Autoría de 4:26 pm #Opinión, Jovita Zaragoza Cisneros - En Do Mayor

Su nombre es Aurora (crónica de un amor naciente) – Jovita Zaragoza Cisneros

El vaivén del Metro y la tarde calurosa del sábado primaveral me han amodorrado. Rumio en silencio la mala suerte de tener mi carro en el taller, lo que me ha obligado a viajar en sábado en ese transporte. Suelo dejarlo los miércoles que le toca el no circula, pero últimamente está fallando seguido. Claro, modelo 2014, aunque nunca he descuidado su servicio. Algo me dice que en el taller donde lo llevo el mecánico me está haciendo trampitas. Cambiaré de taller. Probaré con el que me recomendó Lourdes, mi compañera de oficina.

Mi semana laboral estuvo pesada y, por fortuna, como tomo el Metro desde la base, logré un buen asiento junto a la ventanilla; en sentido contrario al torrente vehicular sobre Calzada de Tlalpan. Cuando viajo en Metro procuro no usar mi celular, en un mínimo descuido los hábiles raterillos hacen lo suyo. Así que prefiero ir atenta. Ansío llegar ya a casa, darme un baño y disfrutar de una buena película o serie. Por suerte, mi compañera, con la que comparto el departamento, se fue con su novio a visitar a la familia de este en Cuernavaca; así que tengo el depa para mi solita todo el fin de semana. Lo dedicaré a leer artículos de mis temas favoritos, fisgonearé un poco las redes sociales, contestaré algunos mensajes, comentaré algunos tópicos… en fin. Quizá el domingo salga a desayunar con Diego, mi amigo y pretendiente. Me cae bien, pero eso de que sea divorciado y con dos hijos, es un lío. Lo veo dividirse entre el trabajo, los hijos que ya van corriendo para adolescentes. Aborrescentes, les digo. Dice que le dé una oportunidad. Ya veré. Las compañeras de oficina de la universidad me invitaron a comer, que para festejar el Día de la Amistad. Nuestro jefe decidió darnos la tarde. El muy mustio cree que no nos damos cuenta de que anda de galán con una de ellas. Casado y todo volado. Allá ellos. Me disculpé amablemente por no asistir. Con verlos a todos en la semana tengo suficiente.

El Metro va lento. Demasiado. Se detiene en cada estación más de lo normal, dando lugar a que se sature más el vagón. Si de por sí. ¡Qué pesado se me ha hecho esta vez el trayecto! Debe ser el calor de mediodía. Y para colmo, en la mañana que salí de casa hacía frío y estaba nublado y me puse este suéter como blusa, pensando que sería una jornada normal. Aunque, si he de ser sincera, de un tiempo a la fecha traigo conmigo una mezcla de desagrado y tristeza. Me conflictúa el desfile de pobreza, ya es un escenario cotidiano, pero al que no me acostumbro. Cada vez va en aumento la sensación de estar atrapada en una ciudad que, impúdica, se desnuda toda mostrándome sus descarnadas arterias humanas. Por todos lados donde uno camina irrumpe un incesante desfile de “¡Bara, bara, compre llévelo… Mire jefecita… jefecito… güerita hoy traigo una oferta, ¡lo que viene siendo insuperable… tres por dos, señito… ándele!”. Pero en el Metro es más invasivo el ambulantaje y más evidente la creciente miseria.

Me apuraré a ver lo del carro. No quiero enfrentarme al suplicio diario del ruido ensordecedor, grosero. No quiero acostumbrarme a presenciar el desfile de vendedores, de limosneros, de voces desentonadas recorriendo los vagones, interpretando una canción mientras extienden la mano esperando la moneda. Siento feo ver tanta precariedad en aumento, y también me da temor la agresividad en la mirada y en el rostro de algunos pedigüeños cuando no reciben moneda.

Miro por la ventanilla. ¡Cuántos anuncios salen al paso! Promocionales de diversos productos que se trepan a las azoteas de las casas. ¡Ufff!, apenas vamos a la altura de la estación Nativitas.

Evoco el caserío de mi pueblo con sus construcciones de adobe, de tabique con techos de teja, en el colorido de los almendros, la elegancia de las palmeras, la majestuosidad de los árboles de tamarindo. Las buganvilias. Qué ganas de estar tendida al sol y escuchando el suave rugir del mar y sintiendo su refrescante brisa. Huir de este calor de asfalto, de tumulto. De este mar sofocante de rostros citadinos.

Añoro mi terruño, del que salí hace años deseosa de ensanchar el limitado horizonte geográfico que me asfixiaba y al que hoy quiero regresar. Tal vez ya ha pasado el deslumbramiento que tuvo en mí la ciudad en los primeros años en que me sedujeron sus enormes construcciones, sus sistemas de transportes, su gente. Me impregné de sus colores, de sus sabores, de sus calles asfaltadas, de su prisa, sus multitudes cómplices involuntarias de salvaguardar todo lo que de humano e infrahumano exista. Hoy todo eso ha dejado de subyugarme. Me golpea saberme parte de eso que yo llamo ‘unión masiva de soledades’, en donde la gente camina de prisa o corre lentamente, pero sin concesiones, indiferente al otro, a sí mismo… Pero… ¡para qué hacerme ilusiones vanas!, es poco menos que imposible regresar a mi tierra. Amén de la violencia que se ha apoderado allá, no hay oportunidades de trabajo. Quizá más adelante, un pequeño negocio… no sé.

