1
Cuando el fanatismo predomina por encima del razonamiento, ocurre el primitivismo. Si los antiguos habitantes de una región no adoraban a Alá era motivo suficiente para borrar su huella. Eso sucedió, por ejemplo, con la llegada de Hernán Cortés a un continente desconocido, al que habría necesariamente (por intereses mercantiles, que rebasan desde siempre los principios humanitarios) que domeñar. Los acontecimientos en Medio Oriente perturban el intelecto, porque son oscurantistas, como en el medioevo, donde la historia se pierde, y válgase el pleonasmo, por la falta de historiadores. Las catástrofes humanas suceden cuando en medio de ellas se halla la inopia. El caso de San Miguel Canoa, en el estado de Puebla ―documentado en el cine por Felipe Cazals en 1975―, agobia la memoria mexicana: el 14 de septiembre de 1968, arengado por el cura local, el poblado se levantó en una violencia inusitada para asesinar a unos jóvenes que habían decidido acampar en la región, ajenos al extremismo del párroco (cuya ignorancia política confundía los términos comunismo y turismo ocasional) que veía amenazado su dominio territorial.
Porque el primitivismo surge justo ahí donde impera la estulticia, la cortedad, la desilustración, que provocan reacciones insolentes, impensadas, cavernícolas.
2
La miserable destrucción del patrimonio histórico de Irak se desarrolla en un momento paradójicamente deslumbrante de suntuosidades tecnológicas, que tiene en la muerte colectiva francesa de Charlie Hebdó —ocurrida en enero de 2015— su emblema más atroz: a pesar del progreso informático debido al arrebato inventivo de los soportes digitales, el sustrato ideológico en el tegumento religioso es cada vez más hiperbólico, donde la razón no tiene cabida: tu pensamiento es válido sólo si es coincidente con el mío, de otra manera es amenazante y perjurio.
Por eso luego hay escenas inexplicables, como la acontecida en febrero de 2015 en el Festival Viña del Mar, donde los chilenos se volcaron en un alarido exultante para rendir homenaje a Yusuf Islam, nada menos que el amable Cat Stevens de los años sesenta vuelto musulmán hacia finales de los setenta por convicción propia, resuelto activista en contra de la novela Los versos satánicos que escribiera Salman Rushdie en 1988 por la cual el ayatola Jomeini (1902-1989) le aplicó la fatwa que lo sentenciaba —y sigue sentenciado— a muerte por considerar infamante aquella obra del literato anglohindú nacido en 1947 —el último intento de asesinato, al cual sobrevivió milagrosamente después de haber recibido más de una docena de puñaladas en agosto de 2022 en Nueva York.
Y si bien se dice que Yusuf Islam (Londres, 1948) no estuvo de acuerdo en la sentencia condenatoria, aplaude el desprecio que sienten los musulmanes por los que no concuerdan con sus creencias. Ahora ex Cat Stevens canta piezas religiosas (anachid, se denominan) y es condecorado por el mundo por su caridad con los desamparados de la guerra, con lo cual, de nuevo, se exhibe en el británico una notoria discordancia en su comportamiento: el Islam es para los islamitas, por lo tanto los detractores deben alojarse distantes de su practicidad, teoría que ha resultado en guerras inmisericordes y terrorismo innombrado, nutridos de atrofias incomprensibles, como la destrucción patrimonialista del pasado histórico.
3
Lo ilustrativo en un dictador es precisamente lo que lo desilustra: un dictador es su cara opuesta, es lo que oculta en su presencia, es lo que jamás se va a ver a primera vista en su personalidad.
Aunque en estas cosas de la insana destrucción cultural no siempre forzosamente participa la representación oficial, sino también interviene el eslabón más bajo de la escala social: el desconocimiento de la identidad, el olvido de la conservación histórica, la insurgencia ineducada e indocumentada. Ya Ray Bradbury en su célebre novela Farenheit 451, publicada en 1953, nos detalla cómo el mundo abandona la cultura bibliográfica para apropiarse de la sujeción de las masas que, al no tener contacto con el uso reflexivo del libro, se abandona a la sumisión unilateral a la que es obligada por el aparato político que la coacciona y la domina con sus creencias.
Ese es el peligro que puede provenir a partir de la cancelación de la memoria histórica: la destrucción del patrimonio veta la posibilidad identitaria. Por eso Hitler quería comenzar de cero: la historia debía empezar a partir de su dictado. Y el dictado se la dictaba su Dios, el que él creía que era el supremo también para todos los demás, que debían ser sus súbditos.
¿Y dónde quedaría el periodismo cultural en todas estas peculiaridades?
Justamente los temas son abordables para este género: cavilar sobre ellos es, o sería, su papel.
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