Para llegar a La Cercada, hay que atravesar un bosque húmedo. Lleno de raíces y grandes piedras. Apenas llegamos y la humedad comienza a invadirnos todo el cuerpo. Con condición o no, es difícil la zona. Hay unos árboles enormes. Hojarasca húmeda y mucho musgo. Mis ojos miran y todo lo ven verde. A veces verde oscuro, otras veces, verde chillón, casi fluorescente.
Atravesar el bosque nos tomó al menos unas dos horas. Mientras caminamos, procuramos guardar el aliento y casi no hablamos. Lo que escuchamos son nuestros propios pasos arrastrando hojarasca. Escuchamos pájaros y una que otra chicharra despistada cantando a plena luz del día. Hay también animales rastreros. Un enorme cien pies o mil pies… algo con muchos pies que nos sorprende al lado de las escaleras que forman los troncos caídos y las rocas.
A la mitad del camino mis rodillas ya no responden y don Genaro, nuestro guía, me presta su caballo. Dice que ya falta poco pero el caballo sabe bien que miente y en más de una ocasión se resbala entre el musgo y las hojas húmedas que tapizan nuestro andar.
Llegar a La Cercada es como un amanecer. Después de la húmeda oscuridad del bosque, frente a nuestros ojos se abre una vereda que mezcla el azul y el verde del lugar. Hay cercas por todos lados. Supongo que por eso le llaman La Cercada. Las casas son de madera y mientras vamos adentrándonos, nos encontramos árboles de aguacate, de mandarinas, naranjos, nogales.
Los cantos de los pájaros nos persiguen y se mezclan con el chirriar de los grillos. Los gallos, becerros y uno que otro perro, nos reciben con un concierto que solo en La Cercada suena como tal.
Desde nuestra perspectiva citadina, la comunidad podría parecer pobre… aquí sí, no hay posibilidad de nada.
En la comunidad no hay luz. Usan celdas solares que les repartió una administración estatal hace unos 6 años. El agua que usan para consumo diario, viene de unos grandes tanques en los que almacenan agua de los manantiales y ríos que cruzan por la zona. Las casas son de madera. Algunos lograron poner techos de lámina. Otros, llenan los huecos con pedazos de madera y costales.
Incluso la escuela, del sistema Conafe, está hecha de tarimas rellenas de piedra y enjarradas con cal que dan apariencia de muros de concreto. Muros chuecos que con cualquier tormenta podrían caerse.
Al llegar, nos esperaba toda la comunidad. Nos prepararon tacos, tamales, agua fresca y café. Todos comieron con nosotros y aproveché para repartir las mochilas, los rebozos y las lámparas solares que compré para este viaje.
ELIDIO: CUANDO CREER ES VIVIR
La Cercada es una reserva federal en la que viven apenas 48 personas. Son indígenas teneek que migraron de San Luis Potosí a estas tierras. Auténticos nómadas que buscaban tierra para vivir.
Llegaron en 1985. Vivieron en una cueva a la que llaman La Cueva de Belén. Sembraron una primera milpita para probar la tierra, me dice Elidio, uno de los primeros habitantes.
La milpa prosperó igual que otro tipo de plantas. Dice Elidio que desde el 85 se sembraba marihuana en aquellos rumbos. Llegaron los federales y acabaron con todo eso. Es cuidadoso y no me da mayores detalles, pero dice que desde entonces, la marihuana es hierba que crece entre los maizales.
—De hecho aquí donde estamos no es La Cercada, ese lugar está más para allá. Aquí se llama La Peña del Agua. La Cercada está para allá, en La Joya. Pero como así está registrado, pues la gente dice que viene a La Cercada.
La comunidad seguía a un líder llamado Gregorio. Dicen que él salió a buscar mejores tierras y encontró una zona plana, bien despejada en La Mesa. Pero algo trajo a Gregorio a la Peña del Agua y se quedaron a vivir aquí.
—Pero quién sabe si ese señor andaba bien o andaba mal… tenía una casa allá por la Mesa, y otra casa por acá… No vivía en un solo lugar.
Estando aquí comenzaron los problemas. Alguien denunció a Gregorio y a la gente que trabajaba con él. Sembraban hierba mala, dice Elidio: —Y que le voltean el chirrión y vinieron soldados de Querétaro y de San Juan del Río pero se escapó… se peló. Ya no lo pudieron agarrar—.
Elidio es hijo de doña Lorenza y don Plácido. Junto con su padre y una hermana, Plácida, vinieron a fundar esta comunidad. Duraron al menos unos cinco años probando la tierra. Apenas construyeron sus casas de madera del bosque y se trajeron a sus familias. Elidio era joven y fuerte y decidió salir a probar suerte.
