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Hace ya dos décadas, antes de que los dictaminadores, vaya uno a saber por cuáles motivos, decidieran aprobar el nombre del londinense Harold Pinter (1930-2008) para darlo a conocer como su Nobel literario para el año 2005, su miembro Knut Ahnlund, uno de los 18 integrantes del exclusivo jurado, renunció, insólitamente, a la Academia Sueca de la Lengua por considerar que dicho galardón estaba siendo cada vez más desprestigiado.
En un artículo publicado el martes 11 de octubre de ese 2005 en el periódico local Svenska Dagbladet, a sólo dos días de que se diera a conocer la elección de Pinter —o quizás justamente porque ya lo sabía—, el veterano crítico entonces de 82 años —fallecería en su natal Suecia siete años desúes, el 28 de noviembre de 2012, a la edad de 89 años— se atrevió a romper el silencio, por primera vez en la historia, que se ha impuesto a los académicos acerca de sus íntimas decisiones, las más de las veces influidas por las relaciones públicas que mantienen con los autores (ya se sabe que los jueces se dividen según sus especialidades lingüísticas, de modo que hay quienes sólo leen lecturas de América, otros de Europa, otros de Asia, etcétera, por lo tanto su relación con los escritores que leen en ocasiones es muy cercana, tal como sucedió con el juez Artur Lundkvist —1906-1991—, encargado de leer los libros en castellano, amigo de Octavio Paz —1914-1998—, a quien por fin eligiera para concedérselo en 1990 luego de una larga relación intelectual entre ambos debido a las numerosas misiones diplomáticas del poeta con cargo diplomático concedido por el Estado mexicano) o por los sometimientos coyunturales políticos.
Knut Ahnlund decía en su artículo que la entrega del Nobel em 2004 a la austriaca Elfriede Jelinek (20 de octubre de 1946) “causó un daño irreparable en el prestigio del premio”, además de haber cuestionado a la mayoría de sus compañeros que, según Ahnlund, sólo había leído un “trocito” de las obras de Jelinek, cuya literatura, para el juez denunciador (que, es necesario aclarar, no era misógino, ni antifeminista, y ésta no es una redundancia ya que ambas clasificaciones, si bien en apariencia podrían ser una y la misma cosa, son distintas, cada una con su propio significado autónomo), es “pobre”, “unidireccional” y “parasitaria”, “carente de estructura artística”, “escasa en ideas” y compuesta por “una verborrea donde ocurrencias casuales se extienden a lo largo de diez a cien páginas sin que se diga nada”.
Ahnlund, que perteneciera a la Academia Sueca a partir de 1983, incluyó a Jelinek en “la corriente de entretenimiento que se extiende en los medios de masas”, nacida de los códigos morales centroeuropeos, “menos liberales en asuntos sexuales”, de ahí, decía Ahnlund, la carga violentamente erótica en sus libros: “La pornografía —escribió el académico— se ha infiltrado en ofertas culturales respetables y aceptadas, un porno avanzado puede actuar disfrazado como indignación y se convierte en una salida fácil desde el punto de vista comercial. A esa sección pertenece a grandes rasgos todo lo que Jelinek ha escrito”.
Confesó, asimismo, que otros dos miembros, Kerstin Ekman (27 de agosto de 1933) y Lars Gyllensten (1921-2006), abandonaron la academia en 1989, “después de que el conjunto se negara a condenar la emisión de una fatwa contra el escritor británico Salman Rushdie”.

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La dimisión, a su vez, de Juan Marsé (España, 1933-2020) a su cargo de juez del Premio Planeta tampoco impresionó a nadie. Quizás lo sorprendente, en este caso, haya sido la tardía renuncia del escritor barcelonés a un galardón evidentemente sospechoso, como lo son todos, o casi todos, los entregados en España, que, de antemano, de manera previa, son subastados entre los agentes literarios, que barajan, con los billetes en la mano, los nombres de sus representados, batalla que se libra al interior de las editoriales, cuyos editores, mediante una gran compensación económica a su prestigioso jurado, trasladan unos cuantos originales (cinco, a veces sólo tres, a veces dos) a los dictaminadores quienes, sabedores del juego —y a pesar de su prestigio, que a la mera hora vale un comino con tal de apropiarse de una respetada cantidad de euros, siempre indispensables en la cartera personal—, deciden con prontitud al predecible ganador.
