Autoría de 12:24 pm José Antonio Gurrea C. - De Memoria

Mi Roma está en la Portales (XII y última) – José Antonio Gurrea C.

1968: La psicodelia y la calle. El rock acapara el espectro radiofónico. Las avenidas de muchas grandes urbes se llenan de cabellos largos, pantalones acampanados, zapatos de plataforma, en el caso de ellos; en el de ellas, de minifaldas, hot-pants y delgadas blusas sin ropa interior debajo. Influenciadas por feministas como Simone de Beauvoir, miles de mujeres queman sus sostenes en las vías públicas y, gracias a los anticonceptivos, comienzan a ejercer su libertad sexual, derecho antes sólo exclusivo del género masculino. En abierto desafío al poder, las protestas juveniles toman las calles, lo mismo de París, que de Berkeley, Praga o el otrora llamado Distrito Federal. Los nacidos antes la década de los 40 se escandalizan, hablan de la juventud perdida y de un nuevo Sodoma y Gomorra.

En abierto desafío al poder, las protestas juveniles toman las calles, lo mismo de París, que de Berkeley, Praga o el otrora llamado Distrito Federal.

Permeadas por esta ola liberal, Linda y Mary, mis hermanas, escuchan a todo volumen un disco del grupo La Quinta Dimensión, más precisamente el cover rhythm and blues que esta banda estadounidense hiciera de “Aquarius” y “Let the sunshine in”, dos canciones del musical Hair, la opera-rock sobre la cultura hippie, que escandalizó a más de uno y que se presentó primero en Broadway y luego fue llevada al cine por el checoslovaco Milos Forman.

“Cuando la Luna está en la séptima casa /y Júpiter se alinee con Marte/la paz guiará a los planetas/y el amor dirigirá a las estrellas/Este es el amanecer de la era de Acuario/Era de Acuario/ ¡Acuario! ¡Acuario!”

El pequeño disco de 45 rpm y una canción por lado gira y gira en el tornamesa de la consola Stromberg Carlson que se encuentra a un lado del comedor del departamento de la Portales, mientras mis hermanas bailan y cantan el himno hippie. En su ensimismamiento no se dan cuenta cuando don Fernando, mi padre, entra de improviso a la vivienda. Aterradas, ambas gritan: ¡Ya llegó mi papá!, y tratan de quitar el disco y apagar la consola, o al menos de bajar el volumen. Sin embargo, es demasiado tarde y comienzan las reprimendas: “¡Otra vez oyendo eso. Es puro ruido! ¡Y, además, en inglés! ¡Ni entienden nada! ¡Hay tanta música bonita en español, y ustedes oyendo esa basura de hippies!”. Mis hermanas bajan la mirada y no responden ni pío. Más que respeto hay miedo y desconfianza con un hombre bienintencionado, pero que pertenece a otro tiempo, a otra época, no mejor ni peor, simplemente otra era, cuando las convenciones sociales eran demasiado rigurosas y la sociedad era más puritana, y, en algunos casos, más doble moral.

*****

–A ver, a ver ¿como que no conoces el concepto de alienación de Marx?–, le preguntas con desprecio mal disimulado a un colega periodista en la redacción del periódico El Día.

–No, no lo conozco… ¿por qué tenía que conocerlo?–, te responde molesto el compañero autodidacta ante tus ínfulas de erudición.

–Pues porque eres comunicólogo o al menos intentas serlo–, insistes en repetir la dosis de altanería.

–No, no me interesa saberlo–, dice el camarada a la defensiva, sin saber bien a bien como deshacerse de ti.

Sin embargo, finges no escucharlo y continúas con tu dosis de adoctrinamiento:

–Mira, escucha con atención, te lo voy a explicar de la forma más coloquial posible: eres el trabajador de una armadora de automóviles, es decir tú produces autos, sin embargo, la paradoja, es que no te alcanza para adquirir un auto… ¿entiendes?… fabricas autos, pero nunca tendrás uno…

A ver, a ver ¿cómo que no conoces el concepto de alineación de Marx?–, le preguntas con desprecio mal disimulado a un colega periodista en la redacción del periódico El Día.

