Manuel Payno escribió alguna vez que la piedad y la devoción propias de los días santos habían terminado cuando acabó el virreinato. En el caso de mi familia no fue así: la devoción religiosa y los días de culto siempre estuvieron en primer plano. Por ello, pensar en salir de vacaciones durante la semana santa era prácticamente una herejía.
Mientras la mayor parte de mis compañeros de primaria y secundaria esperaban con ansiedad esos días, pues significaban vacaciones en la playa o al menos en los balnearios cercanos a la CMDX, en mi caso esa conmemoración religiosa significaba permanecer en la iglesia prácticamente todo el jueves y viernes santo. Además, como judíos ortodoxos en Sabbat, estaba prohibida la radio y la música, no así la televisión, donde el menú principal corría a cargo de las películas bíblicas de siempre: Los diez mandamientos, Quo Vadis, Ben-Hur (cuya carrera de cuadrigas, hay que admitir, es una escena icónica en el séptimo arte) o El mártir del calvario, esta última con mucho humor involuntario, pues los actores no sólo portaban pelucas y barbas de utilería, sino que sus interpretaciones resultaban sobreactuadas, sin matices, sin registros, sin alma, sin mácula, totalmente planas. En este impensado teatro del absurdo, destacaba un Jesucristo interpretado por un Enrique Rambal empeñado en hablar como si el “hijo de Dios” viviera en el barrio madrileño de Lavapiés y no en el Medio Oriente.
Las largas sesiones en la iglesia de la Sagrada Familia (templo del cual ya me he referido profusamente en esta serie) comenzaban el jueves santo después de comer, con la misa de la última cena y el lavatorio de los pies, y como actividad optativa estaba la visita de las siete casas, ya por la noche.
Sin embargo, el día más extenuante resultaba el viernes santo: a las 9 am comenzaba el Vía Crucis por algunas de las calles de Portales oriente (esta iglesia se encuentra situada en la calle de Presidentes). Esta conmemoración se ligaba al sermón de las siete palabras que pronunció Jesús durante su crucifixión (“en verdad os digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” era una de ellas), discurso que se podía prolongar hasta dos horas y media. Apenas daba tiempo para comer, pues había que regresar a la misa de la pasión y muerte, una ceremonia muy intensa que por lo general podía durar hasta tres horas, y que era oficiada por tres sacerdotes.
A esa edad –8, 10 años– me impresionaban el altar, los crucifijos y las figuras religiosas totalmente cubiertos por gigantes velos morados, a manera de señal de duelo, así como el fuerte olor a incienso. Pero lo más impactante era la ceremonia de adoración de la cruz, donde los numerosos fieles hacían una larga fila para besar al Cristo, casi de tamaño natural, crucificado en la cruz. Acercarse a esa escultura y ver de cerca las llagas en manos, pies y costado era realmente desconcertante.
En una casa donde don Fernando y doña Conchita seguían con sumo rigor las normas establecidas por el catolicismo, eso significaba que el sábado de gloria y el muy antiguo rito de mojarse sin medida estaban terminantemente prohibidos (hoy, por cierto, esta práctica se encuentra muy sancionada, pero por cuestiones de ahorro de agua). Qué envidia era ver a los demás chamacos armar en plena calle verdaderas batallas campales que involucraban cubetas, mangueras, globos y demás aditamentos.
Y aunque no había música y eran días de permanecer en la iglesia, hay que decir, en descargo, que en semana santa no todo era sacrificio y había algunas ventajas. Por ejemplo, en la familia se practicaba un paradójico ayuno de cuaresma. Me explico: la vigilia consistía en no comer carne roja los días santos, pues de acuerdo con la iglesia católica se trata de uno de los alimentos que provocan más placer al paladar. Sin embargo, en casa la carne de res o de cerdo era sustituida durante jueves, viernes y sábado por verdaderos manjares mucho más placenteros como el bacalao a la vizcaína y los romeritos, platillos exquisitamente elaborados por doña Conchita. Los postres estaban a cargo de don Fernando. Él mismo elaboraba la nieve de limón, ideal para los calurosos días de marzo o abril, aunque en la mesa no faltaban los conos de piloncillo, su dulce favorito.
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Además de la semana santa, bacalao y romeritos aparecían en la mesa familiar en Navidad, una festividad religiosa lúdica, gozosa, que, en este caso, sí esperaba con mucho entusiasmo. No en balde los preparativos para esta fiesta comenzaban semanas antes.
Cierro los ojos y veo a mi padre, en los primeros días de diciembre, adornando la puerta de la casa con unos faroles de papel. Cierro los ojos y veo a mi madre comprando las esferas y las lucecitas para el árbol en el mercado de Portales. Cierro los ojos y veo a mi hermana Linda poniendo el nacimiento cada vez más grande y más complejo: puentes, ríos, desierto y hasta las casas de campaña y los camellos de los beduinos…
Mi padre no sólo nos ayudaba a fabricar la alcancía. También nos apadrinaba dando el primer donativo de la temporada. El segundo óbolo era de mi hermana Linda, luego seguía mi otra hermana, Mary, y Florencio, su entonces esposo. En la lista de donantes también estaba incluido Enrique, el novio de Linda, y mi madre, quien a regañadientes a veces aportaba para la causa. Otros donadores era el padrino Miguel Meneses, y el “Satán” Álvarez, quien en compañía de esposa y tres hijos varones no salía de la casa, un poco por la gorronería y otro tanto porque le gustaba mi hermana Linda y la trataba de seducir en forma por demás burda, pasándole papelitos por debajo de la mesa a escasos centímetros de su cónyuge. Por supuesto, no tuvo éxito.
Eran tiempos sin corrección política y también sin mucha conciencia del medio ambiente. Comprábamos los “cuetes” y los tronábamos sin pensar en la contaminación del aire ni en el estrés de las mascotas. Tampoco mediamos el peligro, por lo que las guerritas de “cuetes” eran algo cotidiano tres de los 365 días del año: 15 de septiembre, 24 de diciembre y 31 de diciembre. Se trataba de un placer dosificado de tal forma que cada año esperábamos esas tres noches con auténtica ansia.
Nunca nos ocurrió un incidente grave, pero estuvo a punto de suceder. Paradójicamente no fue en la infancia sino cerca de la edad adulta, ya en las proximidades de los años 80 del siglo XX. Por esas fechas, mi hermano iba cada septiembre o diciembre hasta Tultepec, el pueblo cohetero por excelencia, a comprar los tristemente célebres cohetones, verdaderas bombas que se usan en las festividades religiosas y que año con año provocan muertes en todo el país.