¿Quién, a estas alturas, se cree de veras que los premios Alfaguara los ganan los concursantes nada más por su bella escritura?
Tras su renuncia, el lunes 17 de octubre de 2005, el catalán Marsé dijo estar “harto de novelas insustanciales con premio o sin premio que ocupan tantos espacios mediáticos en perjuicio de otros”, acaso más valiosos. En cualquier caso, añadió Marsé, “yo me niego a dar gato por liebre, ya sea como miembro del jurado en un concurso literario o como simple ciudadano al que le piden una opinión sobre un libro”.
Y eso que Marsé sabía previamente de estos engaños literarios, pues antes de haber aceptado ser juez del entramado planetario ya se lo había llevado, el Premio Planeta, en 1978 por la novela La muchacha de las bragas de oro. Y no creo, de verdad, que su designación haya sido limpia. Y estoy seguro de que él sabía de que sin duda sería el triunfador.

Planeta ha sido descarada en lo concerniente a su premio, pues varias veces antes de dar a conocer el nombre del ganador ya su libro se encuentra en la imprenta a punto de ser colocado en las librerías. No en vano, autores honrados corno Miguel Delibes (España, 1920-2010) o Ernestro Sabato (Argentina, 1911-2011), a quienes les ofrecieron el galardón, se negaron a participar en tales mezquinas ofertas.
Digo, si hasta el propio Fernando Savater (España, 1947) ha intervenido en estas oscuras prebendas (y el mismo Ricardo Piglia, en Argentina, ha jugado este juego de la codicia con su consiguiente pérdida en los tribunales, el primero históricamente en estas turbias cuestiones de los concursos ya previamente acordados), ¿quién no se asoma a estos certámenes con la ambición latiendo apresuradamente en las venas, desechando cualquier sustancia emparentada con esa cosa nimia denominada “ética”?
A pesar de saber que lo ganaría, y por eso mismo participó en el certamen, Savater, el símbolo de la ética en el orbe ibérico, declaró —en ese año 2008 en que obtuvo el Planeta por su novela La Hermandad de la Buena Suerte— de manera cínica, o algo parecido al cinismo, que “sospechar del Planeta es como sospechar de los Reyes Magos”.
El viernes 17 de octubre de 2008, en el periódico El País, a propósito del Premio Planeta, el periodista Javier Rodríguez Marcos apuntó: “Lanzada la conversación, la pregunta cae por su propio peso: ¿qué hace un profesor de ética en un premio siempre sospechoso de estar encargado, pactado o sugerido? Él [Fernando Savater] no se inmuta:
“—Sospechar del Planeta es como sospechar de los Reyes Magos. Es un juego y hay que tomarlo como es. A estas alturas se sabe más o menos cómo funciona. Hay que juzgarlo literariamente. Miras el palmarés del premio y está todo el mundo. Es la prueba de que funciona como elemento de promoción de la lectura. Juan Benet era un hombre exquisito y a priori poco planetario, pero su audiencia creció cuando fue finalista. Como no es obligatorio jugar a este juego, es absurdo poner cara de virgen ofendida. Además, hay un jurado.
“Y concluye:
“—Si algún día ves que me dan un premio en un concurso de belleza piensa que hay compadreo, pero de los que me den por escribir bien puedes pensar que están bien dados”.
Y, según Savater, punto y aparte y a otra cosa que la vida en este mundo es demasiado corta.