En los límites de la conciencia posible, el colega no entiende que lo quieres sensibilizar. Por el contrario, lo toma como una agresión, por lo que te suelta un “¡no me estés chingando!, y abandona la escena, dejándote solo con tus devaneos materialistas.

Es 1983, acabas de terminar la carrera y andas por el mundo con un aire de engreimiento. Después de cuatro años de instrucción universitaria en un entorno marxista, asumes que por ser de izquierda eres moralmente superior a quienes se identifican con la derecha. Estás convencido de que tus ideas son la expresión más pura de una forma de vida donde –oh, ingenuidad– no hay explotación ni dominación y los seres humanos son completamente iguales.

Es durante esos años de cerrazón y soberbia donde ocurren los más duros enfrentamientos con don Fernando, tu padre, quien en el extremo ideológico contrario también muestra intransigencia, sobre todo en temas tan sensibles como la religión y la iglesia.

Como Ratizinger y Bergolio en la película de Los dos papas, tu padre y tú defienden con furia sus antagónicas visiones sobre la iglesia. Él apoya el conservadurismo de Juan Pablo II, quien durante su largo papado dio marcha atrás a algunos de los avances logrados en el Concilio Vaticano II, como la democratización de la iglesia, además de que atacó con denuedo a los teólogos de la liberación, con quienes tú simpatizas, pues crees que esa corriente acerca a la iglesia católica a los orígenes cristianos de humildad y opción por los pobres.

Como Ratizinger y Bergolio en la película de Los dos papas, tu padre y tú defienden con furia sus antagónicas visiones sobre la iglesia.

Pero no, tu padre insiste en ir en sentido contrario al tuyo y defiende el status quo eclesiástico, así como los numerosos viajes de Wojtyla por el mundo, pues “hay que llevar la palabra de Dios por todos lados”. Tú, en cambio, piensas que se trata de un gasto excesivo y de mero populismo y le muestras las cifras sobre el catolicismo en el mundo. “Mira, viajes y viajes, y el número de católicos sigue en picada”. Además, le echas en cara la permanencia del celibato y el papel marginal de la mujer en la iglesia. Por supuesto, que en estas batallas cargadas de ideología nadie cede ni un ápice.

Por desgracia el de la iglesia no es el único asunto que los confronta. La lista es larga y va desde socialismo, música y moda hasta ¡el himno nacional!… sí, el himno nacional.

Esos antagonismos, pero también esa eterna rebeldía ante las figuras de autoridad, provoca que un 15 de septiembre, a finales de los 80, te niegues a ponerte de pie cuando tras «El Grito» comienzan las primeras notas del himno nacional.

–Ponte de pie, de inmediato–, ordena tu padre.

–No, no lo voy a hacer–, respondes de mala manera.

Toda tu familia, que ya se encuentra de pie, te ve como bicho raro, pero eso en lugar de avergonzarte te envalentona más.

Esa eterna rebeldía ante las figuras de autoridad, provoca que un 15 de septiembre, a finales de los 80, te niegues a ponerte de pie cuando tras El Grito comienzan las primeras notas del himno nacional.

Ante sus miradas de desaprobación tratas de dar una explicación: “Es que no me gusta nuestro himno. Sus letras están desfasadas, son demasiado bélicas y nosotros somos un país pacifista. Necesitamos con urgencia otro himno”. Tu padre y tu hermano mayor se van presurosos contra ti:

“Lo que faltaba, no sólo rojillo, sino también apátrida. Me decepcionas nuevamente”, exclama don Fernando, mientras menea la cabeza de un lado a otro.

“Ya párate, cabrón, déjate de mamadas”, reclama tu consanguíneo a punto de perder los estribos y lanzarte un golpe.

