Un hombre, en espera de que el semáforo cambie de color para poder avanzar, se queda ciego. Pero no es una ceguera “común”, es un mar de leche, una niebla espesa la que inunda sus ojos. De entre las personas que se acercan a auxiliarlo, un joven amablemente se ofrece a llevarlo a casa. Durante el trayecto, el hombre se enfrenta al miedo que provoca no ver, a la incertidumbre de no saber dónde está y por qué le ha pasado eso. ¿Por qué a él?
Al entrar a casa trata de ubicarse, e intenta recordar cómo es y dónde está ubicado cada objeto, mientras espera que llegue su esposa. Ella es quien lo lleva a un oftalmólogo que, luego de revisarlo, no encuentra el origen de su ceguera blanca.
Pero en las siguientes horas, el médico, los pacientes que estaban en el momento en que el hombre llegó al consultorio, y todas las personas que tuvieron contacto con él, en ese instante en que sus ojos se llenaron de neblina: quedaron ciegos. Así inició la epidemia de ceguera total.
“Mientras no se aclarasen las causas, o, para emplear un lenguaje adecuado, la etiología del mal blanco, como gracias a la inspiración de un asesor imaginativo la malsonante palabra ceguera sería designada, mientras no se encontrara para aquel mal tratamiento y cura, y quizá una vacuna que previniera la aparición de casos futuros, todas las personas que se quedaran ciegas, y también quienes con ellas hubieran tenido contacto físico o proximidad directa, serían recogidas y aisladas, para evitar así ulteriores contagios que, de verificarse, se multiplicarían según lo que matemáticamente es costumbre denominar progresión geométrica. Quod erat demonstrandum”, concluyó el ministro.
En palabras al alcance de todo el mundo, se trataba de poner en cuarentena a todas aquellas personas, de acuerdo con la antigua práctica, heredada de los tiempos del cólera y de la fiebre amarilla, cuando los barcos contaminados, o simplemente sospechosos de infecciones, tenían que permanecer apartados cuarenta días. Hasta ver.
Estas mismas palabras, “Hasta ver”, intencionales por su tono, pero sibilinas por faltarle otras, fueron pronunciadas por el ministro, que más tarde precisó su pensamiento. “Quería decir que tanto pueden ser cuarenta días como cuarenta semanas, o cuarenta meses, o cuarenta años, lo que es preciso es que nadie salga de allí”.
Ésa fue la medida inicial. Y los ciegos, los primeros ciegos de esta blancura, comenzaron a unirse. El médico oftalmólogo, con ayuda de su esposa –que extrañamente no había perdido la vista–, formó un grupo, pero la ceguera comenzó a sacar lo peor de ellos, y el orden blanco era turbado por los gritos y la desesperación. “Calma -dijo el médico- en una epidemia no hay culpables, todos somos víctimas”.
Esta es historia de “Ensayo sobre la ceguera”, de José Saramago, novela que habla de la peor de todas las epidemias: la ceguera. «Están viendo y no ven», reza el dicho. La ceguera que inventó Saramago fue orillando a los personajes a mostrar su lado más primitivo, para tratar de sobrevivir. Y ahora que ha llegado el coronavirus a México, será bueno leer o releer esta novela, sensibilizarnos de la problemática y, ante todo, tomar medidas, sin caer en el pánico. «Están viendo y no ven».
Tremenda tarea.