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Antes de morir ahogado, a sus 34 años de edad, en una alberca en Mérida el 30 de julio de 1974 durante una gira con Los Rebeldes del Rock, Polo no daba una. Apetecido de drogas, deambulaba por las zonas oscuras de la nocturnidad.
Polo, Leopoldo Sánchez Labastida, el cantor sinaloense nació el 2 de abril de 1940 de aquella vieja pieza del por qué se fue y por qué murió por qué el Señor me la quitó, no podía comprender las razones de su eliminación en la carrera solista de los primeros rocanroleros en México. Junto con Enrique Guzmán y César Costa, Polo había sido, en una primera instancia, de los afortunados elegidos para probar suerte en la carretera de la fama mediante las recién creadas baladas modernas, que las compañías discográficas acogían con beneplácito pues les ahorraba problemas en los contratos: en lugar de planear con un grupo completo, empezaron a manipular a un hombre solo. No era lo mismo acordar con los Teen Tops que con Enrique Guzmán, con los Camisas Negras que con César Costa, con los Apson Boys que con Polo.
Cuando la balada moderna surge en México al mediar los sesenta, el primer periodo de nuestro rock finaliza.
Los grupos se difuminan.
Las disqueras controlan aún más a los jóvenes. O, mejor dicho, son los jóvenes roqueros los primeros en ser controlados por los medios electrónicos, ya que los artistas entonces de prestigio habían surgido directamente de la radio. Señorones como Agustín Lara, José Alfredo Jiménez o Pedro Vargas se hicieron independientemente de la televisión, si bien Vargas y Lara cedieron en los últimos años de sus vidas a los caprichos de los incipientes empresarios que los ridiculizaban al extremo con tal de fundar un nuevo espectáculo (¡Lara y Vargas bailando rocanrol en cintas vergonzosas!).
Desde un principio, la televisión doblegó a sus artistas, y desde un principio la sumisión pasó a formar parte vital del catálogo de los nuevos artistas.
Polo no participó en estas caravanas.
Cuando él propuso grabar piezas originales, la disquera lo mandó al diablo.
—Nunca quisieron —dijo Polo, poco antes de fallecer trágicamente—. No me daban oportunidades de incluir en los discos mis canciones. Todo me lo entregaban acabado, sólo para que yo me metiera al estudio de grabación y no replicara nada. Ya estaba harto.
¿No un director artístico rompió en 1971 las cintas grabadas de La Comuna, delante del propio grupo, como represalia porque sus integrantes (entre ellos el futuro poeta Alberto Blanco, tecladista, entonces con 21 años de edad) no quisieron presentarse con Raúl Velasco?
Todo ello era parte de la maquinaria para establecer, de un modo unidireccional pero abarcador —unilateral pero avorazador—, un sistema regidor de espectáculos, único e indivisible.

2
Al principiar los ochenta, Televisa ponía en marcha su estrategia globalizadora para atrapar a su público desde la niñez mediante series musicales para conformar, sí, un público cautivo. Hizo incluso programas especiales para los fanáticos, que participaban en concursos al lado de sus ídolos. René Casados, en la serie XETú, fue uno de los primeros jóvenes entregados a la tarea de dosificar el rock, de exhibir las bondades de los nuevos espectáculos, de mostrar que una cosa era la apariencia y otra la realidad (es decir, un roquero tendrá el peor aspecto del mundo, pero por dentro afloraba un romántico irredento).
—A ver, niña, ¿quién fue el inventor de la imprenta? —pregunta Casados.
La niña ríe. No se acuerda. La niña de quince años ríe. No se acuerda. Dios mío. A su lado está Ricky, el de Menudo, pero éste, ¡válganos el Señor!, tampoco se acuerda, así que no le puede ayudar.
Ríen los dos.
Qué simpatía irradia una juventud sana. No se acuerdan. No es posible. Y se dan por vencidos.
—Bueno, no importa —los reconforta Casados—, ahora escucha la canción —le dice a la niña— y si adivinas quién es y cómo se llama la pieza, recuperarás los puntos que acabas de perder.
Pero cómo si no. Es la rola “Súbete a mi moto” y la cantan los Menudo.
¡Oh, alegría infinita!
Ricky la felicita. Eso es. La juventud es poderosa. Sonríe y la fuerza estará siempre contigo.
En junio de 1984, Raúl Velasco presentó, a su pesar (ni modo, las compañías disqueras también participan en el negocio de los espectáculos: no todas las casas de discos, para desgracia de Velasco, son de Televisa), al grupo Quiet Riot, de visita entonces en México para dar a conocer su álbum Metal Health.
Después de su actuación, el locutor se disculpó ante su público. Y se justificó aduciendo que pues, ni modo, qué le va a hacer, ¿verdad?, si su programa es de la juventud tiene que presentar esas cosas de vez en cuando.
—En lo personal —subrayó Raúl Velasco— no es el tipo de música que a mí me gusta.
Para qué alarmarnos, insistió, si su programa dominical procura siempre estar “dosificado”, lo cual, por una vez, el televidente supo que Velasco sí sabía, qué extraño, el significado de esa dominguera palabra, pero el show debía continuar, dijo el locutor, y nos presentó, en seguida, a una artista que “sí” era de su agrado, que “sí” le gustaba: con ustedes, público asiduo y ansioso, la guapa Lucía Méndez.
¿Y quién viene a decirnos que todos estos programas no eran manipuladores?
(¿Quién iba a decir que, cuatro décadas después, la televisora pública de México, mediante su Canal Once, crearía un programa especial —elaborado por Álvaro Cueva— para ensalzar la figura de Raúl Velasco aduciendo, además, que se le extrañaba en la pantalla chica?)

