Me he convertido en un recolector de recuerdos. La escritura de esta serie –motivada por la película Roma, y postergada algunos meses por motivos que ya expliqué (ver: https://lalupa.mx/2019/09/28/mi-roma-esta-en-la-portales-i-jose-antonio-gurrea-c/)–, así como la visita al inmueble donde viví los primeros años de mi infancia, me han traído de regreso trozos de mi vida que estaban olvidados. Sin embargo, es más, mucho más, lo perdido en el trajín del tiempo que lo que permanece en la cabeza.
Dice Arnoldo Kraus que las viejas fotografías son tesoros, pues guardan secretos, evocan ideas y pensamientos. “Las fotografías detienen el tiempo, son testimonio de los sentidos. Al detenerlo reflejan y contagian infinidad de sentimientos”. Es por ello que recurro a los álbumes familiares. Busco recuperar, al menos, algunos destellos, ciertos detalles, la punta del iceberg de ciertas anécdotas, de algunos pasajes de vida. Tratar de entender mejor el contexto, la época en la cual vivieron su juventud mis familiares.
Estoy en la casa de mis padres, concretamente en lo que fue mi habitación desde los 10 hasta los 28 años. Es en ese lugar –que aún conserva rastros del papel tapiz colocado a finales de los años 70– donde abro con emoción los viejos álbumes de fotografía ordenados cronológicamente, con suma paciencia, por mi hermana Linda y comienzo a pasar lentamente sus páginas. Ahí están, por decenas, las fotografías que abarcan varias décadas.
En el tomo uno aparecen, en blanco y negro, mis padres recién casados. Son los años 40 del siglo pasado. Una parte del mundo se encuentra literalmente en llamas, pero a 10 mil kilómetros de la conflagración, mis progenitores se ven tan jóvenes, tan felices, tan llenos de vida… Lejos de la guerra, lejos de la vejez… lejos, muy lejos, de la muerte y la enfermedad.
Ella, mi madre, lleva un vestido sencillo, muy holgado, de una sola pieza, con una serie de botones verticales (diez) en la parte superior de la prenda. Se ve jovencísima (apenas pasa de los 20 años) y está muy delgada. Todavía conserva las gruesas cejas que luego comenzaría a depilar.
Ambos, es evidente, se encuentran muy enamorados. El lenguaje corporal es inequívoco. En la imagen sus cuerpos aparecen pegados uno al otro. Con su mano derecha, mi madre toma a mi padre de su brazo izquierdo. Los dos miran a la cámara con serenidad, con cierta altivez, con la seguridad que da la juventud. Tienen la vida por delante y ellos lo saben.
Conforme recorro las páginas van apareciendo abuelos, tíos, primos, compadres, vecinos, amigos de la familia, gente entrañable y no tanto. Entre tantas personas reconozco a mis hermanos: están ahí los tres (Mary, Linda, Fernando): recién nacidos, en sus bautizos, en la escuela básica, en sus primeras comuniones, en los 15 años de ellas…
En varias de estas imágenes “callejeras” están mis hermanas, acompañadas por mis padres, saliendo de misa (en la iglesia de Cristo Rey), de compras en el mercado de Portales o en lugares que no reconozco. Destaca una de estas fotos, ya de la década de los 50, donde mis hermanas todavía niñas aparecen con grandes moños de mariposa en la cabeza e inmaculados vestiditos blancos de popelina y organdí con grandes olanes de encaje en los hombros. Ambas, muy sonrientes, se toman de la mano y miran sin preocupaciones hacia la cámara. Mi padre y mi madre, en sus treinta y en sus cuarenta, respectivamente, ya no se ven tan interrelacionados, también han perdido algo de la seguridad y la altivez que mostraban poco más de diez años antes. Tampoco sus cuerpos están ya uno junto al otro. Ahora, aparecen algo distantes, en los extremos, mientras las niñas, al centro, se han convertido en el foco de la imagen.
Sigo hojeando y ojeando los álbumes. Páginas más adelante están los años 60, la década de las rebeliones juveniles políticas, sociales, culturales: mis hermanas ya dejaron los vestiditos de organdí y olanes, y ahora aparecen con sus altos peinados rimbombantes de chongo y fleco y sus coloridos suéteres. Ahí también están los pasos de twist practicados por Linda y Fernando en la azotea de la vecindad y las primeras vacaciones en Acapulco, casi siempre con “familia extendida”. Los compadres, los sobrinos, los ahijados… todos jalaban al puerto guerrerense a costillas del erario familiar. En alguno de los tomos del álbum aparecen los cuasi ubicuos padrinos de bautizo, confirmación y primera comunión de los cuatro hermanos, ya sea posando afuera del hotel, que sentados sobre unas ya clásicas “sillas Acapulco” (esos objetos redondos, de diseño suspendido, que se tejen a mano con nylon o con PVC imitando las cuerdas enhebradas de las hamacas), o nadando en la playa de Puerto Marqués (la preferida de la familia).
