.

      En este sentido, Elena Poniatowska  es el escaparate donde se refleja el modelo idóneo pues en sus charlas, que sirven de calibrados ejemplos en las academias  universitarias (y algunos distraídos profesores, que no son  periodistas, imponen jubilosos en sus clases periodísticas la  reproducción exacta del cartabón poniatowskiano), todo lo que rodea a  las “celebridades” es bonito, inteligente, armonioso, encantador,  angelical, fascinante, inspirador, cautivante.

      Aunque uno sepa que tal  entrevistado de Poniatowska es un ser iracundo y mezquino, en su  charla deja traslucir que el hombre reparte mil generosidades y una  innegable bondad. Ya no digamos nada, entonces, de sus entrevistas a  amigos personales e intelectuales de prestigio porque, obviamente, la  mitificación se va doblemente, con creces, hacia el cielo.

      Por supuesto, esto ha traído, ya, su irremediable consecuencia en la  prensa cultural. La mayoría de los reporteros, egresados de las aulas  universitarias o autodidactas extraviados, quiere traer pegada en la  frente la estrellita poniatowskiana, y las entrevistas se han vuelto  no un debate de ideas, ni una contienda de pensamientos, sino una corte de gracejadas y simpatías compartidas. De tal manera que el  género de la entrevista se ha convertido en la hora feliz de  las complacencias.

      A propósito de la aparición de un  nuevo libro suyo, Carlos Fuentes en 1999 concedió algunas entrevistas “exclusivas” a los medios de su preferencia (finalmente, la democracia que  Fuentes practicaba era parcializada tal como la practican los  supuestos demócratas en las temporadas morenistas donde el hilo conductor no ha variado en las simpatías ideológicas) obteniendo  resultados periodísticos absolutamente previsibles.

      El reportero de  La Jornada (en su edición del domingo 14 de  marzo de aquel año), designado para cubrir la excelsa misión, respondió a tal honor con un puntual halago al connotado escritor:

      —El libro tiene una prosa muy cuidada, muy limpia —dijo, ya dando de antemano su juicio “crítico”, que ha de haber dejado satisfecho a  Fuentes—. ¿Así nació la novela, o el lenguaje es producto de un proceso de corrección?

      —Todos tenemos que corregir —respondió Carlos Fuentes con lógica  sumaria.

      Pero la exacerbación del reportero no tenía límites, y le preguntó,  admirado, arrobado:

      —¿Incluso Carlos Fuentes? —porque,  sencillamente, el reportero (es tanta su admiración) creía que Fuentes pertenecía a una especie de sitio santoral literario en donde los que  escriben lo hacen sin mirar atrás, sin ninguna mancha, sin una sola  corrección porque son, simplemente, perfectos.

      Evidentemente la pregunta daba pie a una inmodesta comparación, y Fuentes no desperdició la maravillosa oportunidad:

      —Incluso William Shakespeare o Proust o Balzac. Ver las páginas de  corrección de pruebas de Balzac es algo fascinante, prácticamente a  veces rehace la novela, hay garabatos por todos lados…

      Ya estaba asentado: Carlos Fuentes y Shakespeare y Proust y Balzac corregían sus textos antes de darlos por finalizados. Para el que pensaba que Fuentes escribía como un Dios, que es decir sin ningún yerro ni una corrección, la mitificación es fabulosa:  ¡Fuentes es humano, como todos nosotros también se equivoca y corrige cuando escribe, es un ser terrenal!

Elena Poniatowska, Carlos Monsiváis y Carlos Fuentes, acompañan a Leonora Carrington

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Qué diferencia de las buenas entrevistas, las impugnadoras, las que le mueven el piso al entrevistado, las que son impredecibles, las que hacen decir a los entrevistados lo que no quieren decir.

      En Canal 40, antes de ser fusionado con TV Azteca —en el mismo periodo en que salió publicada la entrevista con Fuentes—, el periodista Eduardo Monteverde se asomó al Parque  México para hablar con los escritores que se habían dado cita ahí,  convocados sólo entre sí, para vender libros de su biblioteca personal y apoyar, así, aunque de modo simbólico, una convención zapatista.

      Al acercarse a Alejandro Aura, entonces flamante  director del Instituto de Cultura del Distrito Federal, el reportero observó los libros que exponía el poeta y observó que parecían  sacados de alguna bodega oxidada.

      —¿Viniste a vender los libros que no se venden? —preguntó Monteverde a  Aura.

      La imagen apareció en el programa Realidades la noche del miércoles 10 de marzo de 1999.

      —Vine a vender los libros del clóset, unos agotados, otros no —respondió lacónicamente Aura, y exhibió su incomodidad al ser advertido in fraganti, y no dudó en mostrar su irritación  (¿por qué no lo entrevistó Poniatowska que hubiera resaltado el “sacrificio” de los escritores al donar parte de sus libros a  una causa revolucionaria?)—. Por otra parte —dijo Aura, y así  salió en la transmisión de Canal 40—, me parece una pregunta muy  pinche.

      El programa terminaba con la toma de un indigente lavando los  preciosos carros de los intelectuales que se dieron cita en el Parque México para vender algo de lo que les sobraba en su casa.

      La imagen era avasalladora.

      Desmitificadora, digamos.

      Que es, en las actuales condiciones de la prensa cultural en México,  sinónimo de equilibrada y necesaria práctica periodística.

Alejandro Aura

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O ahí está ese otro impecable ejemplo del periodista Ignacio Carrión, quien abordó al prestigiado arquitecto norteamericano Philip Johnson, ya nonagenario, autor de la famosa pieza  arquitectónica Glass House (que es su casa), para hacerlo hablar de  su cuantiosa obra pública; pero su cuestionamiento es eficaz y  arrebatador, no se amilana ante la personalidad de su entrevistado: pese al respeto que se respira durante la charla, el reportero acorrala e impugna —siempre bajo el sutil y caballeroso duelo de las  palabras— al, a veces, dubitativo arquitecto.

