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Uno de los graves problemas de la prensa en México, y al parecer en el mundo entero, radica en su inequitativa distribución de los dineros, pues así como hay empresarios sobrados de cartera financiera pero con una disminuida visión de la cultura (en su primer año como nuevo dueño de El Financiero, ¡Manuel Arroyo festejó a sus trabajadores contratando a Mijares y a Polo Polo, figuras que jamás habían sido contempladas cuando vivía don Rogelio Cárdenas Sarmiento!) también existen los que no están dispuestos a someter su economía al rubro de la comunicación, de modo que su riesgo es mínimo, si no es que ansiosamente pulverizador.
En este contexto, hacer periodismo cultural no es un ejercicio al que se le brinde impulso desinteresado, de ahí el estado innoble, o somnoliento, o francamente aislado, en el que se encuentra. Mi experiencia es variada, finamente ajetreada, en este campo: desde el alojo en los solventes impresos hasta en la independencia más pura que luego se adhiere a la mezquindad más irreal, porque ahí donde uno cree que mora la apacibilidad resulta que conviven los demonios.
Pese a las sinuosas rutas de promesas no cumplidas por parte de inversionistas encajosos y a las atmósferas enrarecidas de palabras sin soporte, sabemos que el camino se hace al andar, como bien ha dicho el poeta Antonio Machado, y en las veredas, no obstante los naturales —y a veces inesperados— tropiezos, los dignos trabajadores de la prensa aún creen, o deberían de creer, en los sueños propios y en los ajenos.
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El buen periodista, por lo regular, siempre camina en la orilla del precipicio.
¿Qué significa trabajar el periodismo cultural en los tiempos en que lo irrisorio, lo banal, lo superfluo y las bocanadas del morbo ocupan un sitio preferencial en la industria mediática, que es la que, finalmente (con el auxilio eficaz y moderno de los ingeniosos dispositivos digitales), orienta e induce los gustos masivos, porque en este aspecto, en el de la educación colectiva, nada tienen que ver las diferencias sociales, ya que un adinerado y un obrero sin propiedades, sin saberlo —conducidos únicamente por la estrategia mercadotécnica—, permanecen unidos, uno al lado del otro, conformando una audiencia victoriosa de, digamos, un inmemorable cantante lanzado a la fama desde una amplia oficina dedicada a los volátiles entretenimientos?
(Por eso muchas veces escuchamos en los carros de lujo, a todo volumen, las mismas piezas que escuchamos, a todo volumen, en las bocinas de la albañilería en franca construcción de un edificio, ya que la cultura musical, ahora, no distingue clases sociales: ¡durante el obradorismo se alentaba a ínfimas agrupaciones a presentarse en el Zócalo capitalino!)
Mientras en este momento, en una mesa de cincelado minucioso, algunas personas, distantes del periodismo, se plantean con entusiasmo desmedido publicar un portal con tintes rojos o morbo mediático, que es lo que se aprecia de inmediato en las visualidades electrónicas, como si ese mercado fuera el solitario objetivo contemporáneo de las empresas de comunicación, existen numerosas personas, invisibilizadas en los grandes medios —sin ningún apoyo oficial, desoídas por el funcionariato encargado de la cultura nacional, trabajando con la esperanza de que sus proyectos no se vean abortados por imprevisibles obstáculos en el incierto futuro—, tratando de levantar, concretar, nobles propuestas culturales.
Estos últimos prácticamente han sido olvidados, o relegados, o pospuestos permanentemente, por la franja institucional (con dinero disponible para ello) supuestamente especializada en los menesteres de la cultura.
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Pero hay quienes, incluso contra la dinámica digital, piensan continuar con la difusión de las ideas de los mentores —ya consagrados, ya de recién ingreso— de la construcción cultural del país a la usanza, ahora casi despreciada, artesanal del papel: hacer periodismo abocado a la cultura tiene, o debiera tener, un hondo significado en la actualidad, sobre todo por la notoria descomposición social a todas luces evidenciada por el férreo comportamiento de la corrupción política (que no ha sido eliminada, en lo absoluto), que resquebraja las sutiles piezas de la maquinaria de las sociedades: una actitud ilustrada modifica, o puede modificar, radicalmente el apaciguamiento de la colectividad, prácticamente hechizada por los brebajes del consumismo instantáneo propagado con insistencia tenaz por los acaudalados decidores del sistema comercial del tiempo libre, proclives al ayuno cultural.
Sin embargo, hay en todo esto una paradoja (que como toda paradoja es) inexplicable: no hay autoridad política, relevante o no, que no inserte en sus discursos el beneficio de la cultura, elemento clave para poder transformar al país.
¿Entonces?
El significado de la cultura es, en efecto, la transformación, para bien, de la humanidad.
Sólo en la ilustración caben las cabales cavilaciones.
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