Fabens, Texas. “¿Sabes que es lo más catastrófico que te puede pasar en la vida?”, me pregunta José Alfredo Holguín con un hilo de voz esa tarde de otoño en este pueblito texano gris y polvoriento.
A manera de respuesta, muevo la cabeza de lado a lado. Conozco parte de su historia, intuyo lo que me va a decir. Siento incomodidad y desazón anticipada. Pese a ello, me acerco a él, y aguzo el oído para no perder detalle, para escuchar mejor el testimonio de este guardián de la memoria.
«Lo más catastrófico… lo más funesto…» José Alfredo se detiene, la voz se le anuda, la lengua se le traba, los ojos se le humedecen, parece que se va a quebrar, sin embargo, logra contenerse, toma aire y prosigue: «… tener que enterrar a un hijo… esa, esa, es la mayor desgracia que te puede ocurrir…» Apenas termina la frase, aprieta los dientes y se rompe completamente. Su rostro, lleno de lágrimas, es ahora una máscara de dolor.
Quisiera abrazarlo, decirle que lo lamento tanto, pero en lugar de eso, guardo silencio, bajo la cabeza. No quiero ni respirar. Me siento un intruso y trato de no intervenir ni en lo más mínimo para no incomodarlo. ¿Pasan segundos o pasan minutos? No lo sé. Pierdo la noción del tiempo.
De pronto, Holguín cesa el llanto, saca un paliacate rojo del bolsillo trasero de su pantalón y se limpia nariz y ojos. Hace una pausa prolongada antes de tomar fuerza y seguir:
«Quien no lo ha vivido —y te juro por Dios que no se lo deseo a nadie— no tiene ni las más remota idea de cuánto sufrimiento se siente cuando pierdes a un hijo. Regresas de enterrarlo, llegas a la casa y, carajo, no puedes evitar entrar a su cuarto. Ahí está su ropa, sus libros, sus fotos, sus cosas más personales, más íntimas. Una vida tan promisoria, tan llena de sueños, truncada por esos infelices… Le dispararon más de nueve veces en el cuerpo, en la cabeza, lo destrozaron.
«Y te voy a decir algo: te tarda en caer el veinte, pasan los días y piensas que está vivo y que en la noche va a regresar de la escuela o de ver a la novia o a los amigos, pero eso nunca ocurre… a veces en la madrugada despiertas y te haces la terca ilusión de que todo fue una pesadilla, entonces te levantas y te vas asomar a su cuarto. Qué chingaos, todo lo que hallas es una cama vacía… Cuando te das cuenta de que realmente está muerto y de que jamás va a regresar, de que jamás lo vas a volver a abrazar, de que jamás vas a verlo sonreír de nuevo, es entonces cuando te derrumbas y, que Dios me perdone, pero en ese momento también quisieras estar muerto…»
Parece que José Alfredo se va a volver a quebrar, pero se reprime. Sólo aprieta los puños y los dientes, se voltea y se queda mirando a lontananza a través de la puerta abierta del Pop’s Better Burger, el modesto restaurante de fast food donde nos encontramos.
José Alfredo tiene 55 años, pero representa al menos diez más. Profundas arrugas surcan su rostro, su cuello. Su cabello y su bigote están casi completamente blancos. Y aunque a lo largo de la conversación, se sobrepone y trata de sonreír, su mirada es triste, melancólica, con un aire de saudade. La coloración oscura bajo sus ojos contribuye a hacer más evidente la pesadumbre que carga.
Otrora exitoso empresario del transporte en Ciudad Juárez, Holguín extravió la felicidad a principios de 2008, cuando comenzó a recibir llamadas telefónicas de integrantes del cártel de Sinaloa, quienes le exigían dinero para “protección”. «Sin embargo, no únicamente me negué a darles un solo peso, sino que di parte a las autoridades municipales».
—¿Hubo respuesta de las autoridades —le pregunto
Holguín mueve la cabeza de un lado para otro y ríe con sarcasmo. “Ninguna. De hecho todo fue contraproducente. Los mañosos se enteraron y fueron a mi negocio. Iban en tres camiones y estaban fuertemente armados. Golpearon a todos mis empleados, pero a mí, un hombre alto, con pinta de soldado, me dio una patada en el pecho y me derribó. Ya tirado, me apuntó con un rifle y cortó cartucho. Pensé que me mataría, pero en lugar de eso, me dijo que yo ya sabía perfectamente el porqué estaban ahí. ‘Vas a colaborar, quieras o no’, me dijo y se fueron.
«Fui muy ingenuo y llamé a la policía. Llegaron varios agentes, hicieron algunas preguntas y se retiraron, y, por supuesto, no hicieron nada más. ¿Sabes por qué? Porque todos, policías, gobiernos, narcos, todos, estaban coludidos». Mientras narra su historia no deja de apretar los puños. Han pasado casi ocho años, pero para José Alfredo siguen frescos los momentos de impotencia y de terror.
