Revisé mi dinero y no, no iría, pero Maythe insistió: habría un puesto de venta donde se iban a presentar varias antologías, entre ellas ¡la última en la que participé! Fui.
La Feria Internacional del Libro de ese año, en el Palacio de Minería, era una gran cosa para mí. Había en el puesto otras tres antologías más con narraciones mías y ¡uy, me sentí famosa!
Todo marchaba bien hasta que apareció la cámara con la posibilidad de entrevista: Comenzó a atacarme una necesidad insoslayable de secreto, una gran ansiedad y deseos urgentes de desaparecer. Me sentía amedrentada, culpable de haber escrito. Sin pensarlo más, me enredé en mis hábitos de transparencia, esto es, me alejé de la cámara, fingí que sólo pasaba por allí y dejé de hablar con mis compañeros escritores para que nadie me relacionara con ellos y, aunque hay cierto encanto en mirar sin ser mirada, hubiera preferido no sentir culpa de mis propios textos, ni transpirar ante el riesgo de ser identificada en público como autora.
Me hubiera gustado no haber aprendido a desaparecer… Tenía una larga historia haciéndolo y, a esas alturas, ya era experta.
¿Cuándo comencé? Fue tal vez aquella tarde solitaria en que…
-¿Es esto tuyo? -dijo mi madre, y, sin agregar más, roció con alcohol y prendió un cerillo a mis diarios frente a mí. Lo último escrito en ellos era: “Separó el botón blanco del ojal azul y tocó suave bajo mi blusa”. ¿Serían esas palabras las que originaron tal inquisición…? El fuego borró de todas partes la evidencia, menos de mí, donde una llamita taimada se agazapó a amenazar a cuanta palabra pretendió salírseme después hasta la hoja; o… ¿tal vez aprendí a desaparecer cuando, bien adulta ya, madre de tres hijos, el hombre “que me quería muchísimo” estuvo a punto de matarme? Él buscó mis diarios (ah, la terquedad de escriturarme) y descubrió en ellos que yo no agonizaba de dolor tras terminar con él, y que no le sería fiel de cuerpo ni de alma para toda la eternidad, ¿por qué supondría tal absurdo? Él aprovechó que yo dormía, prendió la luz de mi cuarto y, cuando abrí los ojos, vi sus brazos alzados sobre mi cabeza sosteniendo un modular a manera de piedra para inmolar a “su agresora”: Yo.
¿Se vislumbraría en la cárcel?, ¿pensaría en cómo iba a explicarle a su hija, cuando creciera, que él asesinó a su madre? Estrelló el aparato en el suelo, y yo aproveché sus tres segundos de desconcierto para levantarme de golpe y correr sin zapatos, sin dinero, sin pensarlo, hacia la calle esa madrugada casi aciaga. A él se le tapó el lavabo en donde incineró mis diarios.
Sí, tal vez fue entonces que me hice experta en esconderme y desaparecer con mis palabras pálidas de miedo, sin que lo notaran los demás.
De la feria del Palacio de Minería, donde “fui famosa”, logré evadirme, ganó el miedo, perdí yo…
¡Ah!, pero no más. De mi cuenta corre que el fuego, con que incendiaron mis notas los “redentores” de mi escritura, deje de ejercer. Hace poco tiempo, tras sacar de la garganta, a fuerza de toserlas, una maraña de palabras ahumadas, salió también, muy carraspeado, un antiguo y conocido ardor: ¡Era el tal Fuego! Su presencia me asustó, pero lo agarré en plena flama por el cogote, lo arrastré por todos lados; él me escaldó las palabras, me dejó sin cejas, sin aliento; me amenazó con la fuerza que le quedaba.
-¡Arrepiéntete! -dijo- ¡Escribir es malo!
En el último asalto, logré torcerle el pescuezo y meterlo en un soplete portátil que me inventé de emergencia.
Aún le tengo respeto al fuego; miedo, lo acepto, pero ya lo conozco.
Cuando el soplete en el que lo mantengo prisionero tiene gas, y se le da la gana, hasta me ilumina para escribir, me calienta, finge que es mi amigo y me acompaña; cuando no, me alumbro con el sol o con un foco led; escribo en mi PC o con mi lápiz de cejas; a veces hasta con el carboncillo que quedó de las viejas quemazones, hay suficiente… el Fuego no se extinguirá, lo sé: está condenado a mí, y yo lo venceré siempre, como ahora, que divulgo sus fechorías.
Abril, 2018.
El fuego un elemento muy eficaz para negarnos y con ello, destruirnos a nosotras mismas, en este caso nuestros escritos, de una manera literal. Pero el fuego como pasión, como impulso, como alegría de vivir tiene otro sentido.
Ten cuidado Pati. Estas atinado el fuego… jajaja.
Siempre el fuego inquisidor de tras de las escritoras.
Gracias
Bendito el fuego de tu alma rebelde, luchadora tenaz que te levantas de las cenizas con esa chispa inextingible de la palabra. Efectivamente nadie puede apagar tu voz, detener tu lápiz de cejas, porque llevas en ella hilvanadas, tu vida y la de tantas mujeres que llevamos atragantadas las emociones, las vivencias que con tanta ligereza y sencillez sabes plasmar. Gracias Paty.
Comenzó a caerme bien la lectura desde el principio, luego, me hiciste soltar una carcajada en el primer punto del análisis. Fue tan rápida y controlada la reacción con el alcohol que me recordó algunas películas, algunas lecturas, algunas realidades, algunos sueños. Al final del día el fuego es inocente.
No eres la única a quien sus palabras escritas se han vuelto en su contra y sin embargo persistes. Cuando las palabras pugnan por salir, salen sin importar consecuencias.
Estoy segura que muchos de tus lectores nos sentimos identificados con el fuego donde las palabras se unen para formar cenizas y duele ver lo parido desde las entrañas del alma transformado en humo.
Gracias por recordarnos que los escritores somos como el Ave Fénix y como dijo Saul Hernández: “nunca nadie me podrá parar, solo muerto me podrán callar”.