1
Decía el alemán Georg Simmel (1858-1918) que de chico nunca entendió el cuento de los dos hermanos que se peleaban por una finca. A uno, “que exigía la totalidad, le fue adjudicada la mitad; pero la mitad mejor y verdaderamente la única lucrativa”, por lo cual declaró:
—El juez sabe que la mitad es más que el todo.
Simmel no entendía.
“Aun si la otra mitad no valía nada”, pensaba, “la primera a lo sumo valía tanto como el todo; el todo no podía valer menos que la parte, ¡pues en cualquier caso la comprendía!”
Con el paso del tiempo, Simmel aprendió a sentir que hay cosas que son mucho y que no obstante abarcan poco.
“¿Acaso no se ha quejado más de un millonario de que ya no puede procurarse los modestos placeres que la milésima parte de su riqueza concede al más pobre?”, se preguntaba el filósofo europeo.

2
Había una vez, nos cuenta entonces, “un caballero increíblemente avaro que no obstante tenía una mujer bonita y joven. Un día partió de viaje y, en cuanto estuvo lejos, un vagabundo golpeó a la puerta de su casa, pues no comía desde hacía tiempo. La mujer se compadeció de él, y fue a traerle carne y vino; pero descubrió que el caballero, antes de marcharse, había guardado todo bajo llave. En toda la casa no había una migaja de pan. Más de una mujer se hubiera avergonzado y desesperado con razón; ella, en cambio, no. Tomó al vagabundo por el cuello y le dio un beso; como no podía darle menos, le dio el todo. El vagabundo partió feliz, menos saciado, pero mucho más satisfecho”.
Hay quienes, en efecto, a diferencia de la mujer del avaro de Simmel (el personaje de Simmel, no Simmel mismo), dan menos y reciben, vaya uno a saber por qué, todo, tal como ese innombrable tipo Bernard Madoff (Estados Unidos, 1938-2021), quien durante quién sabe cuántas décadas —unos dicen que cuatro, otros que tres— estafó a cientos de enriquecidos hombres, escudándose en su falso e ilusorio prestigio de corredor de bolsa, apropiándose de algo así como 50 mil millones de dólares, que ahora nadie sabe dónde están porque se han diluido en las manos de este mequetrefe engañador, que se codeaba con la clase adinerada del mundo.
¿Cómo pudo este estafador haber embaucado a tanta gente supuestamente lista, como al propio Emilio Botín (1934-2014), presidente del banco Santander, incapaz de regalar un quinto a sus cuentahabientes, de quienes precisamente arrancó los demasiados euros para entregárselos, encantado de la vida —en la creencia de que tal vez cuadriplicaría ese dinero que no era suyo—, al defraudador Madoff nada más para que éste se los embolsara con pleno descaro?
Lo que ha evidenciado, por supuesto, la granítica corrupción del organismo regulador de los mercados estadounidenses, la Securities and Exchange Commission, que aun teniendo denuncias (¡la primera desde el año 1992!) sobre la mentira corporativa de Madoff guardó un prudente silencio, dejando que este hombre continuara sustrayendo los ahorros de miles de distraídos o confianzudos avaros simmelianos, que no supieron dónde poner la cara porque, sencillamente, Bernard Madoff se había declarado en bancarrota dispuesto a pasar una temporada, si la justicia de su país así lo considerase, en la cárcel, pues —¡a pesar de haberse robado más de 37 mil 470 millones de euros!— luego de pagar una cómoda fianza de diez millones de dólares (digo, con lo que se había robado ésta era una cantidad diminuta, sin valor, desvergonzada, pecaminosa), gozó de un apaciguado arresto domiciliario, que lo obligó a permanecer en su casa desde las 19 horas hasta las 9 de la mañana del día siguiente: desde los 30 años de edad (tuvo más de 80) vivió como todo un millonario, en reuniones sociales y en yates exquisitos.

3
En esos ámbitos es frecuente encontrarse con tipos de esta calaña, que pasan por apuestos y astutos (no en vano el compositor argentino Andrés Calamaro se ha mofado de todos ellos en su perspicazmente metalera canción “Alta suciedad”), buscando encaramarse cada vez más en los sitios cimeros de la socialité (¿no un empresario mediático en México, ¡propietario incluso de un banco!, posee una de las riquezas más prósperas del país debiendo a la Hacienda pública millones de dólares?); pero cuando uno los ve de cerca y se percata de que las inteligencias no son tales, ni los talentos son los publicitados, ni los ingenios son los promovidos, no hay de otra que irse de boca contra el suelo: vacuos tufillos altaneros que se alimentan unos a otros para poder proseguir con sus levantadas prosapias.
Madoff tal vez fue peor que el ladronzuelo de la esquina que roba un pan para poder llenar su estómago vacío; pero la justicia no perdonará a éste como sí exoneró a aquél por el solo hecho de haberse codeado con, digamos, Steven Spielberg, quien tampoco pudo recuperar su millonaria inversión.
4
Como en México la corrupción es una costumbre, los adinerados son como una familia entre ellos porque entienden que dar menos, en circunstancias cautivas, es recibir todo. Y los robadores son aplaudidos porque lo de menos es averiguar de dónde procede el dinero sino lo fundamental es poseerlo, de ahí que, hasta el momento, ningún ex presidente de la República haya sido enjuiciado y altos ejecutivos del pasado caminen libres por las calles sin sentencia alguna e incluso muchos de ellos vitoreados: ¿no Juanga es tenido, en los medios públicos, como un icono de la música callando sus ofrendas al PRI y su vasto enriquecimiento que lo hiciera, mejor, adquirir casas en Estados Unidos que comprarlas en su nación retirando, de súbito, la aportación económica a su casa chihuahuense de beneficencia infantil?
La corrupción se calla (¿cuántas veces fue exonerado Juanga de sus impuestos por el gobierno en turno?): ¿quién iba a pensar que Raúl Velasco, fallecido a los 73 años de edad en 2006, acaudalado por sus corruptelas musicales, iba a ser exaltado, durante el obradorismo, por la televisión pública?
El dinero vuelve cómplices a los ambiciosos, sin duda.
Así se manejan, finalmente, los enriquecidos: con una naturalidad tan ambigua semejante, siempre, a una sencilla espontaneidad.

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