«Comenzamos a pagar. Mis hermanos y yo hicimos pagos, durante aproximadamente un año, de 10 mil pesos al mes. Envolvíamos el dinero dentro de un periódico y lo llevábamos a un lugar que los delincuentes nos indicaban por teléfono. Cada semana era un sitio diferente».
—¿Eran pagos semanales?
—Sí, de 2 mil 500 pesos. Parece poco, pero no era así —responde José Alfredo, quien explica que todos los empresarios y comerciantes, hasta los más modestos, tenían que pagar por la supuesta protección.
«Nosotros nunca estuvimos conformes. Nos parecía una gran injusticia, por lo que nos seguimos quejando con las autoridades y amenazando con organizar una marcha si continuaba la extorsión. No lo hubiéramos hecho. A fines de 2008, quemaron algunos de mis autobuses, y en mayo de 2009…» José Alfredo hace una larga pausa y respira profundo antes de continuar: «en mayo de 2009 asesinaron a mi hijo y a uno de sus amigos en plena vía pública. Les dispararon más de nueve veces a cada uno en el cuerpo, en la cabeza. Los destrozaron, los dejaron irreconocibles. ¿Por qué tanta saña? No entiendo que tipo de basura tienen en la cabeza esos sujetos», suelta Holguín, antes de taparse la cara con ambas manos y agachar la cabeza.*
Días después de las honras fúnebres, todavía inmersos en el duelo, José Alfredo y su familia se plantearon la posibilidad de abandonar Juárez. Analizaron los pros y los contras y llegaron a la conclusión de que ante la impunidad y la colusión de las autoridades con el crimen organizado, su vida corría peligro si permanecían en esa ciudad. Decidieron, pues, huir hacia Estados Unidos. Comenzaron, entonces, a arreglar pendientes, a cerrar ciclos, y dejaron atrás, para siempre, el lugar donde habían nacido, donde tenían a sus amigos, sus empleos, sus negocios, sus afectos, sus historias de vida, sus raíces ancestrales.
Para no despertar sospechas sobre sus intenciones de refugiarse en Estados Unidos, pasaron «al otro lado», como turistas, con el más mínimo equipaje. Atrás, en las viviendas abandonadas, se tuvieron que quedar los objetos más preciados y también los más entrañables: la escritura de la casa, el vestido de novia, el título universitario del hijo, el trofeo ganado en el campeonato de beisbol, el álbum de fotografías, la primera carta de amor, el zapatito del primer nieto… y el cuerpo enterrado del hijo asesinado.
José Alfredo y su familia se establecieron en El Paso, Texas, a tan sólo 11 kilómetros y 21 minutos (en automóvil) de la vivienda familiar que tuvieron que dejar atrás. 11 mil metros, ni uno más, se convirtieron en la diferencia entre la vida y la muerte. «Con frecuencia», confía Holguín, «me asomo, a través de la malla fronteriza, hacia territorio mexicano, hacia donde fue mi hogar 50 años, hacia donde levanté mi empresa, hacia donde se hallan mis raíces, hacia donde está el cuerpo de mi hijo. Tan lejos y tan cerca. Imagínate cuánto dolor».
EN ESTADOS UNIDOS, UNA VIDA DURA, NO EXENTA DE HOSTILIDAD
En Estados Unidos, la vida, esa que lograron salvar, resultó para toda la familia de Holguín a ratos muy dura, y no exenta de hostilidad. De entrada hubo que comenzar desde cero, «ya sin las energías de cuando uno tiene 20 años», destaca Holguín, quien habla del bullying sufrido por los nietos en la escuela; de los estudios escolares realizados en México y que allende la frontera no fueron reconocidos, por lo que se tuvieron que revalidar materias o repetir cursos; de las precariedades, pues de propietario José Alfredo pasó a ser empleado; del racismo cotidiano en todos los ámbitos públicos; de la angustia que causa la posibilidad de ser deportado en cualquier momento; de las humillaciones sufridas en el largo proceso de asilo político que no llega.
«No nos hemos cansado de decir que no somos refugiados económicos, sino refugiados políticos que estamos en Estados Unidos contra nuestra voluntad; tampoco nos hemos cansado de denunciar a las autoridades mexicanas, por su responsabilidad, ya sea por omisión o complicidad, en el asesinato o desaparición de nuestros familiares y en la total impunidad que prevalece en nuestro país», dice Holguín, por años cabeza de Mexicanos en el Exilio, una organización que congrega a 250 connacionales solicitantes de asilo político en Estados Unidos (pertenecientes a 27 familias), quienes al igual que él fueron expulsados de sus comunidades por la violencia sistemática que ocurre en México.
Precisamente a la conversación se han unido Miguel Murguía, Enrique Hernández y Martin Hueramo, también integrantes de Mexicanos en el Exilio, y quienes son chihuahuenses como el 92.59% de las personas que pertenecen a esa organización. Todos cargan con tragedias sobre sus espaldas. La esposa de Miguel fue levantada y no se supo más de ella. La hermana de Enrique fue asesinada. Martín logró huir antes de que se concretaran las amenazas de muerte que había recibido, sin embargo, varios de sus amigos fueron ejecutados.