3
No se diga en México, donde, antes del morenismo, siempre ganaban los mismos, que se hallaban ya como parte del jurado o como protagonistas de los premios. El caso del certamen Narrativa Colima en 2005 no es sino una parodia de la familia literaria. Los jueces decidieron darle el premio a su amigo David Toscana por su libro El último lector a pesar de que la convocatoria indicaba, con todas sus letras, que el volumen galardonado debía tener como única condición que su impresión constara de agosto de 2004 a julio de 2005. Y el de Toscana, para su infortunio, está fechado en julio de 2004. Pero esa insignificancia no contó para el jurado, que dijo que, ni modo, ése era el mejor libro, y ése sería el galardonado: aquella vez, declararon los jueces Mónica Lavín, Mario Bellatin y Bernardo Fernández, se otorgará “un premio excepcional”.
Ni se diga del concurso denominado El Yelmo de Mambrino, del Conaculta, cuyo ganador —en ese mismo año— en el género ensayo fue, obviamente (icómo el jurado lo iba a ignorar, Dios mío, hubiese sido una ofensa, un sacrilegio, un insulto a la cultura mexicana!), nada menos, que Carlos Fuentes (1928-2012). Y de haber sabido que Fuentes se había inscrito a dicho certamen (porque es sabido que en México los ganadores tienen que inscribirse para poder ganar un premio), nadie más, supongo —porque quiero suponer que había otras personas inscritas—, se hubiese tomado la molestia de enviar su modesta e inútil participación.
Los premiados en México por Planeta sabían que lo ganarían incluso antes de dar a conocer oficialmente la editorial los resultados del concurso.
Paco Ignacio Taibo II, por ejemplo, obtuvo el Premio Planeta-Joaquín Mortiz en 1992 por su novela La lejanía del tesoro. Y aunque él lo niegue una y otra vez, sabía que obtendría el galardón con el monto económico más alto del mundo: hoy en día el Premio Planeta está dotado de un millón de euros para el ganador mientras el Premio Alfaguara, también subastado entre los agentes literarios, entrega al ganador 175,000 dólares. El Premio Anagrama en 2024 fue de 10.000 euros, el mismo —con un monto menor debido al año en que lo recibiera: el año 2000— que obtuviera Carlos Monsiváis por su obra Aires de familia: cultura y sociedad en la América Latina, regalo que obtendría por su amistad con el dueño de la Editorial Anagrama: Jorge Herralde, nacido en Barcelona el 20 de marzo de 1935, a punto de cumplir los 90 años de vida; pero como Savater ya ha declarado que los premios a la escritura siempre serán bienvenidos (la corrupción ahí, en ese especifico caso, es alentadora e insigme, a diferencia de la otra malsana corrupción), entonces no hay problema alguno: por el contrario, los malditos e incomprensibles son los que no entienden estas prebendas lícitas. No en balde Carlos Monsiváis (1938-2010) me retiró en definitiva la palabra después de haber publicado, yo —el único en toda la prensa mexicana—, que el libro ganador del Premio de Ensayo Anagrama 2000, no era, como lo indicaba la convocatoria, inédito pues ya había sido editado en México en la colección “Ya Leíssste” sólo que Monsiváis eliminó algunos capítulos que no gustarían en España como todo lo referido a Juan Gabriel que en Europa no es ensalzado como lo es en México: Monsiváis, de un día para otro, me retiró de su lenguaje para mantenerme en el silencio desterrador, del “mejor periodista cuiltural de México”, como me consideraba Monsiváis, pasé a ser un cero a la izquierda.
¡Caray!, ¿cómo no entendí que estos obsequios económicos eran, o debían ser, permitidos en el mundillo de las letras?
¿Cómo me atrevía a emitir mi juicio irrazonado?
(Como está establecido en los lineamientos no escritos, jamás escritos —sólo sugeridos— de las letras, sean éstas periodísticas o literarias, ¡perro no debe comer, nunca, carne de perro! Como en la política, que todo entre ellos se ocultan, la misma regla debiera ser consumada, y consumida, por la gente dedicada a la escritura: Monsiváis lo entendía muy bien, por eso siempre tuvo todo el dinero que quiso.)
Por eso estos premios son sumamente valorados por los autores, faltaba más.
¡Y ay de aquél que no los comprenda!

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