Las máscaras se han construido desde los primeros tiempos y en diversas culturas. Utilizan para su creación materiales primigenios como barro, semillas, fibras de distintas plantas; y aunque hay algunas muy elegantes y coloridas, presumibles para sofisticadas fiestas y espectaculares carnavales, todas tienen un mismo fin: cubrir el rostro de quien la porta y con ello, ocultar su identidad, sus deseos y miedos.
El museo de las máscaras (Tierra Adentro, 2018), de Sergio Pérez Torres (Monterrey, 1986), es una obra que encumbra recuerdos de amores, y la nostalgia es quien nos da acceso directo y sin restricciones a eso que pocas veces permite un museo: acercarse a las piezas expuestas, mirarlas a detalle, sentirlas a tal grado que es posible tocar y probar una a una, hasta encontrar entre un poema y otro, la máscara perfecta para uno, porque todos tenemos algo que ocultar, algo que no queremos decir, porque duele, agobia.
La visita a este museo se divide en siete salas, Máscara de Hierro es la primera y es un perfecto inicio para entender que “lo que sucede afuera no es la vida, es más lento que una lágrima”, escribe Sergio en el primerísimo poema, y desde ahí marca el juego: vida y lágrima igual a gozo y pena.
En la segunda galería, nos revela que la piel es materia sensitiva, ardiente, doliente y llena de remordimientos. Al llegar al apartado de Máscara de Barro, encontramos que este material se esparce en otros poemas, semejante a la tierra, ceniza, polvo, más polvo de estrellas, donde se pueden plantar flores y sueños, imágenes que también se quiebran como “estoy quebrándome como un flauta hecha de hueso”.
El libro se completa con Máscara de Madera, Piedra, Espejo. Y cierra con una sección de Máscaras Rotas (Fuera de exhibición), dice el mismo título, aunque aquí la intimidad ya es totalmente pública.
En todas las galerías está presente “Él”, que sin nombre exacto y un ser único, representa el amor, el gozo del amor, la duda del amor, la incertidumbre del amor. Y ante todo esto, ¿qué es el amor?
En el sexto poema, de Máscaras de Hierro, se lee:
“El amor es, de un modo, como estas estatuas:
se quedan quietas ante el momento del espectador,
graban una nota grave para engrandecer la vida
y un silencio ajeno al reflejo de lo que nunca volverá”…
En Máscaras de Piedra, noveno poema, dice:
“Tengo miedo de lo que sucede en él cuando se va,
estoy impotente ante un delirio que come de mí
y se calma cuando reconoce su piel delante del mar.
Sólo quiero saber si gastaré toda mi muerte
como malgasté mi vida,
soñando que también existe este amor”.
Al inicio de Máscaras de Espejo dice: “Él me mira como un arma recién cargada”.
Y más adelante: “Si él pudiera verme florecer en el espejo”.
Ya casi al final: “Canto con silencio porque sólo yo sé tu verdadero nombre”.
Él, el que desata el deseo, el anhelo y el miedo, no necesita nombre. Tampoco necesitamos una fotografía de su rostro para conocerlo, pues en distintos tiempos y con distintas máscaras se revela que es tan terrible como divino (entendiendo el amor crea ese espejismo que nos hace ver al ser amado como deidad).
Otra de las constantes en el poemario, es la mención de Dios, como testigo, como creatura que todo lo puede, y pensando que “Él”, es el creador de todo, si hoy existen máscaras para encubrirnos, él ha creado la máscara más perfecta de todas, por eso no lo podemos ver, aunque sabemos que es tan terrible como divino.
Sergio Pérez Torres presentó El museo de las máscaras en Querétaro, el día de ayer, 25 de octubre, y hoy en «Zona de Visión» compartimos dos poemas de este libro.
MÁSCARAS DE PIEL
VII
En mi sangre se ha hecho de noche,
no brilla el canto de otra voz
ni se detienen los pájaros a oír un corazón;
acumulo sombra debajo de mis ojos,
me voy haciendo imperceptible como un gato mudo
para el cual su estambre enreda un hábito de luz.
Él se ha ido demasiado lejos de nosotros.
También quisiera mostrarle mi latido en un puñado de polvo,
aunque el aire se ha llevado la nostalgia
y me quedé con este cuerpo hecho sueños y estrellas.
Cambio de piel como una especie de luna,
pero los violines no carcomen la humedad,
sus ojos me miran como dos astros que se estrellan
y no pueden salir a salvo
de la dirección en la que escapo,
su brillo es muy grande como para rescatarme
de este insomnio.
MÁSCARAS DE PIEDRA
II
Cuando estallan fuegos artificiales hacia el norte,
me sujeto del acantilado por ver sus ojos negros,
mis huesos suenan a este tambor,
lo siguen como girasoles sin pétalos en la noche,
su piel dorada me sana de cada cicatriz
y canto la noche entera mientras duermo al lado.
Pájaros muy tristes se posan en esta lluvia,
pero yo me siento magia y a punto de extinguirme
cuando el fuego me llama en sus labios.
Su nombre también me descalabra como piedra,
mi sangre es un camino demasiado largo,
cada espina vale el peso de mi pasado,
los iris de Dios sobre nosotros desnudos en la playa.
El horizonte baila todas sus olas,
el tiempo pasa como calma en el latido de un muerto,
pero escuchamos a los caracoles llenos de sal.
En el bosque de al lado escriben con miel,
nos alimentamos de sus aguijones
y miramos el cielo para dormir juntos,
cada cuerpo ocupa el lugar del otro sin espacio