Llegaban camionetas a Valle Verde a recoger gente que quisiera trabajar en el norte. Algunos corrían con suerte y lograban cruzar a los Estados Unidos, otros eran vendidos al mejor postor para trabajar en plantíos de droga en Tamaulipas. Esa fue la suerte de Elidio.
Recuerda el nombre de su patrón, un tal Nestor Guerra que los hacía trabajar de noche:
—Tenía tres hijos. “El bigotes” le decían. Se tramaron así a chingadazos con armas, pero no se mataron. Después de la balacera, se acercó y nos dijo que no nos asustáramos, que así estaban acostumbrados. La señora, su esposa, me platicó que ese viejo era muy carajo… le mató a un muchacho bien buena gente. Ella me contaba que siempre le daba dinero, se la llevaba a pasear, a comer. Pero ese señor se lo mató. El muchacho salió corriendo de casa porque no quería pelear con su papá pero el señor le dio un plomazo en la cabeza.
Elidio está enfermo. Casi no se levanta de la cama que sus papás le acomodaron al lado del espacio que destinaron como cocina. Elidio, igual que casi todos los habitantes de la Cercada, dice que está embrujado. Que lo suyo no es diabetes como dicen los doctores, que son envidias y corajes que la gente le tiene. Y que de eso está enfermo.
Se acomoda en su cama, ya gastada de tanto usarse y me sigue contando entusiasmado, de todas las peripecias por las que pasó cuando decidió salir de La Cercada. Recuerda sus trabajos y pienso que justo alguno de esos trabajos es lo que lo enfermó… Tanta vida desperdiciada entre balaceras y supervivencia:
—Trabajaba para la secta satánica en Matamoros. Así se llamaban antes. Ahora, se llaman Zetas. Trabajábamos de noche. A partir de las once y hasta las siete de la mañana. Te dan veinte surcos o diez y mañana otros diez… Pero son surcos de kilómetros, muy largos… Sufrimos bastante.
Elidio dice que el jefe —era bien bravo el viejo—, los tenía bien vigilados. Algunos que no trabajaban bien, eran encerrados o golpeados.
Elidio es calvo. Usa un gorro de tejido y sus manos son largas y esqueléticas. Sus ojos son grandes, ya sin cejas ni pestañas. Y cada vez que se asoma un recuerdo, se le enciende una lucecita en sus pupilas:
—Una vez hubo como una redada. Los levantaron a todos. Los metieron a una casita negra. Cuando llegaron los federales, había como 14 muertos colgados… colgados como pollos. Ya les habían sacado el corazón y los sesos.
Corrió con suerte. Regresó a su comunidad y empezó a trabajar la tierra. Sembraba maíz, frijol.
—Uno de los hijos de “el bigotes” me buscó para que sembrara hierba allá arriba. Pero le dije que no. Prefiero tener poco pero bueno.
Elidio se enfermó. Se quedó en la comunidad porque ya no pudo recuperarse. Le diagnosticaron diabetes aunque él insiste en que está embrujado.
En La Cercada casi todos son creyentes de la brujería y los curanderos. De los refajos y las pulseras rojas. Creen que las enfermedades son malas voluntades y envidias.
Si no creo, me muero —me dice Plácida, hermana de Elidio— que confía más en los curanderos y profetas que a veces atraviesan la comunidad, que en el diagnóstico de los médicos.
El día transcurre muy rápido. Ya anochece. Visitamos varias casas y en todas nos recibieron cariñosamente. Nos dieron de comer y también nos dieron sus historias. Como Elidio.
Ya nadie está cerca. Ni los perros. Solo escuchamos las chicharras del atardecer. Los burros, los pájaros… algunos gallos que cantan y anuncian la caída del sol. A lo lejos, al menos así parece, se escucha un pájaro que por un momento confundí con una flauta.
La tarde está calmada y ruidosa. Hay un becerro que no deja de gritarnos… Los moscos ya comienzan a atacar… La caída de la noche promete ser fresca y ya no hay nada que hacer.
La Cercada es una comunidad de viejos. Los jóvenes ya salieron. Se fueron. Algunos regresan. Otros ya no. Nunca más.
Los viejos se van quedando. Como Lorenza y Plácido. Tienen 80 años y apenas y logran salir a Valle Verde para comprar algo de despensa. Compran con dinero de la caridad. Lo que su hija Plácida logra juntar, lo que los vecinos pueden compartir.
Así se acaban las comunidades. Cuando los jóvenes se van y no regresan. Cuando los viejos se quedan porque no pueden más. Cuando al paraíso se le olvida que el tiempo no perdona ni olvida. Cuando todos dejan de creer. Justo así, como dice Plácida… cuando dejas de creer, es entonces, cuando se muere.