Algunas de las fiestas y reuniones llevadas a cabo en la vivienda familiar forman una colección brumosa en mi recuerdo. Veo a numerosos niños, incluido yo, jugar y correr incansablemente por el patio, primero de la vecindad; años más tarde de la casa propia. En el comedor, las mujeres colocan el mantel, los platos y los cubiertos, así como los platones con la comida elaborada, con orgullo, por mi madre. En la sala, los hombres hablan, ríen, gritan, cantan, mientras sostienen en sus manos los vasos altos que contienen cubas hechas con brandy, Sidral y tehuacán, la bebida favorita de mi padre. Del Stromberg Carlson emergen las notas de un ecléctico menú musical que va de Maurice Larreange y su acordeón, a la orquesta de Chucho Zarzoza, pasando por Los Panchos con Eddy Gorme, José Alfredo Jiménez y, por supuesto, Agustín Lara, “el rey de reyes”.
Existe un suceso que tiene que ver con la música y la fiesta, y que recuerdo claramente. Probablemente sea 1970, pues tenemos apenas unos meses en la nueva casa. Ya es de noche y estoy jugando con mi hermano, primos y demás cuando desde el jardín, donde me hallo, escucho las notas de “Mi querido capitán”, la festiva canción de los años 20 del siglo XX compuesta por José Alfonso Palacios y cantada por Esmeralda y María Conesa, entre otras intérpretes. Eso no es lo que me llama la atención, pues esa pieza era recurrente en las fiestas familiares, sino el griterío y las entusiastas palmas del público masculino.
Intrigado me asomo por los amplios ventanales, desde donde puedo ver la estancia, y quedó petrificado: en medio de la sala, dando una gran demostración de cómo se baila el foxtrot, se encuentra una chica que no llega a los 18 años. Viste un minúsculo short negro, así como una pantyblusa y unas pantimedias del mismo color. El pantaloncito de la joven es tan pequeño que la mitad de la parte inferior del calzón de la pantimedia se encuentra a los vista de todos. Los hombres, ya semi alcoholizados, chiflan, baten palmas, apoyan, entusiastas, a la bailarina (la chica, alguien me diría después, era sobrina de un tío). En la sección femenina, por el contrario, abundan los mohines de disgusto, pero yo, embelesado, lo único que quiero, pegado al ventanal, es que “Mi querido capitán” no termine nunca.
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Regreso a mis seis años. Ya hablé de los recuerdos dulces motivados por dos imágenes, ahora toca el turno de los amargos. Es 19 de junio de 1966 a mediodía. Un día después de mi fiesta de cumpleaños juego con mi hermano a las guerritas con unos soldados de plástico que me regalaron en la víspera: de un lado, los heroicos gringos que nos remitían a Combate, exitosa y maniquea serie de aquellos años; del otro, los malvados alemanes, acompañados de un fiero combatiente japonés con rostro de kamikaze.
Estamos luchando por el control de Normandía cuando, de pronto, desde la recámara contigua escuchamos a mi madre pegar un grito de dolor. Mis hermanas mayores corren a auxiliarla. Encorvada, con las manos en la zona del estómago, jadea y a gritos dice que siente mucho dolor. Detenemos el juego y, angustiados, también nos asomamos a la habitación. Llegamos en el preciso instante en que mi mamá comienza a vomitar sangre. No sabemos qué ocurre. Empezamos a pensar que Doña Conchita se está muriendo. Recuerdo vagamente la escena: los cuatro hermanos llorando, sin saber bien a bien qué hacer (mi padre, don Fernando, estaba en su trabajo y llegaría poco después). Mi hermano y yo, entre lágrimas y lamentos de desesperación, le suplicamos que no se muera. “Ya nos vamos a portar bien, ya no te vamos a hacer enojar”, gritamos terriblemente asustados.
Mi madre tiene 42 años cuando es trasladada de urgencia al Centro Médico del IMSS, entonces un flamante y enorme conjunto hospitalario diseñado y realizado apenas cinco años antes por el arquitecto Enrique Yáñez (muchos de estos inmuebles cayeron con el sismo de 1985). Ahí, tras varios días de internamiento, le salvan la vida luego de que una úlcera gástrica se le reventara. Al final, todo quedó en llanto y susto. Conchita no murió aquella vez ni en las siguientes cinco décadas. Formalmente, abandonaría este mundo en mayo de 2019, es decir casi 53 años después de ese grave incidente de salud, aunque en sentido estricto, quizá unos dos o tres años antes mi madre había muerto sin morir y vivía sin vivir.