Te levantas, pero no para escuchar el himno sino para salir enfurecido de la vivienda de tus padres, ante la mirada atónita de tu madre y de algunos otros familiares.

*****

“No sólo rojillo, sino también apátrida”, fue la expresión lapidaria que don Fernando me dedicó en aquella noche del 15 de septiembre, tan absurda y surrealista. Y es que mi defensa de las revoluciones cubana y nicaragüense, sobre todo de esta última, me había hecho la fama de rojo. Como lo comenté líneas atrás, cuatro años de estudio en la sobrepolitizada y marxista Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, había dejado su impronta en mí y en miles de alumnos que creíamos a pie juntillas que en la utopía socialista se desarrollaba un mundo más justo y equitativo que en el «cruel» capitalismo.

Cuatro años de estudio en la sobrepolitizada y marxista Facultad de Ciencias Políticas de la UNAM, había dejado su impronta en mí y en miles de alumnos que creíamos a pie juntillas que en la utopía socialista se desarrollaba un mundo más justo y equitativo.

En este contexto, adopté la defensa de la revolución sandinista como algo personal. Por ello, en el tema de la iglesia uno de los episodios que más nos confrontó a don Fernando y a mí fue la controvertida visita del papa Juan Pablo II a Managua en marzo de 1983. Quienes defendíamos a la revolución esperábamos en el discurso de Wojtyla una condena a los grupos contrarrevolucionarios financiados por Estados Unidos. Desde territorio salvadoreño y hondureño éstos se infiltraban a Nicaragua y en nombre de la “libertad” realizaban acciones de sabotaje contra el gobierno y el pueblo sandinista.

Sin embargo, nada de eso se escuchó, por el contrario el Papa polaco pronunció un duro discurso contra la revolución donde habló de “no dejarse engañar por falsos profetas”. Esto enfureció a la multitud que comenzó a corear: “Entre cristianismo y revolución no hay contradicción”. Hubo otra acción papal que provocó el enojo de los partidarios del sandinismo. Fue cuando le negó la bendición al poeta y cura Ernesto Cardenal, uno de los mayores representantes de la Teología de la Liberación y quien a la sazón era ministro de Cultura de la junta nicaragüense. El video y la fotografía donde Cardenal aparece hincado y es rechazado por Wojtyla dieron la vuelta al mundo provocando la indignación de la izquierda en todas partes del orbe.

El video y la fotografía donde Cardenal aparece hincado y es rechazado por Wojtyla dieron la vuelta al mundo provocando la indignación de la izquierda

–Esos comunistoides sandinistas organizaron a sus masas de borregos para que le faltaran el respeto al Papa… eso no se vale–, decía mi padre.

–¿Te parece que es de cristianos humillar a las personas, como lo hizo con Cardenal? Le aventó groseramente la mano cuando éste lo único que quería era besar el anillo papal, y lo dejó hincado esperando la bendición–, replicaba yo.

–Esos curas rojillos son unos verdaderos caballos de Troya. El Papa lo sabe muy bien. Él sufrió en Polonia la bota rusa. Lo que pasó en Nicaragua es una falta de respeto a la investidura papal–, volvía a atacar mi padre.

–Es otro contexto geográfico e histórico. Coincido con la gente: entre cristianismo y revolución no hay contradicción. Ese señor (el Papa) es un gran manipulador–, acometía yo.

Se trataba de discusiones interminables en las cuales, como ya dije, ninguno de los dos se replegaba ni tantito.

Algunos sandinistas, como Daniel Ortega, se convirtieron en unos dictadores aún más nefastos que Somoza, el sátrapa al que derrocaron

Hoy, sin apasionamiento alguno, creo que los dos teníamos algo de razón. Yo, porque Wojtyla fue un gran lobo vestido de cordero. El balance de su papado no fue positivo para la iglesia católica. Entre otras cosas encubrió a los pederastas, no movió un dedo para acabar con el celibato, para incluir a las mujeres en labores pastorales importantes o para terminar con la corrupción en el Vaticano. Con él, su iglesia retrocedió casi hasta el medievo y el catolicismo perdió millones de adeptos, entre los cuales me cuento yo.

