Autoría de 12:53 am #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito

De cena navideña – Víctor Roura

El almanaque fallido

Una vez no viví la Navidad porque en mi calendario decembrino desapareció el día 24. Yo tengo en mi casa, que es la suya, un almanaque al cual le desprendo cotidianamente las hojas. Unos cuantos días antes de la Nochebuena hice algunas compras para la gente que quiero. Detallitos. El lunes 23 me acosté a dormir muy tarde porque en mi trabajo hubo un prolongado brindis. Cuando desperté, con el buen ánimo que siempre me ha provocado la Navidad, me di un frío regaderazo para eliminar la resaca nocturna, y me dirigí al calendario, que es el que rige mi destino. Al arrancar la hoja correspondiente al día 23, el siguiente folio indicaba el miércoles 25. Al principio creí que se trataba de un error de imprenta, una errata monumental, un descuido imperdonable, pero el llamado telefónico de mi hermano Willebaldo me despejó la duda: con profundo encono, que rozaba los aires de la tristeza, reclamaba mi ausencia en la cena familiar.

      “Te estuvimos esperando en vano”, dijo.

      Pero.

      Su pesar me enmudeció.

      En mis manos tenía la hoja del 23, aún. No supe qué decirle. Cuando dijo que pasaría a la casa para darme un abrazo, le dije, trastabillando las palabras, que, en mi calendario, simplemente, se había difuminado el martes 24.

      “También anoche hicimos algunos actos de magia”, acotó Willebaldo con ironía.

      No me creyó.

      “¡En mis manos tengo todavía las hojas del calendario fallido!”, grité.

      No me creyó.

      Dijo, para despedirse, que pasaría más tarde a visitarme. Apenas colgó el teléfono, marqué el número de mi amigo el bongocero angelical. Me contestó, somnoliento. Me hizo ver que se había acostado en la madrugada. En la Nochebuena se había bebido, mínimo, veinte rones.

      “Por cierto —dijo—, hablé con tus padres anoche para desearles una bonita Navidad y me dijeron que te estaban esperando, que extrañamente no habías llegado. Era pasada la medianoche, ya”.

      Colgué, nuevamente enmudecido.

      Fui a mirar de cerca el calendario. En mis manos, efectivamente, tenía la hoja del lunes 23 y en el almanaque estaba, exhibida con luminosidad, la hoja correspondiente al miércoles 25.

      ¿Dónde diablos estaba el martes 24?

      Sonó el teléfono. Era la belleza. Con acento de reproche indeciso, dijo que estuvo esperando toooooda la noche mi llamado inútilmente.

      “¿Cómo pudiste olvidarte de mí?”, dijo en un llanto quedito.

      Contesté que, en mi vida, aunque no lo creyera, sencillamente no había existido tal fecha.

      “Cómo no, y ahora resulta que la Luna es una invención de la NASA, ¿no?”, dijo con picardía, pero yo no andaba para mordacidades.

      El asunto se estaba extralimitando.

      “¡En mi calendario no existió la Navidad!”, dije, apesadumbrado. Oí cómo aumentaba considerablemente su llanto.

      Colgó sin despedirse.

      Me derrumbé en el sillón. Ahí estaban los regalos, que fueron a dar al suelo. Me llevé las manos a la cabeza con el afán de buscarle un grado de comprensión al insólito caso. En mis manos tenía, aún, la hoja del día 23. ¿Dónde diablos había quedado el día 24?

      Sonó el teléfono.

      Era mi madre. Llamaba preocupada para saber si me encontraba con bien.

      “Es la primera vez que no te veo en la Navidad”, dijo.

      Había aflicción en su voz. Pregunté por mi padre. Estaba bien, con fortuna.

      “Madre —le dije—, no lo vas a creer, pero en mi calendario se esfumó el martes 24”.

      Hizo de cuenta que no había oído tal sandez y me indicó que había guardado mi ración de los divinos macarrones que prepara cada Nochebuena. Dije que pasaría a visitarlos más tarde. Colgué. Fui a la cocina. Me serví un cargado ron, para abolir mi confusión, para brindar, aunque tardíamente, por la inexistente Navidad de mi vida.