Mi hermana Linda y, en el año final, mis hermanos Mary y Fernando hacen guardias, la cuidan. Yo, en Querétaro, siento culpa mientras pienso todos los días antes de dormir que mis consanguíneos me despertarán una noche de éstas para decirme que mi madre ya está descansando del atroz sufrimiento que carga.
No es así, sin embargo. Doña Conchita se niega a irse y se aferra a una vida que ya no es tal. ¿Qué la mantiene aquí? ¿Tienes cuentas pendientes con alguien? ¿Se trata, meramente, del miedo al más allá?, son algunas de las preguntas que nos hacemos los cuatro hermanos.
Ante tantas interrogantes sin respuestas, la única certeza que nos queda es que mi madre se está desmoronando ante nuestros ojos, que su organismo funciona cada vez menos, que su cutis pálido y demacrado y sus ojos sin brillo presagian una muerte pronta, pero que tarda incontables meses en llegar. Nos invaden la desazón, el vacío, la impotencia de no poder hacer algo por ella. Los momentos de más de intensa tristeza son cuando su cerebro comienza a extraviarse: a momentos mi mamá empieza a desvariar y pide pan para alimentar a las parvadas de pájaros que sólo ella ve. A ratos sólo duerme y no despierta ni ante el mayor de los estruendos. En ocasiones no reconoce a sus hijos y nietos, pero pocas horas después está completamente lúcida y conversa, con total coherencia y lógica, con cualquier persona que se acerque a ella. Vamos de asombro a asombro.
Los últimos meses son muy lentos. Mi madre se pasa todo el día durmiendo y quejándose, conectada las 24 horas a su máquina de oxígeno. Prácticamente no prueba alimento alguno, a pesar de que mis hermanas le ofrecen papillas para bebé. Hasta ingerir agua con popote se convierte en un esfuerzo sobrehumano para ella. El rictus de su cara es ya de muerte.
Varias veces en las guardias de madrugada que realizaba cuando estaba en la CDMX pensé que a mí me tocaría verla morir. Me despertaban sus gemidos de dolor, pero cuando llegaba a ella su cara no mostraba emoción alguna… como si ya hubiera fallecido.
No ocurre así, y mi madre sigue padeciendo esa no-vida durante largos meses. Al final, su fallecimiento, a los 95 años, acaba con su exigua existencia, pero, sobre todo, con su enorme sufrimiento. Lloramos su ausencia, y mucho, pero también sentimos alivio al saber que el injusto suplicio que cargó durante sus últimos años ha cesado. Al morir, perdimos a un ser esencial, entrañable, insustituible; sin embargo, dadas sus condiciones, fue muy poco lo que ella perdió.
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Hay otro cumpleaños que me remite a mi madre de inmediato. Posiblemente sea el de los 18 o 19 años. Estamos solos en la casa paterna, donde yo aún vivía. La familia es más grande, ya hay, además de padres y hermanos, cuñados y sobrinos, pero esa tarde-noche no hay nadie en la casa familiar, excepto doña Conchita y yo. La veo a ella poniendo un medio mantel en la mesa del comedor y cargando un pequeño pastel. No recuerdo si lo compro o lo hizo.
Nos sentamos a la mesa. Comenzamos a saborear un atole de fresa (era de Maizena, estoy seguro). De pronto, me pide que ponga uno de mis discos en el tornamesa. Me quedo gratamente sorprendido. No lo puedo creer. Mi madre, la que tanto critica, junto con mi hermano Fernando, la música que me gusta, y que califica como “puro ruido”, me está pidiendo que yo escoja el soundtrack de ese crepúsculo de junio. Por supuesto, le hago caso. Voy a mi cuarto y tomo uno de las obras más densas que tengo.
El vinil comienza a girar en el plato del tocadiscos. No hay una sola crítica al viaje sónico de más de una hora, y sí una agradable plática sobre el porqué me había decidido a estudiar periodismo (estaba en el último año del bachillerato), acerca de las oportunidades laborales en esa carrera y mi opinión en torno a los periodistas televisivos de moda (Zabludovsky en Televisa y a López Dóriga en la entonces estatal Imevisión), que, obvio, era muy crítica. Qué grato recuerdo. A veces estricta y autoritaria, mi madre en ocasiones tenía esos detalles de gran empatía y generosidad.