3
Cuando se habla de espectáculos en México, el público no sólo se remite a una visión retentiva (las luces en el concierto, los bailes reiterativos, el sonido impresionante, las vestimentas, los cuerpos semidesnudos, las figuras idolatradas) sino a una representación moral (los agradecimientos a Dios del cantante católico, las comicidades albureras, los consejos prácticos, los chascarrillos ingeniosos, el origen de la pobreza, los perdedores en busca de la luz protectora). Mirar los shows, digamos, de Alejandra Guzmán o de Gloria Trevi nada tienen que ver con sus discursos domesticados. Uno tiene que aprender que, en México, una cosa es el artista y otra muy diferente su espectáculo —porque, curiosamente, nunca el arte coincide con el artista, y qué mejor ejemplo que el del ídolo Chris Brown quien en 2009 golpeó con violencia a Rihanna, cuando ambos eran amantes, sin que ella nunca lo demandara sino, por el contrario, regresó a sus brazos apenas se repuso de su remozaniento físico en el hospital (a causa de la golpiza).
Que un artista como Luismi diga monserga y media no quiere decir (¡románticos que son los artistas populares, ya lo había señalado René Casados, caramba!) que su música no tenga buenos arreglos. Que Luismi incorpore en su repertorio letras lamentables, aunque rebosantes de pasión amorosa, no quiere decir que su voz no estuviera siempre afinada. Que Juanga no tuviera idea de lo que ocurría en México por estar inmerso en sus palacetes y, por lo tanto, dijera incoherencias en sus declaraciones, no significa que no supiera hacer bailar al más rígido de sus espectadores.
Para abordar los espectáculos es necesario tener una cabeza demasiado abierta porque, sencillamente, hay innumerables cosas inentendibles y absurdas. ¿Por qué Jacobo Zabludovsky regalaba veinte minutos de su valioso tiempo electrónico a un cantante como Emmanuel para hablar tonteras de sus discos y otorgarle, nada más, tres minutos a la posible llegada de los zapatistas a la capital?
Y estas cosas continúan sucediendo, con Internet o sin ella: el dinero es primordial en los medios, no la información verídica —y en el caso citado, peor aún, cuando el subcomandante Marcos había, ¡ay!, vetado a los periodistas de Televisa.
La situación, en efecto, es tan compleja como querer averiguar el éxito desmesurado de numerosos jóvenes que cantan sin todavía tener una identidad ni criterios propios. Por algo, el diccionario, para lavarse las manos, define al espectáculo como todo “aquello que atrae la atención o que causa escándalo”.
Y punto.
Que cada cual se las arregle como Dios le dé a entender.