La Rebelión de los Desharrapados

Hace mucho tiempo, me cuenta don Segismundo Alcázar, existió un hombre que, cada Navidad, salía a las calles para regalar lo que pudiera a los menesterosos.

      —La última vez lo vi en el año de 1963 —dice—. Tú apenas eras un niño. Los ancianos lo han de recordar. Le decíamos el Santa de la Urbe. No sabría decirte dónde exactamente vivía porque, creo, nunca nadie lo supo, ni dónde trabajaba, ni cómo le hacía para recolectar tales obsequios. Pero no fallaba. Cada Navidad, después del mediodía, y hasta las doce de la noche en punto, no cesaba de caminar en busca del proletariado sin cabeza. Aquí y allá, iba y venía, arriba y abajo, por los laberintos de la gran ciudad. Cuando veía a un ciudadano olvidado de la sociedad lo detenía, le daba un abrazo y le ponía en las manos un suéter, o un abrigo, o una torta, o un chaleco. Lo que fuera. Sus regalos los cargaba en una especie de trineo que, supongo, él mismo se había fabricado en una suerte de costal ambulante. Los pobres lo adoraban. A los niños les regalaba juguetes. Yo lo vi muchas veces. Saludaba a todo el mundo. Una vez, y esto lo recuerdo porque fue un caso muy sonado, aunque silenciado en los medios, fue agredido por la policía por haber estacionado, en doble fila, su informal vehículo. Al negarse a trasladarlo a otro sitio, porque en ese momento el Santa de la Urbe había descubierto un hogar debajo de unas alcantarillas, los policías, en su incomprensible desesperación, lo tundieron a palos. Fue cuando surgió la, denominada así en su momento, Rebelión de los Desharrapados. Creo, incluso, que Enrique Krauze la menciona, de pasadita, en su libro La presidencia imperial en el capítulo dedicado a Adolfo López Mateos. Los pobres no soportaron mirar la paliza proporcionada a su benefactor. Intervinieron con gallardía. Los policías corrieron en busca de refuerzos. Al rato, los miserables eran rodeados por decenas de patrullas. Fue una batalla campal, que ganaron con bravura los indigentes. Nunca más se ha visto tal defensa del honor empobrecido. Por supuesto, el asunto no paró ahí. Como el Santa de la Urbe se desaparecía después de la Navidad, los vengativos policías arremetieron, dos días después de la Nochebuena, contra los mendigos y pordioseros. Era una caza sanguinaria. Ni el clamor popular detuvo tal ordalía. Parecía que el objetivo era sanear visualmente la Ciudad de México. La expulsión definitiva de los menesterosos. Pero, y nadie sabe decir con certeza qué fue lo que sucedió, al tercer día después de los hechos sangrientos, aconteció la magnífica Rebelión de los Desharrapados. Todos ellos, como en la novela de Víctor Hugo, se lanzaron al Zócalo capitalino para protestar por el maltrato y la desconsideración de las autoridades. La marcha, cuyo comienzo fue grandioso, pues los andrajosos y vagabundos salían de una alcantarilla de la colonia El Molinito de Aserrín, fue impresionante. Como brotando de las entrañas de la tierra, los desharrapados salían por cientos rumbo al Zócalo. Una escalofriante Corte de los Milagros mexicana. Tardaron en llegar unas cuatro horas. No llenaron la Plaza de la Constitución, pero ya merito. No hubo discursos. Sólo una presencia silenciosa. Y vaya que surtió efecto. Las reprimendas no volvieron a repetirse. Así como salieron de la nada (mejor dicho, de las entrañas de la tierra), se fueron desperdigando los pobres en la nada… en las mismísimas entrañas del infierno. La televisión omitió en sus noticias este inhabitual mitin (como la “asamblea maloliente” se refirió a ella un destacado periodista reaccionario de la época). Dicen, si bien no me lo creo, que la marcha fue encabezada por el Santa de la Urbe, pero no hay registros gráficos del hecho. También fue la última vez que alguien lo vio en vida. Jamás volvió a aparecer. Dicen los que saben de las políticas que fue desaparecido. Yo no lo sé. La cosa —finaliza don Segismundo Alcázar— es que nunca más se le volvió a ver en las navidades siguientes.