      El texto, publicado el 14 de marzo de 1999 en  la revista dominical del diario El  País, es una perfecta muestra de la buena entrevista.

      Cuando  Johnson le dice a Carrión que ahora está inmerso en el encargo de una catedral, el reportero le pregunta si es parecida a la Catedral de  Cristal que realizó en California.

      —No voy a repetirme. Pero es una obra muy ambiciosa. ¿Conoce la  Catedral de Cristal? —pregunta, a su vez, Johnson, interesado en el  punto de vista del periodista.

      —Sí. Estuve un par de veces.

      —¿Qué le pareció? —de pronto, el arquitecto Johnson invierte los  papeles, ahora es él el que hace el papel de periodista.

      —Impresionante —discurre Carrión, pero en su contestación ya  prepara la ofensiva—. Sobre todo cuando se ve desde la autopista  iluminada por la noche. Parece un diamante, no sé, una nave espacial.  Esperas que Dios salga de esa nave…

      —¿Le produce una emoción estética? —interroga Johnson, interesado en la plática del periodista.

      —En cierto modo, sí —el periodista, con sumo respeto, se va  acercando con lentitud a su cometido—. Y luego, cuando entré en esa estructura de cristal rodeada de automóviles con familias dentro de  los automóviles y siguiendo los servicios religiosos… me sentí  literalmente atropellado por la religión.

      —¿Y qué más? —ya hizo entrar en confianza al veterano arquitecto,  que quiere oír más impresiones acerca de su obra.

      —Si he de serle sincero —es turno, ya, de retomar su papel de  periodista—, sudé mucho. Tanto cristal, tanto calor, tanta gente y  tan poco aire acondicionado… era como un horno crematorio.

      Entonces, Johnson salta de su asiento.

      —¡No me diga eso! —responde, enfático—. ¡Se habría averiado el  aire acondicionado! ¡Allí no debe hacer calor! Cuando el doctor  Schuller me encargó la catedral, me dijo que no escatimara nada. Había dinero, mucho dinero. Y él dijo: “Dios merece lo más caro”.

      El reportero no desaprovecha la coyuntura.

      En otra pregunta, que  aquí se hubiera negado a responder un Moisés Zabludovsky o un  Teodoro González de León o un Pedro Ramírez Vázquez por considerarla “ofensiva”, Carrión dice a Johnson:

      —De todas formas, tiene fama de ser un arquitecto que en la duda se  inclina más fácilmente por la estética que por la funcionalidad. He  leído que se olvidó de poner una luz en su dormitorio para leer,  cuando usted es un lector voraz.

      —La estética me importa mucho —contesta Johnson—. Hay quien cree  que me importa más que las goteras.

      —¿Y está usted de acuerdo?

      —Sí y no. Creo que se puede hacer una arquitectura estética, y no  por ello excesivamente cara, y que al mismo tiempo el edificio no tenga goteras.

      El periodista, sin morderse la lengua, también aborda a Johnson  desde su pasado “incómodo”. Luego de que el arquitecto le dijera que  se retiraría de su oficio a la edad de 100 años para ir a vivir a  Roma porque, para un arquitecto, “Roma es la fuente, así como París y Londres son el resto”, el reportero no desperdicia nuevamente esta  otra magnífica oportunidad para internarse en asuntos complejos.

      —¿Y Berlín? —le pregunta—. No quiero incomodarle, pero he leído  en la biografía suya escrita por Franz Shulze que durante los años del nazismo estaba usted fascinado no sólo por la arquitectura nazi,  sino también por Hitler.

      —No me gusta esa biografía. Parece que el autor la ha escrito para  dar importancia a aquella etapa. Lo que puedo decirle es que, en  efecto, he hecho algunas cosas imbéciles en mi vida. Y esa fue  una.

      —¿Y es cierto que fue investigado por el FBI a raíz de algunos  artículos pronazis firmados por usted en los que elogiaba la  supremacía aria?

      —No sabía que el FBI me investigó. Pero, si me investigó, no  ocurrió nada.

      Y la puntilla, la ironía final del periodista inquieto, el  cuestionamiento implacable de una correcta entrevista:

      —Esto es lo más sorprendente. Hoy está usted, sin ser judío, en magnífica relación con los judíos, que son los ricos de Manhattan,  haciendo rascacielos.

      —Estoy bien con todo el mundo. Y creo en la élite.

      La plática no tiene desperdicio, por ningún ángulo. La entrevista  periodística alcanza su punto cimero cuando el diálogo es sostenido,  punzante, donde la inteligencia procede de ambas partes.

      En México, para hacer una pregunta aguda, se tiene que pedir previamente permiso, si es que acaso, antes, fue aceptada la  insistente petición de la cita, por supuesto tras diversos e interminables telefonemas para localizar a quien pudiera dar una  pista para la localización final del posible entrevistado.

      O, simplemente, el entrevistado no responde, se levanta de la silla y da por terminado el diálogo.

      O, de modo más sencillo y práctico, como respondió Alejandro Aura a Eduardo Monteverde cuando de súbito se sintió “incomodado” por un cuestionamiento del periodista:

      —Me parece una pregunta muy pinche.

Philip Johnson, en su casa de cristal

4

El arquitecto norteamericano Philip Johnson falleció el 25 de enero de 2005, a sus 98 años de edad. Carlos Fuentes murió el 15 de mayo de 2012, a los 83 años de edad. Y el poeta Alejandro Aura partió de esta vida siendo diplomático en España el 30 de julio de 2008, con 64 años a cuestas.

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Last modified: 4 noviembre, 2024
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