Las aspas se movían desganadas, negándose a cumplir el ciclo completo de su lavado. Su descompasado sonido había empezado a principios del mes de septiembre. Infame, lancé el silencioso regaño, al tiempo que la sacudía, como si ese objeto cuadrado cubierto de lámina blanca cromada y ya percudida por los más de 14 años de vida escuchara. Pero antes de continuar con esta tribulación, considero pertinente aclarar que, en estricto sentido, mi lavadora tenía 10 años de uso, porque casi cuatro años, tiempo que estuvimos viviendo fuera de la ciudad, en otro estado, estuvo guardada. Por lo demás, su uso promedio semanal era de dos cargas completas de lavado; salvo tres o cuatro veces al año que se lavan cobijas y almohadas. No era, pues, un objeto que hubiera sufrido abuso laboral y yo estaba decidida a que respondiera a su labor encomendada.
Empezaba ya octubre y yo seguía batallando con ella. Yo dándole pequeños movimientos en las aspas, zangoloteos bien medidos a toda su armadura, y ella terminaba respondiendo con su sonido arrítmico y de mala gana.
La publicidad anticipada de El Buen Fin, anunciado para la segunda semana de noviembre, estaba a todo lo que da. Posts de promoción se atravesaban a cada rato en celulares, televisión, llamativos letreros de centros comerciales. Pero, por fortuna, no tengo compulsión o deslumbre por modelos que la tecnología moderna ofrece y que suelen presentar con relucientes brillos y, que en comparación con los modelos antiguos, son seductores, como todo lo nuevo. Sé de personas que se deshacen de aparatos electrodomésticos cada cierto tiempo para cambiarlos por modelos recientes. Aunque se endeuden constantemente. Les brillan los ojos de entusiasmo ante su nueva adquisición; así como algunos señores cincuentones o sesentones que ven a las jovencitas con ojos de añoranza por lo que una vez tuvieron en su mujer, e insisten en atrapar los años mozos, pintándose pelo y bigote y usando ropa muy acá (colorida, quiero decir) y caminando como gallitos de conquista cuando ven a una joven. Chavorrucos, les dicen aquí. Cebollones les decían antes, y rabos verdes.
No, mi compulsión o afanes por lo nuevo no son tales. Aunque confieso que he caído en la trampa que nos han tendido los fabricantes de celulares, porque los han diseñado para que el consumidor se vea obligado a cambiarlo cada dos, o máximo tres, años. Ya los caché que a partir de los dos años de uso empieza a fallar la batería (ajajá ¡codiciosos!). Es su estrategia para obligar a consumir lo nuevo. Dijeran en mi tierra: ¡No tienen llenadera!
Pero, decía, continúe un tiempo más sorteando los caprichos de la lavadora que respondía a los sueves zangoloteos de manera cada vez más desganada. Decidimos entonces que era momento de buscar a un técnico para ver las opciones de reparación, porque ¡no… no… y no caería en la trampa del Buen Fin que inundaba con su parafernalia todo escenario! ¿Cuánto cobraría por la revisión un buen técnico? Recordé que, en julio del 2021, nuestro refrigerador de más de 20 años empezó a descomponerse y en agosto llamamos a un técnico. Nos atendió un señor muy decente y considerado. Cobró 1,300 pesos por cambiarle la tarjeta del motor y advirtiendo que su tiempo de vida estaba expirando ya. Quizá duraría un par de años más, cuando mucho cuatro más. Para finales de octubre amenazaba con dejar de funcionar. Allí sí no había de otra más que pensar en la compra de uno nuevo, puesto que no podíamos arriesgarnos a que se echaran a perder los alimentos o lo que se requiere refrigerar. Y le entramos a la compra del Buen Fin. Obvio: meses sin intereses.
Sentí nostalgia por vernos obligados a deshacernos de nuestro viejo refrigerador. Tantos años de silencioso servicio, de formar parte de un espacio tan confortable y, sobre todo, familiar, como es la cocina.
En un intento por darle un uso útil y mantenerlo en casa, sugerí a la familia que lo convirtiéramos en mesa para el jardín. Ponerle unas patas cortas, quitarle las manijas, guardar en su interior la mantelería y desechables que usamos en las reuniones familiares. Lo dije tan en serio; pero fue tomado como una ocurrencia mía, otra más de las que suelo tener, porque saben que soy capaz de convertir un antiguo reloj de cuerda que se niega ya a trabajar en un portarretrato. La respuesta familiar unánime fue ¡Nooo! Obedecí. Pero ese refrigerador no se iría con cualquiera ¡no señor! Decidimos que lo ofreceríamos a una persona que trabaja de planta con un queridísimo vecino. Le estimamos y tiene años de apoyarnos de manera ocasional en el mantenimiento del jardín. Callado como el que más, trabajador y responsable con su familia, ajeno a vicios y no le gustan las reuniones donde beber es el común, aceptó gustoso. Lo usaría, y una vez que se descompusiera totalmente se encargaría de desarmarlo y ofrecer sus piezas por separado. Algo de dinero obtendría. Que quedara en sus manos fue satisfactorio.