El abuso de los comensales

Finalizada la cena de la Nochebuena, los anfitriones ya no sabían qué hacer para que los comensales pasaran, por favor, a retirarse. Como ambos anfitriones eran abstemios, les resultaba complicado continuar la algarabía de los otros quienes, inmersos en su propia alegría, se negaban a abandonar el recinto de su abastecimiento. Por más insinuaciones de cansancio y fatiga que evidenciaban los dueños de la casa, los invitados, absortos en su inagotable charla, parecían no percatarse de que ya eran personas no gratas en el comedor. Pero nadie se movía de su lugar, a no ser para ir en dirección del bar.

      Mientras los anfitriones se encargaban de lavar los trastes en una franca incomodidad, los invitados planeaban, gozosos, permanecer ahí hasta la salida del Sol. A espaldas de los dueños perfeccionaron una estrategia, se repartieron áreas de estar, se distribuyeron salomónicamente los espacios. Cuando los anfitriones escucharon sus objetivos se mostraron indignados y en total desacuerdo.

      —Tenemos sueño —explicó la señora.

      Los invitados dijeron que por ellos no habría problemas. Su fin no era obstaculizar su perspectiva onírica, sino sólo instalarse en la casa para seguir el nimbo de la felicidad navideña. Para qué armaron, entonces, la celebración. ¿No era para convivir con los vecinos?, ¿para compartir los sentimientos del barrio?, ¿para conciliar intereses? Discutieron por largos minutos, inútilmente.

      —No —dijo la señora, terminante.

      —Imposible —repitió el señor.

      Los comensales se rebelaron ante la molesta y persistente negativa de los dueños de la casa. Los más de cincuenta invitados se negaron a abandonar la residencia. Retaron agriamente a la pareja. De los insultos pasaron a los golpes, pero la desventaja numérica hizo rendir con prontitud a los abstemios, y aceptaron, temerosos, las condiciones de los abusadores.

      Pero cuando los invitados propusieron que los anfitriones fungieran de piñatas, el señor de la casa explotó sin límites. Era el colmo. Mas de nada le sirvió su ira.

      Diez minutos después, amarrado de los pies, sentía los golpes del bat en su cuerpo manipulado. Lejos, muy lejos, desmayadamente lejos percibía los sollozos de su esposa. Los cánticos desafinados del tumulto apagaban el llanto de la mujer, que oía, casi desvanecida, cómo los embrutecidos invitados coreaban ensordecedoramente el clásico

      dale dale dale

      no pierdas el tino

      porque si lo pierdes

      pierdes el camino.

El gerente de Dios

Cuando amaneció el jueves 26 de diciembre, el enano salió de la choza para hablar directamente con el gerente del centro comercial. Lo encontró en su oficina, despatarrado, con los pies sobre su escritorio, dormitando.

      —Creo que el trato finaliza hoy —dijo el enano.

      El ejecutivo lo vio, con los ojos en penumbra.

      —Un día más —indicó el gerente con voz cavernosa.

      El enano dijo que ya tenía urgencia de llegar a su domicilio.

      —A la gente le encantó el nacimiento —explicó el gerente, adormilado—. Pérate un día más. Te pagamos un día más, y regresa a tu lugar que la gente puede darse cuenta de que no está el niño Dios. No armes escandalera.

      Dicho lo expuesto, volvió a cerrar los ojos.

      El enano era el único que no estaba de acuerdo en teatralizar por un día más el nacimiento. Los otros alquilados dijeron necesitar el dinero y no pusieron objeciones al tiempo extra. Pero sin el enano, el cuadro se vendría abajo.