Sin embargo, a diferencia de José Alfredo, ellos no huyeron de Ciudad Juárez, sino de Guadalupe, un municipio situado en el Valle de Juárez, a unos metros del río Bravo. Tampoco residen en El Paso, sino en Fabens, una pequeña población de poco más de 8 mil habitantes, donde cerca del 90% de las personas son de origen mexicano, y donde abundan las grandes extensiones de terreno llenas de casas rodantes de modelos no recientes. En estas caravanas o trailas viven Miguel, Enrique y Martín, pues no pueden pagar una hipoteca o un alquiler.
Los tres añoran la vida en Guadalupe —a sólo 18 kilómetros de Fabens—, donde tenían casa, tierras, aves de corral, pequeñas empresas o eran funcionarios de gobierno, como el caso de Martín. Así que cuando les digo que antes de cruzar la frontera, Yadin Xolalpa, el fotógrafo, y este narrador estuvimos en esa población, me preguntan ansiosos en que estado la encontramos.
Les describo puntualmente lo que hallamos: casas quemadas y vandalizadas, paredes balaceadas, vidrios rotos, cruces de muertos por todas partes, un presidente municipal ausente (y del que nadie conoce su paradero), así como calles casi completamente vacías.
En resumen, un pueblo fantasma que pasó de 18 mil habitantes en 2005, a sólo dos mil, diez años después, en 2015, y del cual prácticamente salimos huyendo, pues en la escasa hora y media que estuvimos en Guadalupe nunca pudimos librarnos de la mirada intimidante y fiscalizadora de los halcones. Me explico: tan pronto bajábamos del auto para conversar con algunos de los pocos transeúntes que hallábamos en las calles, estos sujetos, a bordo de dos camionetas Suburban, aparecían de la nada y comenzaban a hablar por un walkie talkie. Ante tal demostración de hostilidad, decidimos salir de Guadalupe, dejar el Valle de Juárez (donde 32 fosas clandestinas fueron halladas entre 2010 y 2016), y cruzar la frontera hacia Texas por la garita más cercana. Por cierto, una de de las Suburban siguió a nuestro vehículo hasta que dejamos el pueblo.
ANUS HORRIBILIS
A pocos días de terminar 2020, anus horribilis, medios de comunicación de Juárez y El Paso, así como las redes sociales de Mexicanos en el Exilio dieron a conocer la trágica noticia: José Alfredo Holguín, el hombre que sobrevivió ataques a su persona, a su negocio, el asesinato de su hijo, murió víctima de Covid-19… esperando un asilo político que nunca llegó y por el que luchó diez años de su vida.
Pese a los esfuerzos realizados por el abogado Carlos Spector, residente en El Paso —y quien convocó a los integrantes de Mexicanos en el Exilio para que se reunieran con el reportero en Fabens—, José Alfredo, el superviviente de los años más difíciles y violentos en Ciudad Juárez, falleció sin conseguir ese asilo largamente esperado. Hasta diciembre de 2020 tampoco Miguel, Martín y Enrique lo habían obtenido.**
Spector contrasta cifras para tratar de elaborar una explicación a esas negativas recurrentes:
De todas las solicitudes de asilo político presentadas por mexicanos entre 2008 y 2018, sólo hubo luz verde para poco más de 2%. El dato contrasta, por ejemplo, con los procesos relativos a los chinos, pues en este caso 60% de las solicitudes fueron aceptadas. Y explica que «para los criterios estadounidenses, anclados en la guerra fría, México es un país democrático, no así China», por eso las cifras tan dispares entre estas naciones. Spector agrega que hasta antes de la era Trump los venezolanos también eran parte del grupo de los consentidos. 50% de los solicitantes lograban su asilo, pero eso se acabó durante el gobierno estadounidense saliente.
“Cada vez estoy más convencido de que en esta frontera, los mexicanos son víctimas dos veces: cuando son corridos del Valle de Juárez por los criminales, y cuando el gobierno de Estados Unidos les niega el asilo político”, lamenta este abogado chicano con raíces judías y mexicanas.
*Como resultado de la cruenta disputa que los cárteles de Juárez y Sinaloa mantuvieron para controlar Ciudad Juárez, una estratégica plaza para el trasiego de droga, sólo entre 2005 y 2010 se registraron, de acuerdo con Inegi, 11 mil 240 muertes en la vía pública de esa urbe fronteriza; esto es, casi seis muertos diarios.
** Las conversaciones con José Alfredo, Miguel, Martín y Enrique tuvieron lugar en Fabens, Texas, en el otoño de 2015; Spector fue entrevistado en El Paso, Texas, también en 2015, y vía telefónica, en enero de 2021. Los testimonios que aparecen líneas arriba son totalmente vigentes, pues tanto en Ciudad Juárez como en el Valle de Juárez persisten las condiciones de violencia sistemática y los mexicanos siguen huyendo hacia Estados Unidos. Sólo ha cambiado uno de los protagonistas: la disputa por la plaza ya no se da entre los cárteles de Juárez y de Sinaloa, sino entre Juárez y el Cártel Jalisco Nueva Generación.