Mi padre también tuvo su parte de razón: algunos líderes sandinistas, como Daniel Ortega, se convirtieron en unos dictadores aún más nefastos que Somoza, el sátrapa al que derrocaron. No en balde, Ernesto Cardenal (quien murió en este 2020 y a quien Bergolio le levantó el «castigo» recién llegó a Roma) rompió con ellos pocos años después de la visita papal. Otra cosa en que don Fernando tenía razón: salvo excepciones, los regímenes del llamado socialismo real eran verdaderas tiranías, donde más que la distribución de la riqueza se distribuía la pobreza. Sus debilidades y sus fisuras pesaban más que sus presuntas fortalezas, por lo que a las primeras revueltas populares que no fueron reprimidas por los tanques soviéticos ese sistema se derrumbó como si fuera de papel.

Muchos lustros después de los sucesos ocurridos en Nicaragua o en aquel 15 de septiembre, mi hermano Fernando y quien esto escribe recordamos, en compañía de un whisky single malt y Pat Metheny como acompañamiento musical, aquellos días de intolerancia y fanatismo de ambos bandos. A los que, por cierto, él no fue ajeno, pues casi siempre tomaba partido por don Fernando.

Te voy a confesar algo, me dijo después de algunos generosos tragos de malta escocesa: estuve a punto de reclutarme con los contras nicaraguenses… quería ir a partirle la madre a esos sandinistas.

–Te voy a confesar algo, me dijo después de algunos generosos tragos de malta escocesa: estuve a punto de reclutarme con los contras nicaraguenses… quería ir a partirle la madre a esos sandinistas.

No pude contener la carcajada… y compartí mi propia confidencia: yo quería reclutarme también… pero en los grupos que defendían a la revolución. Fui a la embajada nica a pedir informes… pero ya no le di seguimiento.

Ahora fuimos los dos quienes soltamos la risotada: “Imaginate”, dijo mi hermano, “que nos hubieramos encontrado frente a frente, fusil en mano, en alguna cordillera centroamericana… ¿qué hubiéramos hecho?”

Los dos apuramos un trago y permanecimos en silencio.

*****

Jubilado, y ya en sus casi 80 años, con una envidiable salud, mi padre ofrecía sus “servicios” a sus cuatro hijos como una manera de sentirse útil. “Hija, ¿no quieres que cambie tus cheques en el banco?”, le decía a mi hermana Mary; “Hijo, te acompaño por tu esposa para que no vayas solo”, le comentaba a Fernando, mi hermano; “Dame el dinero, hija, y yo te pago el predial”, le pedía a Linda, mi otra hermana.

En mi caso, entre otros apoyos, don Fernando iba a mi casa a esperar el camión de gas los 15 de cada mes, pues ese era el día en que la gasera enviaba a unos operarios a llenar el tanque estacionario, lo cual ocurría generalmente por la mañana.

Recuerdo que un día, quizá de 1992 o de 1993, Pedro, un viejo ex compañero de la facultad, me llamó por la mañana para decirme que fuéramos a comer a mi casa.

Una vez al mes, Pedro, melómano irredento, iba a mi casa y me llevaba unos cassetes para que yo se los grabara con algo del material de mi fonoteca privada, especialmente rock y blues. Él, a cambio, llevaba la comida. Aquella ocasión, Pedro y yo nos quedamos de ver a las 3 de la tarde en el Metro Portales y llegamos juntos a la casa.

Justo iba a abrir la puerta de la vivienda cuando don Fernando me ganó y apareció detrás de ella. En un acto reflejo, ambos nos hicimos hacia atrás, un tanto sorprendidos e incómodos.