Las fotografías comienzan a operar como saca-recuerdos:
Primero, llega el entrañable olor a pino del árbol de Navidad comprado en el mercado de Portales, y con éste el recuerdo del nacimiento con su heno y su musgo, de las posadas (todavía con letanías y peregrinos), de las batallas con los “cuetes” comprados “clandestinamente” en una vivienda cerca de la Avenida 9, por los rumbos de la colonia Zacahuitzco. Después, los olores (en plural) del mar de Acapulco (el único que conocía hasta que a los 15 o 16 años mi hermana Mary, ya casada, me invitó a Puerto Vallarta), esa mezcla de algas, bacterias y sulfato que lo hacen tan característico. Es cierto lo que se dice: ningún mar huele igual que otro. Incluso en Acapulco, no era lo mismo el olor de las playas de la Costera que las se encontraban camino a Pie de la Cuesta, por ejemplo.
Sigo inmerso en los álbumes. Doy vuelta a una de las páginas: mis padres y sus cuatro hijos aparecen, de nuevo junto con compadres y ahijados, en el domo gigante de Oaxtepec, un balneario de Morelos que pertenecía el IMSS (hoy, un “parque acuático” propiedad de una trasnacional: Six Flags). A mi nariz llega el intensísimo olor a azufre del manantial de agua sulfurosa que se encuentra dentro de esa cúpula de cristal (decíamos en aquellos años que olía a huevo podrido), donde, dice la leyenda, Moctezuma iba a tomar sus baños.
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En el tomo cuatro hago mi aparición. Tengo uno o dos años a lo sumo. Estoy vestido con un mameluco que, como ráfagas, recuerdo amarillo (las imágenes son en ByN). Supongo que yo era la novedad, pues en una imagen me carga mi madre, en otras más mis hermanas, mi hermano en sus cuatro o cinco años (que apenas puede con el bulto y es auxiliado por doña Conchita), la tía ye, la comadre equis, el vecino zeta…
En la siguiente página ya cumplí cuatro años y estoy, con mis compañeros y mi profesora, en la foto grupal del jardín de niños Mateana M.de Aveleyra, así llamado en honor de una periodista y escritora nacida a mediados del siglo XIX, pionera en demandar el sufragio femenino. Un personaje prácticamente perdido en el tiempo.
Instalada en un caserón, quizá de principios del siglo XX, ese inmueble contaba con un enorme patio exterior, donde había árboles y grandes jardineras rebosantes de flores y plantas.
Hay sólo destellos de mi estancia de dos años en ese lugar; sin embargo, hay un suceso que se me quedó grabado casi por completo. Era lunes, lo recuerdo porque iba vestido de color blanco. Ese día, mi padre, quien fue el encargado de llevarme a la escuela, me compró en la entrada un paletón de caramelo, de esos redondos, enormes, con círculos blancos y rojos. Emocionado, por el obsequio de don Fernando, metí el paletón en uno de los bolsillos traseros del pantalón e ingresé en la escuela con rumbo al patio principal donde se formaban los grupos antes de entrar a las aulas. Comenzaba la semana y nos esperaban el Himno Nacional y los honores a la Bandera. Iba a medio camino cuando sentí que alguien, con un jalón violento, sacaba el paletón del bolsillo. Cuando voltee vi un infante, también alumno, corriendo con mi paletón en las manos rumbo a las jardineras. Corrí detrás de él. En mi atropellada carrera pude ver cuando el compañero se paró frente a una de ellas y metió el paletón en el lodo (a esa hora las plantas se encontraban recién regadas), mientras se carcajeaba a mandíbula batiente.
Antes de que pudiera llegar a la jardinera huyó y se mimetizó entre los alumnos que formaban filas en el patio central. Recuerdo, entre brumas, que tomé el paletón lleno de fango e, impotente, comencé a llorar. Después, más llanto, y la maldita impunidad, eterno sello de este país. “Ya no llores… no es para tanto. Allá afuera hay muchas paletas. Dile a tu papá que te compré otra”, fueron las indiferentes palabras de mi profesora, quien se negó a indagar quien había sido el agresor.
Más tarde, en la primaria Carlos A. Carrillo conocería al menos a una decena de buleadores todavía más crueles y con una carga de resentimiento enorme. Si me pongo a describir los casos de bullying vividos y observados en la primaria y los comparo con el episodio del jardín de niños, éste se convertiría precisamente en eso, en un incidente de kínder.