Villa de Cortés… Xola… Viaducto… ¡Vaya! Hoy es de esos días en que todo México ha decidido utilizar este transporte. Día del Amor y la Amistad, y en viernes. Aquí viene otra avalancha humana. Siguen Chabacano, luego San Antonio y… un tenue pero penetrante olor a loción interrumpe mi conteo mental. ¿En qué iba?… ¡Ah! ya… San Antonio Abad… luego Pino Suárez… Qué edificios tan desteñidos y descuidados a lo largo de Tlalpan. Abstraída en el frío paisaje urbano y el río de coches sobre la calzada no me percaté que el asiento de al lado se desocupó y el dueño del perfume se ha sentado junto a mí. Su olor viaja ahora a mi lado.

Y yo que olvidé mi cubrebocas. ¡Vaya!, por lo visto hoy no es mi día.

Cupido ingobernable

Escucho el armonioso silbido de una melodía. Los destellos de una camisa floreada me llegan por el rabillo del ojo y hacen que vuelva mi mirada un poco más. Veo en su medio perfil que, al igual que yo, usa lentes de sol. El hombre lleva sobre sus piernas un saco azul marino y un ramo de gardenias cuyo olor natural ha sido cubierto por el de loción. Sin interrumpir la melodía, extrae del saco una corbata que cruza en su cuello. A juzgar por el constante movimiento de sus manos y uno que otro rozón de codo contra mi brazo, imagino que tiene apuros para ponérsela.

A cada rozón, de su boca sale un “disculpe usted”.No contesto. Empiezo a irritarme. Estoy tentada a quitarme de ahí, pero el Metro sigue repleto y lento. Además, aún faltan varias estaciones para llegar.

Intento distraerme mirando los rostros imperturbables de quienes están a mi alcance: Aquella señora tiene cara de preocupación… esa parejita de allá va toda melosa, seguramente son novios… aquellas dos van atentas con su celular… ¿Cuándo se le estrelló a ese hombre la solemnidad en el rostro? Aquí todo mundo va con cara de palo… rostros huraños… cansados, temerosos… Una ciudad de tal magnitud acaba por desdibujarle la sonrisa a cualquier rostro.

Nuevamente me interrumpe una oleada de olor a loción. ¡Dios, este hombre se echó el frasco entero!, pero al menos dejó de moverse ya. Observo de soslayo, y a juzgar por su quietud deduzco que ganó la batalla contra la corbata. El hombre inicia otra tonada, silva con destreza y claridad una melodía que me suena familiar. ¿Es un vals? Sí, parece un vals… No, no… Ahora ha cambiado a esa otra que dice: Amor, amor, amor, nació de mí, nació de ti, nació del alma. Amor, amor, amor, nació de… ¿qué? ¿Qué sigue y cómo se llama? ¡Ay, Dios!, de jovencita se la oía cantar a la Gormé con Los Panchos.

Señorita-, le escucho decir de pronto -¿puedo pedirle un favor?.

El hombre ha preguntado sin voltear su rostro.

Dígame señor-, contesto, al no ver a ninguna otra mujer cercana.

-¿Puedo pedirle un favor?. Bueno -rectifica sin esperar respuesta-, son dos favores: Uno que me diga si mi loción huele mucho. El otro, si el nudo de mi corbata está bien.

El olor de su loción es un poco penetrante y su corbata está bien -contesto rápidamente, sin verle, molesta ante lo que considero una insolencia de su parte. Yo no le he dado confianza alguna a ese hombre. Y guardo silencio, irritada por verme obligada a aguantar tanta impertinencia.

Pero el hombre del olor interrumpe nuevamente mis pensamientos:

Perdone mi insistencia, pero… ¿resulta molesto mi olor?

Ya le dije que es un poco penetrante. Y no me pregunte más, señor. Yo qué-, digo tajante.

Bueno, espero que afuera se desvanezca un poco-contesta, no dándose por aludido. Callo a propósito, esperando que ese necio comprenda mi silencio.

Las cosas que hace el amor, ¿verdad señorita? ¿Sabe? tengo una cita con una mujer maravillosa. Es la primera vez que nos encontraremos personalmente y, como usted comprenderá, quiero causarle buena impresión. Fíjese…

¡Bueno!, por lo visto este hombre no entiende que no me interesa su vida. ¿Cuánto falta para llegar? Esta es Zócalo. Faltan… a ver: sigue Allende, luego Bellas Artes…

El hombre sigue hablando. No ha parado de hacerlo en ningún momento. El suave regocijo que escucho en su tono capta mi atención. Su voz se desborda con tal calidez y efusividad que rompe mi indiferencia.

