Autoría de 3:18 pm #Opinión, Víctor Roura - Oficio bonito

Nuevos inquilinos y leyendas y cuentos mayas – Víctor Roura

1

En mi reciente viaje a Mérida me entero que en la casa donde yo nací (Calle 72 número 529, barrio de Santiago), y a la que el editor don Raúl Maldonado, al enterarse de mi nacimiento en Mérida, puso manos a la obra para que el gobierno local colocara una placa alusiva donde se notificara que Víctor Roura había nacido justamente ahí, pero la repentina muerte, en 2002, del ínclito Raúl Maldonado no pérmitió que las cosas prosiguieran el curso deseado por el insigne editor: el asunto fue bruscamente interrumpido y desechado con prontitud por las autoridades… decía, pues, que en mi reciente visita a Mérida, a principios del año 2025, me entero que en la casa donde yo nací unos vivales se habían apoderado de ella, ningún familiar se había atrevido a ello por no tener en orden el papeleo de esa casa intestada, pero la nueva gente incluso ya hasta pintó la fachada de rojo y poco a poco va acomodándola a su entero gusto… con la indiferencia del gobierno local, dispuesto, supongo, a escuchar el dulce tintineo del dinero.

      Porque mientras los papeles puedan por fin subsanarse, donde finalmente el dinero es causa flagrante para llegar a buen término, ya unos inesperados propietarios la están viviendo sin problema alguno, ni escándalo de ninguna envergadura. Y me dicen que si aguantan así una década, los invasores pueden adueñarse de la casa con la aquiescencia gubernamental.

      Sólo era cuestión de arrojo, me dicen.

      (Si un familiar lo hubiera hecho, es decir allanado la casa, probablemente la reacción del resto de la parentela, a la que en verdad yo no conozco, habría sido, me dicen, apresuradamente brusca, pero como nadie conoce a los nuevos inquilinos nadie ha hecho nada para desalojarlos de ese sitio que les es por completo ajeno.)

2

De la Xtabay, la leyenda maya acaso más difundida, se sabe que es una hermosa mujer india que hechiza a los que tienen la desgracia de encontrarla en los caminos, que los seduce con su belleza y los mata con su crueldad.

      Mas no se cuenta su origen.

      ¿Quién era la Xtabay antes de dedicarse a sus pérfidas prácticas?, se pregunta Jesús Azcorra Alejos (1942-2017) en su libro Diez leyendas mayas (Maldonado Editores, 1998): “Por lo pronto —decía el párroco de Tixkokob, poeta además, quien tenía otros tres breves volúmenes de temas religiosos—, la Xtabay no surge de la ceiba, como afirman inconscientemente. La ceiba es un árbol bueno y todo árbol bueno no da frutos malos, ni mucho menos malignos, como lo es la Xtabay”.

      Ella nace de una mala hierba punzadora, “solamente usa la ceiba para ocultarse en su tronco ancho, como casa, para salir de repente y sorprender a sus víctimas. Se esconde ahí, también, porque sabe que el indio la ama sobremanera [a la planta], pero no es hija de la ceiba”.

      El propio padre Azcorra Alejos apuntaba que una vez sintió esa peligrosa sensación de la seducción. Caminaba con un indígena maya cuando, de pronto, divisaron una sombra en forma de mujer: “Era muy de noche, y un silencio total, como enviado divino, protegía los montes. El indio comenzó a temblar, como si un frío espantoso le sacudiera la sangre en las venas; me dijo al fin en hilo susurrante de voz: señor, aligera el paso; no mires atrás, no veas esa cosa mala; si la ves y te llama no vayas, es la mujer mala, es la Xtabay, la que mata hombres”.

      Dcía el párroco que él no entendía nada, pero sí sintió cómo a lo largo de su espinazo “cabalgó el miedo frío” como un corcel sin riendas: “Y miré y vi aquella forma humana, atractiva; esquivé por instinto los ojos en una fracción de segundos. Eso me salvó, porque un segundo más que la hubiera visto hubiese quedado hechizado, y habría corrido hacia ella. Cuando vi a mi acompañante, parecía hojas de árbol sacudidas por el aguacero, pero con los ojos fijos en la tierra”.

      Cuando pasó el peligro, el padre Azcorra Alejos le pidió al indígena que le contara el verdadero origen de la Xtabay, que a continuación escucharemos.