Los timadores
Hoy, la lavadora seguía el ejemplo del refrigerador. Anunciaba su huelga definitiva por los años de servicio. Pero los tiempos de la economía son otros. La canasta básica, medicamentos y todos los insumos en general han aumentado de manera considerable después de la pandemia. Decidimos buscar a un técnico para que diera su diagnóstico. Mi marido, GA, se dio a la tarea de buscar uno. Lo encontró en lo que parecía ser un negocio de especialistas en la marca. Luego de responder a las preguntas que le hicieron sobre cuál era la falla del aparato, dijeron que acudirían a la revisión y, una vez que checaran su estado, darían diagnóstico y presupuesto de reparación. Quedaron de enviar al técnico dos días después, el viernes 4 de octubre entre la una y tres de la tarde.
Una hora después de la hora límite, nada que el técnico llegaba. Hablamos al teléfono de oficina y dijeron que estaba en otro servicio, pero le pasarían el mensaje para que se pusiera en contacto de inmediato con nosotros. Pasados unos minutos llamó. Explicó que andaba cerca de nuestro rumbo ya terminando su servicio. Dejó el número de su celular diciendo que en media hora más, cuando mucho una hora, y estaría en nuestro domicilio. Las cinco de la tarde y nada… las seis. GA decidió enviarle un mensaje cancelando el servicio. Aparentemente mortificado el técnico dio toda suerte de explicaciones sobre su atraso. No importa enumerarlas. La informalidad es, por regla general, lo nuestro en México. Pero quedó de asistir, ahora sí puntual, al día siguiente. Condicionamos la hora: 11 de la mañana. Sin más.
Al día siguiente, sábado 5, llegó puntual y GA lo recibió y llevó ante la lavadora. El joven, que se presentó como Oswaldo Lara, no debía tener ni 30 años. Llegó en su moto llevando bajo su brazo una carpeta y cartera, supusimos con herramienta.
Teníamos prisa porque hiciera su revisión porque GA y yo teníamos un compromiso a las tres de la tarde, de manera que me encontraba ocupada preparando nuestra salida en cuanto se fuera el técnico. GA supervisó la revisión, que tardó poco menos de una hora para dar el diagnóstico. Al terminar de desmontar algunas piezas y revisar a fondo, dio su presupuesto: costo de la reparación $2,800.00, garantía por la empresa de tres meses y, según dijo, todavía funcionaria tres años más. Y por servicio de limpieza, otros 600. Este último era opcional y no urgía, dijo. La dejaría funcionando normal. Y como ya conocen su trabajo y las posibles descomposturas usuales en ciertas marcas de las lavadoras, traía él una pieza que supliría a la culpable del mal funcionamiento. Menos de una hora le llevaría repararla y probar su efectividad. Hicimos cuentas con GA. No estaba en nuestro presupuesto el gasto de una lavadora nueva. Y, aunque nos pareció elevado el costo de reparación, concluimos que valía la pena pagar esa cantidad a cambio de tres años más de servicio. Aceptamos. El pago se haría mediante transferencia a la cuenta de la empresa y, en ese instante, expedirían el comprobante o factura que llegaría al correo que le dijéramos. Así lo hicimos.
Al otro día domingo, echamos a funcionar la lavadora. Su sonido rítmico, acompasado, haciendo su buen trabajo, me alegró. Todo estaba bien.
Los timados
El gusto duró poco. 15 días después, la lavadora volvió a las mismas fallas. ¡Rediez y reonce! ¡A llamar de inmediato a los teléfonos de la casa reparadora para hacer válida la garantía!
Atendieron el reporte y dijeron que notificarían al técnico, Oswaldo, para que se presentara a otra revisión. Pero el tal Oswaldo no llamó ese día, ni al otro, ni al otro. GA decidió hablarle directamente a su celular. Él contestó y quedó de venir en un par de días. ¿A qué hora vienes? le inquirió GA. Su respuesta fue vaga: “en el transcurso del día”. Contrariada por el mal servicio y la pronta falla de la compostura, intervine con voz demandante y enérgica:
–Joven, no nos diga que en el transcurso de la mañana o de la tarde. Díganos hora precisa, porque pagamos por un servicio que necesitábamos y cuyo mal funcionamiento me está afectando.
Dijo la hora. Y llegado el día acordado no llegó. GA habló a la oficina nuevamente. El trato fue otro ya. Si bien sin groserías, pero era evidente que el ambiente que se escuchaba al otro lado de la línea no era el de una oficina. “Espéreme un momento… deme el número de servicio asignado…”. Largas esperas en el teléfono, voces de niños al otro lado de la línea, y el clic de terminada la llamada.
Hasta entonces yo no había revisado la llamada “factura” o comprobante del servicio expedida al correo electrónico de GA. Le pedí la imprimiéramos para ver qué otros números de teléfonos había en la “oficina”. Cuando miré la dirección sentí un vuelco. ¿Dónde y por qué me parecía conocida o resonaba su número de Reforma 222? Indagué. Era el conocido Centro Comercial. Locales de marcas exclusivas y ninguna oficina de reparación de lavadoras. ¿Qué negocio de esta índole tiene oficina en un lugar tan caro y exclusivo como Reforma 222, famoso también por los trágicos casos de suicidios que se han registrado? Entendí. ¡Vaya timadores!
–Olvídate ya de llamarles para reclamo. Bloquéalos de tu correo y de tu teléfono. Ha sido un timo–, dije a GA, mi marido, lanzando un profundo suspiro de desaliento y resignación.
Y, hoy aquí estoy. Sigo batallando con la infame y caprichosa lavadora.
Yo dándole calculados zangoloteos; ella, caprichosa o cansada ya, dando giros vacilantes, se detiene unos instantes y luego se echa a andar con desgano, como avisando su inminente y definitiva descompostura.
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