Autoría de 5:40 pm Tec de Monterrey: Investigación transformadora

Laberinto de identidad: Patrimonio como puente y espejo – Sandra García Ángeles

¿Quiénes somos los mexicanos? Esta pregunta, lejos de ser un mero ejercicio filosófico, se cuela en la vida diaria: en la sobremesa familiar, en la letra de un bolero o en el mural de una plaza pública. Así, habitamos un laberinto simbólico. Como apuntó Octavio Paz, nuestra búsqueda identitaria está marcada por desilusiones históricas y los retos de la modernidad. Somos habitantes de la frontera: “ni de aquí ni de allá”, negociando siempre entre pertenencia y exclusión.

En efecto, en este trayecto figuras como el pachuco -con su zoot suit y su caló- o el migrante bilingüe encarnan la tensión de vivir entre mundos. Para Paz, el pachuco se reinventa en la frontera, resistiéndose a ser asimilado. Gloria Anzaldúa, escritora chicana, nos invita a abrazar la complejidad: para ella, la identidad no termina en la frontera, sino que es un proceso en constante transformación.

Uno de los pasajes más complejos de este laberinto es el mestizaje. No es una simple mezcla, sino un nacimiento doloroso, con la Malinche como símbolo ambivalente: madre y traidora. Su herida “sangra como silencio”, su cicatriz “traza el mapa que somos”. El mestizaje es conflicto y ruptura. Sin embargo, Frida Kahlo, desde el arte, transforma la herida en alas: “Pies, ¿para qué los quiero si tengo alas para volar?”. Desde la herida, también se puede volar. Lo mismo ocurre en la convivencia de la danza prehispánica y el mariachi, o en una mesa donde el pozole indígena se acompaña de pan dulce español. 

Pero el laberinto también impone muros. El hermetismo, la desconfianza y las máscaras forman parte de nuestra historia. Elena Garro lo dijo claro: “México es un país que inventa máscaras para no verse la cara”. Así, la identidad “se oculta tanto como se busca”. Por ejemplo, basta pensar en las fiestas patronales, donde tras las máscara se permite la crítica, o en la vida cotidiana, donde la cortesía esconde el desacuerdo.

La identidad mexicana no es una esencia fija, sino negociación entre herencias en conflicto. El discurso oficial celebra una unidad abstracta, pero suele silenciar a los pueblos indígenas y marginar otras voces. No obstante, la identidad mexicana se construye en espacios y prácticas concretas: el Día de Muertos con sus altares y ofrendas; la gastronomía que une historia y presente en un mole; el mariachi que suena en plazas y la talavera que adorna hogares y mercados. El aroma del pan de muerto, los tapetes de aserrín, el grito de ¡Viva México! cada septiembre, hablan de una identidad viva.

En este silencio, la pregunta persiste: ¿Quiénes quedan fuera? ¿Quién decide quién es mexicano? Paz concluye que “la mexicanidad es un laberinto de la soledad”; sin embargo, Anzaldúa y Kahlo nos recuerdan que también es una búsqueda compartida. El patrimonio cultural, con todo su simbolismo, funciona como espejo: nos confronta con nuestras heridas, contradicciones y resistencias; pero también es puente: une generaciones, entreteje memorias y da sentido a lo que somos y podemos ser. No hay salida definitiva del laberinto, sino sólo el retorno a la pregunta: ¿quiénes somos los mexicanos? Tal vez, quienes seguimos buscando y resignificando ese patrimonio cada día, encontrando en él tanto reflejo como camino. 

Sandra García Ángeles es docente de la Escuela de Humanidades y Educación del Tecnológico de Monterrey Campus Querétaro

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Last modified: 25 mayo, 2025
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