      “En un pueblo vivían dos mujeres. A una le decían la Xkeban, o sea la Pecadora. A la otra la Utz-colel, esto es Mujer Buena. La Xkeban era preciosa, fina, bella, pero se entregaba a los hombres. Esa era la razón por la que se había ganado el desprecio de todo el pueblo, que la maltrataba. Muchas veces quisieron incluso sacarla del pueblo, mas pensaban que si la sacaban, ¿a quién entonces iban a despreciar, con quién se iban a desquitar? La Utz-colel era austera, virtuosa, recta, impoluta, buena en toda la extensión de la palabra. Era muy bella también, y como nunca jamás había pecado con hombre alguno, tenía la aprobación de todo el pueblo”.

      No obstante, había una sutil diferencia: “La pecadora, a pesar de lo que era, ayudaba sobre todo a los desprotegidos, mendigos, huérfanos, enfermos, abandonados, cuidaba a los animales ya inútiles… jamás hablaba mal de nadie, era de corazón amoroso y humilde, y sufría con paciencia las flaquezas de su prójimo. En cambio, la Utz-colel era virtuosa de cuerpo pero pecadora de espíritu. Era soberbia, altanera, egoísta, dura, rígida; despreciaba de palabra y obra a los mendigos, no les daba nada; decía que no se debe fomentar la vagancia, a los humildes los tildaba de débiles. Los enfermos eran repugnantes para ella, lo mismo que los pecados de amor. Tenía rectitud de tabla y el corazón frío como cadáver de cascabel”.

      Cierto día, todo el poblado “comenzó a sentir un olor subyugante, tenue y apacible, penetrante y dulce, agradable y placentero, un olor que parecía una droga, que no te cansabas de oler, del que querías sentir más su intensidad”. Los pobladores siguieron el curso del aroma hasta percatarse de que dicho olor provenía de la casa de la Xkeban, la pecadora: “Fue cuando cayeron en la cuenta que hacía días que no la veían. Claro que cuando eso sucedía, pensaban que estaba escondida pecando”. Pero esta vez estaban equivocados porque la mujer yacía muerta, “abandonada de las gentes, pero cuidada de sus animales. Todo estaba limpio y oloroso, no se veía ninguna mosca. De su cuerpo se desprendía ese olor misterioso y divino”.

      La gente, como siempre, no entendía nada.

      Cuando la Utz-colel fue enterada del trágico percance lo único que hizo fue reírse con ironía y desprecio porque, según dijo, una mujer pecadora sólo puede destilar pestilencia: “Eso fue lo que dijo. Pero era curiosa, y fue a cerciorarse. Cuando llegó sintió el olor pero no quiso reconocer nada. Al contrario, dijo con envidia y coraje que el espíritu del mal era el causante para embaucar [todavía más] a los hombres”.

      Si el cadáver de esta mujer tan pecadora huele tan bien, pensaba, “cuánto más olerá el mío, que soy virtuosa”.

      Al entierro de la Xkeban sólo fueron “los marginados por la miseria, la edad, la enfermedad, o sea la escoria del pueblo, porque las demás gentes pensaron que [la mujer] fue cosa del mal. Todo el camino del cementerio quedó oloroso durante tres días después del entierro de la Xkeban. En su tumba aparecieron racimos de flores silvestres cubriéndola”.

      Cuando murió la Utz-colel, el contraste fue demasiado obvio: “Todo el pueblo lloró por su gran virtud. Murió virgen, y seguro la recibieron todos con alegría en la otra vida. Sin embargo, desde que murió hasta que la enterraron, y durante tres días, su sepultura despidió tan mal olor que provocaba el vómito. Lo mejor del vecindario no se lo explicaba, pues hasta las flores que llevaron a su tumba desaparecían. Pensaron lo más fácil: que el mal quería confundirlos”.

      Por su delicado aroma, la Xkeban ulteriormente se convirtió en la flor del xtabentún, flor que, como el amor, embriaga cuando fermenta. Y la Utz-colel renació en tzacam, “flor de cactus indio, lleno de espinos rígidos como una virtud sin corazón: así la flor del tzacam es flor sin aroma; es más, si la hueles de cerca, apesta”.

      De esa forma, transformada en tzacam, “la mujer comenzó a reflexionar que si la pecadora pecó de amor y por eso le fue bien después de muerta, ella ahora podría pecar dándose al amor, y no se daba cuenta que la Xkeban tenía el corazón virtuoso; en cambio ella lo tenía podrido, así que su amor sería perverso, o sea que seguiría las indicaciones de su corazón podrido. La Utz-colel pidió a los malos espíritus que la devolvieran a la tierra convertida en mujer para entregarse al amor. Sólo que su amor no podía ser bueno, sino funesto, nefasto, perverso”.