4
Ahora se encomia a Juanga en su estética artística tal vez porque ya no está entre nosotros, pero si aún viviera no opondría reparos en estar del lado de los opositores del gobierno morenista… si éste no lo dispensaba con millones de pesos para su causa personal, obviamente.
Porque, para exaltarlo —a Juanga—, ahora se habla acerca de las glorias de lucha de género por las que tuvo que pasar, al ser él —o ella, dicho respetuosamente— una figura homosexual en el tinglado masculinizado del espectáculo, pero en la práctica no fueron tales, además, aquellas dificultades homofóbicas —como gustaba em advertír intelectualmente Carlos Monsiváis—, porque se olvida que Juanga fue, desde un principio, un artista impulsado desde la industria discográfica de manera que contaba con todo el respaldo de las clases pudientes (¡Raúl Velasco lo presentaba como el ejemplo del pobre que ascendió a la cúspide musical gracias a su innegable talento!) que lo ensalzaron porque evidentemente dejaba mucho dinero a los acaudalados negociantes, o negociadores, de la música que lo enriquecieron con grandeza inaudita: no en vano las propiedades que tenía estaban localizadas, por supuesto, en Estados Unidos, no en México (hay que recordar que su famosa casa para gente empobrecida en Chihuahua la canceló un buen día retirándole toda ayuda económica), además de recibir, Juanga, cataratas de dinero —o exenciones de impuestos— por cantarle, sin tapujo alguno, al PRI: nada más habría que traer a la memoria el cántico que le dedicó al candidato priista Labastida Ochoa en el Auditorio Nacional para medir su indulgencia política, que a nadie importaba en el momento en que escuchaba una de sus canciones.
Juanga era fácil de sobornar con unos cuantos cientos de miles de pesos, porque para eso estaba —o está— el artista: para cantarle a los adinerados, y los mexicanos fuimos testigos de la audición privada que le otorgó Elton John a Marta Sahagún de Fox sin que nadie pusiera un grito en el cielo al obtener, por ello, millones del erario el compositor británico nacido en 1947, ahora enceguecido de un ojo por una infección ocular grave. Pues la otra gente, la que llena multitudinariamente los auditorios para alegrarse con las canciones de sus ídolos como Juanga, era la que pagaba los impuestos del cantante, tal como lo hiciera en 2023, dispuesta y emocionada, para, ¡ay!, Luismi, sin ningún disco suyo memorable hasta el día de hoy pero ídolo entrañable de la mexicanidad a fuerza de ser inducida —la gente— musicalmente en la industria electrónica. Y no dudo de que hubo, sobre todo, mujeres que desembolsaron los 70,000 pesos el boleto en la reventa con tal de mirar de cerca al Luismi de arropada bendición social.

5
Hay periodistas que se dicen progresistas, o trabajan en medios con la careta de progresistas, que se aplican —o se repliegan— a las indicaciones, rigurosos y precavidos, de su directiva, equivocada o no, ésta, en su conveniencia financiera.
Por ejemplo, a la muerte de Silvia Pinal —fallecida a los 93 años el 28 de noviembre de 2024—, La Jornada levantó una apresurada encuesta sobre la actriz sonorense excluyendo, luego de hacerle las respectivas preguntas, al crítico cinematográfico Sergio Raúl López, por muchos años colaborador de ese periódico sin haber recibido, nunca, un centavo por ello. Y no había, no hay, argumento para tal descalificación, si bien me dicen que todo se debío a un descuido horrísono de entrecruces de nombres… ¡siendo justamente el del colaborador expulsado —porque ya no lo dejan, o no le permiten, escribir en esas páginas— el único sometido a esta discriminación nominal!
La razón, o las razones, para tal mezquindad sólo la, o las, conoce el editor encargado de las páginas de espectáculos de dicho diario, aunque, me dicen, su justificación está basada, solamente, en el trastrueque de los nombres. Y no le he pedido, no quiero pedirle, su opinión al propio Sergio Raúl López porque, tal vez, no quiero hallarme con una —inverídica, apacible, insólitamente compreniva— exculpación de su parte a ese medio, lo cual puede ser posible.
Son manipulaciones discretas, que suceden hasta en las mejores familias periodísticas.
Cuando yo trabajaba como director de la sección cultural de la extingiida agencia Notimex, por el solo hecho de estar del lado de la empresa informativa, recibí numerosos agravios, amenazas, insultos, denostaciones, infamias, arrebatos de ira, mentiras en torno a mi persona, pero al final el obradorismo no sólo acabó, con el silencio aterrador de la prensa y sus periodistas, con la agencia del Estado sino terminó recompensando, con milliones de pesos, a todos aquellos calumniadores sindicalistas que mataron a Notimex por haberse visto fuera de sus privilegios y bastardas canonjías, al grado de que estos compensados huelguistas insultadores, con el suntuoso dinero recibido, crearon una agencia informativa afectando, el obradorismo, a veintenas de trabajadores que respaldaban, ¡ay!, la honorabilidad periodística.
Y ninguno de los periodistas que suelen prefigurarse progresistas dijo nada.
Guardaron, estos periodistas, cauto silencio.
Quizás para no verse afectados en la nómina salarial.
O para continuar, indemnes y puros, en la vía discreta de la manipulación periodística.
Porque en este asunto de los medios de comunicación no hay nada mejor como caminar con destreza con los ojos vendados aparentando lo que no se es.

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En uno o en otro sentido, en el aspecto cultural o en el campo específicamente político de la prensa, siempre hay algo perturbador llamado manipulación donde los manipulados ignoran que lo son.
Pero tienen su salario asegurado.
AQUÍ PUEDES LEER TODAS LAS ENTREGAS DE “OFICIO BONITO”, LA COLUMNA DE VÍCTOR ROURA PARA LALUPA.MX
https://lalupa.mx/category/las-plumas-de-la-lupa/victor-roura-oficio-bonito