Ese día el repartidor del gas había pasado un poco más tarde, por lo que mi padre apenas iba de salida. Lo invitamos a comer. Después de un estira y afloja aceptó a regañadientes, sobre todo por la insistencia de Pedro.

Puse el vinil de El Sargento Pimienta en el tornamesa y dejé correr el cassete y el disco de 33 revoluciones

Un tanto tenso, don Fernando se sentó en el comedor y comenzó a platicar con Pedro del tema favorito de éste: la música. Sin dejar el diálogo, mi amigo volteó y me pidió armar una selección de Los Beatles al tiempo que me entregó una cinta de 90 minutos.

Puse el vinil de El Sargento Pimienta en el tornamesa y dejé correr el cassete y el disco de 33 revoluciones. Al comenzar los primeros acordes de “Sgt. Pepper’s,” observé a mi padre algo ansioso, incluso molesto. Aunque seguía conversando con Pedro giraba la cabeza hacia el estereo, muy nervioso.

Me imaginé la causa, sin embargo, decidí hacer mutis. No fue el caso de mi amigo, quien, directo, le preguntó:

–Señor, ¿le pasa algo, lo noto muy nervioso?

Ante la pregunta, don Fernando, quien trataba de reprimirse, y por eso el nerviosismo, ya no pudo más y explotó:

–Es que hablando en plata no me gustan Los Beatles… no saben hacer más que ruido…

En el tornamesa ya sonaba «With a Little Help from My Friends”.

–Perdón, don Fernando, pero, por ejemplo, esta canción que estamos escuchando es muy armónica, nada estruendosa, es una baladita. Debería escuchar la versión de Joe Cocker, esa sí es más intensa, netamente bluesera.

–Mire, quizá en esto tenga razón, pero no sólo es la música. Con sus moditas estrafalarias, con sus cabellos largos, con sus drogas, esos tipos acabaron con la decencia, con la elegancia, con la buena música… ¿A poco no recuerda cuando hablaron mal de Jesucristo…

–No hablaron mal, don Fernando, Lennon, uno de ellos, sólo dijo que ya eran más famosos que Jesucristo, y eso lo dijo hace casi 30 años, en 1966. Y viéndolo bien, quizá tuvo razón.

–No, no, claro que no… eso fue blasfemia…

–Bueno, don Fernando, ¿y a usted que músico o compositor le gusta?

Ese día logré lo impensable: en presencia de mi padre alternaron amistosamente lo mismo “Un día en la vida”, que “Piensa en mí”; o “Yesterday” que “Cada noche un amor”.

–A mi me gusta Agustín Lara, el poeta de poetas…

–Pero señor, si Lara también era mariguano y le cantaba a las prostitutas… ¿cuál decencia?

Aunque la respuesta de Pedro le sorprendió, de bote pronto, mi padre reviró de inmediato: “Sí, pero Agustín fumaba para inspirarse».

–¿Y Los Beatles, para qué cree que lo hacían?

Antes de que salieran a relucir cuchillos, machetes y dagas, propuse que pusiéramos un disco escogido por Pedro, y otro por mi padre, moción que fue apoyada por todos y terminó con los dimes y diretes.

En esa tarde, muy lejos aún de los tiempos del Bluetooth, asumí gustoso el papel de DJ, y logré lo impensable: en presencia de mi padre alternaron amistosamente lo mismo “Un día en la vida”, que “Piensa en mí”; o “Yesterday” que “Cada noche un amor”.

No sé si fue cierto o la botella de Havana que nos bebimos esa ocasión me hizo ver y escuchar visiones, pero casi puedo jurar que mi padre comenzó a tararear, en un instante de aquella tarde-noche, la entrañable melodía de “Blackbird”. No lo puedo asegurar, pero tampoco negar. Finalmente, después de casi 30 años transcurridos la memoria no puede ser tan precisa.

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Last modified: 2 septiembre, 2023
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