      Y esta mujer, mire usted nomás, es la Xtabay, “que surge del tzacam, como flor; que peina su larga cabellera con espinos de tzacam, que se esconde detrás de las ceibas, y que sale y hechiza a los hombres, los enloquece de amor y los mata en medio de su frenesí”.
      Hay otras hermosas leyendas, como la del murciélago (hay ahora un bar en Mérida llamado Murciégalo, por cierto), contada ésta por Domingo Dzul Poot (Cuentos mayas, también de Maldonado Editores, 1985), que es, en pocas palabras, la síntesis perfecta del oportunista: durante una guerra entre las aves y los animales terrestres, el viejo murciélago se dijo, ya que era ratón y al mismo tiempo pájaro, que se pasaría del lado de quien viera venciendo, y así lo hizo, una y otra vez, de acuerdo a como iba la batalla, hasta que fue llamado por ambas partes en pugna para exigirle su definición: “Bueno, pues yo me quedo en medio”, declaró el murciélago, y al recomenzar la batalla, dado que estaba en medio de los dos ejércitos, fue aplastado y prontamente muerto.

      Leyendas ambas tenían que ser. Pues, en la vida, los oportunistas y las, por decirlo de un modo menos severo, devotas inamorosas no obtienen sino frutos bienhechores de sus respectivos oportunismos y guardada virtud, que en la realidad los cuentos, por lo general, tienen muy otra moraleja.

3

Decía Roberto López Méndez (Izamal, Yucatán, 1903-1989), en su libro Leyendas y cuentos contemporáneos del Mayab (Maldonado Editores, 2000), que los aluxes son terribles, y si uno los posee tiene que hacer una oración por ellos cada seis meses… si es que se quiere el bien para sí mismo. Porque esta especie de duendes es endemoniadamente peligrosa: se dedica a asustar a la gente para que no perjudique el sembrado de sus dueños: “Son unos ídolos así chiquitos —dijo Natalia Díaz a López Méndez—, pero tienen vida cuando se entierran, además de mucho poder. La gente encarga a los brujos que los hagan para un solo dueño. Así, cuando ya están terminados, se llevan a enterrar con rogaciones y se dedican a cuidar sus propiedades”.

      —¿Cómo asustan? —preguntó López Méndez a Gerardo Ávila Medina, un hombre entonces de 85 años, campesino con su propia milpa cerca de la Hacienda de San José, en Yaxcabá.

      —Cantan, chiflan muy fuerte, tiran piedras con hondas, sacuden las casas y saltan sobre los techos. Tienen muchas formas de asustar.

      Los aluxes (pronúnciese la x como sh) se hacen, según Ávila Medina, con ceniza de los cerros: “Se les da forma durante nueve viernes y nueve martes y se les da vida inyectándoles sangre de varios animales. El último día se les inyecta sangre del indio que sea su dueño”.

      El anciano tiene los aluxes enterrados en su milpa de Yaxcabá. Decía Ávila Medina que le fueron útiles para que no le picaran las culebras, “porque había muchas en el monte y yo tenía miedo. Entonces enterré los ídolos y les empecé a hacer sus rogaciones. Les decía yo: ahí está, ya ven que sí les traje su comida, ya les cumplí, pero que me dejen que yo pase bien, que no me piquen las culebras. Con eso dejaron de entrar las víboras a la milpa y así durante veinticinco años sembré y logré mi cosecha sin problemas”.

      Pero los aluxes no ayudan a cualquiera, sólo a los que rezan por ellos… y en maya antiguo.

      Hay quienes dicen que estos demonios son, en realidad, un mal viento, que se aparecen en los días inesperados. Don Silvio Pat, de Cancabzonot, sí pudo ver a algunos con sus propios ojos, si bien no es algo normal. Si se hacen bien los ruegos, los aluxes cumplen con su cometido. Por eso Ávila Medina hacía puntualmente sus oraciones cada seis meses: “Ponía tres jícaras (con maíz con cáscara, desgranado, sancochado sin nada, a punto de pozole y con miel), dos para ellos y la de en medio para mí —diho el campesino a López Méndez—. No se debe escupir la cáscara. Si no la vas a tragar la separas a un rincón donde no pase la gente; si no, te da calentura. Con las rogaciones se acababan las sequías. Cuando estábamos rogando, muchas veces caía la lluvia antes de terminar, pero como los aluxes son muy poderosos nunca caía dentro de sus jícaras”.