      —Me voy, lo siento —dijo el enano al gerente.

      Entonces, el empresario se puso de pie, fue hasta el hombrecito, lo tomó del cuello y lo enfrentó a la cara.

      —Mira, mozalbete —amenazó—, gorgojo indeseable, te me regresas ahorita mismo al nacimiento o no recibes ninguna paga.

      Dicho lo cual lo arrojó a la alfombra.

      —Si así tratas a Dios, ¿cómo tratarás al demonio, desgraciado? —balbuceó el enano, levantándose trabajosamente del suelo.

      El gerente no respondió. Volvió a poner sus pies en el escritorio, y murmuró:

      —Yo le pago a Dios, mentecato. Y hasta lo recompenso con tiempo extra, si quiero…

      El hombrecito regresó, con sigilo, a su lugar para continuar representando, envuelto en una sábana blanca, el nacimiento en ese espacioso centro comercial que abre las 24 horas que comprende el día. Los demás actores lo recibieron agradecidos, lo recibieron como un Dios: con su presencia, la paga de todos estaba asegurada.

Los deseos de Narciso

Narciso Gómez se envió a sí mismo catorce tarjetas de Navidad felicitándose por la Nochebuena y deseándose un buen año, aunque luego de reflexionarlo un minuto borró las palabras buen año para desearse nada más, desearse nada más infatigablemente.

Desvelo

Una noche antes de la Nochebuena, la familia se durmió tardísimo entretenida en los pormenores y los detalles del jolgorio decembrino.

      Por eso, al otro día, el día de la cena de la Nochebuena, se acostaron muy temprano, dos horas antes de la medianoche, porque el desvelo de la noche anterior los había aturdido sin remedio.

      El bacalao quedó intocado.

      Era tanto su sueño que ni hambre tuvieron.

Contra las convenciones

El hombre es un hombre de ideas no convencionales, firme en sus propósitos de huir de las tradiciones, de espantar los rumores de la rutina. De ahí su odio por las costumbres celebratorias de la Nochebuena. Cada 24 de diciembre abandona a su familia y gusta perderse, dice, por los recovecos de la humanidad. Su esposa ignora dónde pasa la noche, pero respeta hasta la médula sus ideas anticonvencionales. Además, ya se ha acostumbrado, la esposa, en recibir a ese desconocido Santa Claus que se desliza lentamente en la recámara a la hora en que los niños ya están en su séptimo sueño. Porque nunca ha querido develar la identidad de ese encantador misterio. O porque quiere creer, a pie juntillas y con los ojos cerrados, que es un regalo no convencional de su esposo disfrazado de otro hombre para, incluso, romper la monotonía de sus noches amorosas.

Una cena irrepetible

Para romper un poco la tradicional cena de la Nochebuena, el joven invitó a su novia a un parque para realizar ahí el convivio. Solos los dos, sin ningún familiar, sin nadie que los molestara.

      Una cena irrepetible.

      Llegaron, tomados de la mano, al parque.

      Extendieron un mantel, acomodaron las tortas de pavo y el vino y se dispusieron a mirar la Luna con la copa en la mano, cuando dos policías se acercaron para preguntar por los argumentos de tal invasión en un terreno federal.

      Ambos jóvenes enmudecieron.

      Los policías querían ver los papeles de su permiso.

      —Sólo es la representación de una noche romántica —balbuceó el joven.

      Los policías rieron.

      Y ante los improperios y las amenazas de conducirlos a la alcaldía, el joven les dio todo el dlinero que traía encima y, apresurados y con los nervios de punta, cada quien se fue con su respectiva familia a finalizar la cena inconclusa.

      El uno pensando apasionadamente en el otro, por supuesto.

La última cena

A la hora de empezar a degustar el sabroso guisado, los apóstoles ignoraban que ésa sería su última cena.

Aseo anual

Cuando despertó Papá Noel se dirigió, apresurado, al baño a afeitarse la inmensa barba blanca para que nadie pudiera reconocerlo.

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Last modified: 23 diciembre, 2024
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