No se preocupe, los perfumes de olores fuertes tienden a desvanecerse después de un rato o al contacto con el aire- digo menos solemne.

Gracias señorita. Para que se dé idea que tan importante es para mí la cita, por vez primera en mi vida conozco el amor y se llama Aurora, Aurora es el nombre de la persona con la que me encontraré. Sólo he platicado por teléfono con ella, pero lo suficiente para darme cuenta la clase de mujer que es. Es maravillosa. Ella me ha convencido que en la vida hay que darse oportunidad y…

Sí señor. Claro. Tiene razón-, contesto, mirando el perfil de aquel hombre. Tiene los ojos cerrados, gesto típico de enamorado.

Así que es la primera vez que se encontrarán personalmente, qué bien señor-contesto, reconsiderando mi actitud, y contenta porque ya estoy a punto de llegar a mi destino.

Pues me dio su descripción y cómo irá vestida. Pero no irá sola a la cita. Me dijo que iba a tratar que un familiar suyo la acompañara. De todas maneras, quedamos de encontrarnos justamente a la altura del primer vagón del sentido en que vamos

El hombre continúa hablando. Y yo me pregunto cómo se puede ir a una cita amorosa así nada más. Asumo que se conocieron por redes sociales o en una de esas plataformas donde se busca pareja. Yo no podría entablar una relación por ese medio. ¿Cómo decirse enamorado sin jamás haber visto a los ojos de la persona, su mirada, su rostro directamente? ¡Ay, eso de buscar el amor en redes sociales! Pero, pues cada quien…

Por venir platicando perdí el conteo de las paradas. ¿Cuánto falta para San Cosme, señorita?

Interrumpe otra vez el hombre enamorado y causante de que entrara yo en tantas cavilaciones.

¡Ay, señor! contesto sobresaltada –¡Yo bajo también aquí! Que tenga usted suerte en su cita.

El hombre se levanta súbitamente de su asiento, saca un tubo de atrás de su espalda, oprime un aditamento que lo convierte en un largo bastón. Por vez primera le miro a la cara y veo su rostro afilado, que esconde bajo sus lentes unos ojos sin vida.

Experimento una sacudida interna.

¿No le molesta que aproveche que usted baja allí también para que me diga si Aurora me está esperando?– me dice con una sonrisa de nerviosismo.

Vencida por su tesón y conmovida por su historia, decido guiarlo; pero ya se dirige a la salida moviendo el bastón en semicírculo delante de él. En la otra mano sostiene firmemente las gardenias. Me coloco a su lado y le tomo del brazo con suavidad. Solamente para que sepa que voy a su lado.

¡Ay señorita!, espero que Aurora no haya cambiado de opinión. Me dijo que traería un vestido de flores chiquitas y colores suaves. El pelo lo trae cortito. Ella es bajita y

¡Allí está señor! interrumpo, contenta de descubrir a la mujer de espaldas a nosotros y cuya descripción encaja con la que el hombre hace.

Qué pena que haya llegado ella primero… Ay señorita ¿no me despeiné mucho? ¿sigo oliendo fuerte a loción? ¿No están maltratadas las gardenias?

No señor. Viene usted impecable. El olor fuerte ha desaparecido, sus gardenias son las más bonitas que haya visto y ni un solo cabello se ha movido de su cabeza- contesto sonriendo al ver la actitud de muchacho enamorado y al observar el grosor del pelo aplastado, que me lleva a pensar en la gran cantidad de vaselina o gel que debió untarse.

¿Quiere que la llame o lo acerco a ella?… al parecer viene sola.

Lléveme con ella por favor. Y perdone que le moleste tanto…

No se preocupe. Venga, lo llevo, digo tomándolo del brazo.

¿Aurora?– pregunta el hombre, tan luego me detengo atrás de la mujer.

Sí. Soy yo. ¿Justino?, contesta la aludida dando la vuelta.

Mi corazón da un segundo vuelco.

La mujer tiene los ojos blancos, sin vida también. Su rostro moreno y gordo lleno de arrugas se mueve con ansiedad. Al verlos juntos se pensaría que son madre e hijo. A juzgar por cómo ella aprieta su bastón contra su pecho deduzco que está nerviosa.

Perdona el retraso. Gracias por aceptar mi invitación, te traje tus flores preferidas, dice él, extendiendo el brazo que sostiene las gardenias. Ella olfatea ansiosa y, sin titubeo, toma el regalo en el aire.

Gracias por el detalle– contesta emocionada y con una amplia sonrisa.

¿Vienes sola?, pregunta él sonriendo y visiblemente satisfecho por la respuesta de su Aurora.

No. Mi prima está por aquí, contestando una llamada. Yo no quise moverme, por si llegabas antes y no creyeras que no vine.

La mujer sigue hablando y yo interrumpo para despedirme.

Señor les dejo. ¡Buena suerte y Felicidades!

No contestan, absortos uno en el otro, bebiéndose palabras. El mundo se ha detenido para ellos. Me retiro sin más y apresuro el paso. ¡Ay, ese Cupido tan travieso!

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Last modified: 19 febrero, 2025
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