      Y en esto de los aires malos, las hermosas leyendas del Mayab son sutilmente aterradoras. Ahí está, para corroborar el hecho, ese otro personaje: Juan Tul, que no es sino el demonio con forma de hombre que anda entre el ganado y que, luego, se transforma en pavoroso viento para espantar a la gente. O el ualampach, un monstruo que parece un poste negro y atrapa a los andantes en los caminos solitarios. Juanita Chalé Castillo, vecina de Tixkokob, vaya que los ha visto. Una vez vio al mentado Juan Tul que andaba entre los ganados: “No traía sombrero. Su pelo es normal, se ve como un muchacho de 18 años más o menos. Vestía de pantalón blanco y rayas negras. Venía aquí por la calle acercándose y me sonrió y me dijo que yo saliera a conversar con él”, pero Juanita se rehusó.

      Entonces, el hombre separó los ganados para pasar y se acercó a la mujer. Le habló por su nombre, pero Juanita se negó a conversar con ese desconocido: “Juan Tul se quedó como unos diez minutos en la puerta —contó Juanita Chalé a López Méndez—, sí que nos tardó esa vez y el ganado también se quedó. Quiso platicar pero yo no quise, tuve miedo. Dicen que si uno decide salir con él y hablas con él, te da la buena vida, llegas a tener dinero sin trabajar mucho. Pero da miedo porque ves luego cómo crece, cómo se te va como un humo y queda altote”.

      Juan Tul es un viento malo, tal vez como el ualampach, a quien también —pobre señora— ha visto la misma Juanita Chalé: “Lo vimos una vez como a las once de la noche. Venía del centro con mi hermana Catalina y estaba el camino muy lóbrego. Ese espanto sale a hacer mal. Es como un poste de luz, no tiene manos, nada, es un varejón, un poste negro. Dicen que te atrapa con sus piernas si está uno viniendo y pasa junto a él. No ves su cabeza, no ves sus pies, no tiene nada. Si la gente no pasa junto a él, lo que hace es avanzar a media calle como a cincuenta metros de la persona y trata de espantarla”.

      Dicen que si está uno yendo “y esa cosa la estás viendo y te asustas, no debes arrancar a correr porque entonces te caes y te mueres. Es cuando llega el ualampach y se apodera de tu alma. Ese espanto siempre tiene el alma de una persona atrapada; pero cuando agarra a una persona nueva, el alma anterior se salva y la nueva se queda a cuidar esa cosa que se apoderó de ella”.

      No obstante, esos malos aires también tienen sus historias románticas, como las de los caporales que ponen orden en los dispersos ganados durante las oscuras noches. Teófilo Amable Madera, por ejemplo, relató a López Méndez que a veces sí escuchaban a estos inefables vaqueros, alrededor de la medianoche, traer el ganado a sus respectivos corrales, y los oían cómo les daban de beber, cómo curaban a los becerros y después los soltaban al monte para que fueran en busca de sus chichihuas (las vacas que dan leche).

      —¿Y por qué hacen esto? —preguntó Roberto López Méndez, probablemente sorprendido por estas bondades de los inefables demonios nocturnos.

      —Es aire así que pasa —contestó Amable Madera—. Le dicen Juan Tul o El Caporal. Es la cosa mala que está andando. Sus ojos son normales, como los de una persona. Conversa contigo, pero no imaginas que es esa cosa y de repente desaparece.

      —¿Y por qué él iba a curar a los becerros? —cuestionó López Méndez, acaso parado en la peligrosa franja de la incredulidad.

      —Porque es como dicen que el ganado es de la cosa mala así —respondió con firmeza Amable Madera—, porque tienen cuernos, son agresivos, todo, entonces él es el dueño [de los ganados]. Como quien dice [el viento malo: Juan Tul], es su caporal. Yo lo vi varias veces en la noche. Curaba treinta, cuarenta becerros. Iba vestido de charro normal. Mayormente era rojo o rosado su traje y su caballo blanco, su sombrero de charro, su pistola, sus botas. Desaparece en el monte. Una vez que salga se va y sale usted a verlo, [pero] oye usted cómo se va el aire en remolino, va quebrando árboles y todo. Se vuelve remolino, es aire.

      Pero, al parecer, no anda lastimando a los hombres. Una vez, el charro platicó con el viejito Marcelino Tun, a quien después de saludarlo le dio la espalda y se fue por el camino a trote con su potrillo blanco. Mas Tun, de súbito, no escuchó las pisadas del caballo y cuando volteó a verlo sólo miró, un poco más allá, “un remolino que va quebrando ramas y árboles, va rugiendo”: es que ya se le había hecho tarde a Juan Tul y pronto amanecería. No quería que lo agarrara la luz. Por eso se iba volando rápido.

AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “OFICIO BONITO”, LA COLUMNA DE VÍCTOR ROURA PARA LALUPA.MX

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Last modified: 3 marzo, 2025
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